de la Interpretación de una Regla Monástica
En un período de renovación como el que estamos viviendo, se puede comprobar en el seno de una Orden, y aun en el seno de una misma comunidad, actitudes bastante divergentes con respecto a la Regla de San Benito, aunque todos reconozcan esta Regla como la carta fundamental de su vida.
Las actitudes tomadas por las personas y los grupos, en esta materia, dependen de opciones más fundamentales, las cuales, a menudo, quedan in explicitadas. Estas opciones conciernen las relaciones de la Regla con la Escritura, con el conjunto de la tradición monástica y con el hombre moderno. Se trata pues, de un problema de hermenéutica.
Quiero tratar de este problema de hermenéutica o de interpretación de la Regla. No pretendo resolverlo. Sólo quiero entablarlo en los términos más exactos posibles e indicar los que podrían llegar a ser caminos de solución. Desde ya, que no olvido que las soluciones a semejantes problemas vitales deben realizarse en la vida concreta antes de poder ser conceptualizadas de una manera satisfactoria.
I – Nociones preliminares: Las tareas de la hermenéutica.
El método empírico gradualmente se impuso a todas las ciencias, inclusive la teología. Esta, como lo explicaba el P, Bernardo Lonergan sj. al Congreso de teología de Toronto en agosto de 1967, se volvió empírica, en el sentido de que la Escritura y la Tradición ya no le ofrecen premisas de las que ella pueda deducir conclusiones. Lo que sí le ofrecen, son datos para interpretar [1] . La consecuencia de esto es que los problemas más cruciales y más fundamentales que se ofrecen al hombre de hoy, en todos los campos, son problemas de interpretación, es decir, de hermenéutica. Por eso, en el campo de las ciencias eclesiásticas, los métodos de hermenéutica, primero preparado para la exégesis bíblica, son reconsiderados cada vez más en función del estudio de la Tradición.
Se pueden distinguir dos maneras de interpretar los documentos de la Tradición [2]. La primera es histórica y la segunda dinámica. La interpretación histórica consiste en descubrir el sentido preciso de un texto en sí mismo: lo que el autor realmente quiso decir. Los instrumentos de esta interpretación son la crítica textual, histórica y literaria. Esta interpretación, aunque quedando en el plano de la interpretación histórica, puede tomar un carácter sistemático si, más allá de la aplicación de estos métodos de crítica, se recurre a principios superiores de interpretación, los cuales hacen posible el descubrimiento de los presupuestos doctrinales, filosóficos y teológicos del contenido del texto.
Pero, también se puede trascender este Plan de interpretación histórica y alcanzar el plan de una interpretación dinámico-evolutiva. Esta interpretación consiste en servirse del texto interpretado como punto de apoyo para llegar a un conocimiento más profundo de la misma realidad de que trata el texto. Este método es de una extrema importancia en la interpretación de los textos del Magisterio de la Iglesia, en particular las declaraciones de los Concilios.
De hecho, los textos del Magisterio se refieren a realidades que no pueden ser encerradas en fórmulas y que desbordan de una manera infinita toda expresión conceptual. Aun las definiciones dogmáticas, a pesar de ser infalibles e irreformables, nunca expresan perfecta y totalmente el misterio al cual se refieren. Por otra parte, el Magisterio viviente es la norma inmediata de la Fe. Las Escrituras son la norma última y fundamental. Por eso, si bien el Magisterio tiene la función de interpretar las Escrituras, cada uno de los textos de la Tradición o de los Padres pueden ser correctamente interpretados, tan solo a la luz de las Escrituras y del conjunto de la Tradición de la Iglesia, la cual le constituye el contexto integral.
Todo lo que recién hemos explicado, concerniente a la interpretación de los textos, vale también para la interpretación de los hechos de la historia de la Iglesia, en los cuales se expresa también la Tradición.
Si ahora aplicamos estos datos metodológicos a la interpretación de la Regla, debemos decir lo siguiente. Para entender la Regla, primero debemos dar una interpretación crítico-histórica; es decir: llegar a determinar, por medio de la utilización de los métodos de crítica textual, literaria e histórica, el sentido exacto de cada una de sus partes, de cada una de sus frases, -en otras palabras, establecer lo que el autor de la Regla quiso realmente decir. No se trata todavía, a este nivel de la búsqueda, de un comentario de la Regla, sino más bien de una explicación científica, sobre la cual el comentario tendrá que apoyarse. En la línea de esta interpretación crítico-histórica de la Regla, ya existen buenos trabajos, sólo resta seguir adelante. Más, los resultados de esta interpretación histórica no son de utilidad inmediata para la orientación de la renovación monástica. Deben ser completados con una interpretación dinámica.
¿En qué va a consistir esta interpretación dinámica de la Regla? Espero que se verá más claro a lo largo de este estudio: pero desde ahora, en pocas palabras, puede ser expresada así: consistirá en revalorizar la Regla y cada uno de sus elementos a la luz de la Escritura y del conjunto de la Tradición.
Por eso, antes de tratar específicamente de nuestra propia actitud para con la Regla, es importante precisar sus relaciones con la Escritura y la Tradición; tanto la Tradición de la Iglesia como la Tradición monástica. Lo dicho nos permite delinear así las secciones que siguen:
- La Regla y el Evangelio
- La Regla y la Tradición
- La Regla en la historia monástica
- La Regla y nosotros
II – La Regla y el Evangelio
El Evangelio, norma fundamental e insustituible de la vida cristiana, permanece como la primera Regla del monje. Es necesario pues precisar las relaciones entre la Regla y el Evangelio, lo cual se debe hacer partiendo de una concepción teológica exacta de la Santa Escritura.
Gracias a los desarrollos de la teología de la historia, ya estamos acostumbrados a concebir la Revelación de una manera más dinámica que estática. Ella es la entrada personal de Dios en la historia de la humanidad, y la vida cristiana es la respuesta del hombre a esta intervención personal y gratuita de Dios. Esta intervención es, pues, la norma suprema de toda forma de vida cristiana. Y la Sagrada Escritura es, precisamente, la objetivación escrita – bajo la inspiración del Espíritu Santo, pero en un lenguaje humano- del hecho divino de la Revelación. Por ser co extensiva al hecho mismo, esta primera objetivación escrita tiene valor de norma absoluta para toda la vida del Pueblo de Dios en las edades posteriores al hecho cristiano.
Basta leer y meditar la Regla de San Benito para poder apreciar su carácter absolutamente evangélico. Ella nos traza un retrato admirable de una vida evangélica vivida en plenitud. Es decir, considerada como una ”condensación del Evangelio”, como a veces se dice. En realidad, semejante expresión es muy equívoca. Aquellos que la emplean dan fácilmente la impresión de creer que el autor de la Regla ha recogido en ella todo lo que en el Evangelio es de utilidad para los monjes, de tal manera que éstos puedan dispensarse de recurrir directamente a la Escritura. Esto sería un gran error. El papel de la Regla no es el de reemplazar al Evangelio, sino más bien, conducir a él y ayudar a entender sus exigencias.
La Regla es una interpretación del dato evangélico sobre la vida perfecta. Como tal, ayuda a entender este dato. Mas, por otra parte, ella misma debe ser reinterpretada sin cesar a la luz de la Escritura y del conjunto de la Tradición de la Iglesia. Por lo tanto, es también necesario situarla con relación a la Tradición.
III – La Regla y la Tradición
La Tradición es un fenómeno humano de importancia capital. Los filósofos que la estudiaron, han tenido el cuidado de distinguirla de la historia, y de mostrar sus relaciones con ésta. Mientras que la historia es el devenir que conserva el pasado, la tradición es precisamente lo que queda en el seno mismo de las mutaciones de ese devenir [3] . Del punto de vista ontológico, la tradición es lo que hace posible la permanencia del ser [4] . Del punto de vista hermenéutica, es el elemento que hace posible el conocimiento del pasado [5] . De hecho, sólo puedo interpretar y entender (verstehen) un texto o un hecho del pasado, si tengo un cierto conocimiento previo (Vorversändnis) de la realidad ontológica del cual este hecho es la encarnación o del cual este texto es la objetivación. Esta “preintelección” se hace posible por medio de una cierta comunicación vital con esta realidad, y esta comunicación vital está asegurada por la tradición.
Sin embargo, desde el punto de vista propiamente teológico, la tradición es la permanencia objetiva de la Revelación, del dato revelado, en el devenir histórico de la Iglesia. Por una parte, la tradición; por otra, historicidad y por consiguiente mutación. Son dos realidades correlativas. Todo el trabajo de la interpretación consiste en discernir el dato revelado bajo el revestimiento de las diversas formas históricas y contingentes de objetivación.
Al igual que todo elemento de la tradición de la Iglesia, la Regla de San Benito es la objetivación de una realidad trascendente y permanente ( el dato evangélico sobre la vida perfecta) en formas históricas contingentes y movedizas. La interpretación de la Regla consistirá, por de pronto, en discernir en ella lo que es tradición y lo que es historicidad. Lo lograremos usando el método de la interpretación dinámica, de la cual hemos hablado más arriba.
Antes de seguir adelante, es necesario hacer una aclaración. Hasta ahora hemos considerado la Regla como un documento espiritual que nos transmite el mensaje evangélico sobre la vida perfecta. Bajo este aspecto, ella es uno de los elementos de la gran tradición de la Iglesia, y tiene la misma importancia, tanto para todo cristiano y todo teólogo, como para los monjes y monjas. Pero, la Regla interpreta este dato evangélico en una dirección determinada. Ella es el testimonio de una actitud espiritual determinada que. caracteriza a aquellos a quienes la historia llama monjes y monjas. Transmite, pues, la tradición monástica.
De hecho, el monaquismo es una realidad histórica. También en él, tenemos que distinguir la tradición de la historicidad. El monaquismo cristiano está constituido, antes que nada, por una actitud espiritual frente a Dios, frente a los hombres y frente a las realidades terrestres. Esta actitud espiritual, permanente bajo el flujo de la evolución histórica de las costumbres monásticas, constituye la tradición monástica propiamente dicha.
Para distinguir bien, en la Regla de San Benito, la tradición monástica, de su modo histórico y contingente de objetivación (lo que constituye la tarea de la interpretación dinámica), será necesario, en primer lugar, determinar con exactitud el preciso punto de inserción del hecho histórico de la Regla en el flujo movedizo de la historia del monaquismo. Después será conveniente considerar, cómo, en los siglos que siguieron a San Benito, los monjes han interpretado su Regla.
IV – La Regla en la historia monástica
a) La Regla considerada como un hecho histórico.
La Regla de San Benito que, desde hace varios siglos, rige casi todo el monaquismo occidental, es, sin duda, un documento de mucho valor y una gran expresión de la “Tradición monástica”. Tendremos que deducir de esto, que esta Regla sería, como fácilmente se dice, una síntesis de toda la “Tradición monástica?” Semejante expresión es, por cierto exagerada, y por lo mismo falsa. Primero, porque la historia del monaquismo no se detuvo con San Benito, después porque San Benito no redactó su Regla a la manera de un teorizante que habría estudiado atentamente toda la tradición anterior, con el fin de entresacar de ella lo mejor. Benito se sitúa en un punto dado de la evolución histórica del monaquismo.
El oriente antiguo había conocido dos grandes tradiciones monásticas: una cenobítica, la otra anacorética. En el seno de estas tradiciones se pueden discernir varias corrientes [6] . La tradición cenobítica nació en todas las regiones a un mismo tiempo, sobre todo en las Iglesias judeo-cristianas, en dependencia directa con las agrupaciones de ascetas que vivían, desde los principios del cristianismo, en el seno de las Iglesias locales. Se la encuentra, con variados matices, entre los Hijos del Pacto en Persia y en Siria: en Pacomio -en Tebaida- y en Basilio en Capadocia. Poco a poco, al lado de esta tradición cenobítica se va desarrollando el anacoretismo en cuya difusión parece haber tenido Egipto una parte preponderante. Es la tradición semi-anacorética del Bajo-Egipto que, adaptada en Occidente, sobre todo por Casiano, llegó hasta San Benito, por medio del Maestro. Benito se sitúa, pues en una corriente bien determinada de la gran Tradición Monástica, e ignoró, en gran medida, las corrientes complementarias. Conocerlas todas hubiera sido imposible en su época. El hecho de que él dé una relativa importancia a tal determinado elemento de la vida monástica, puede depender de una opción personal largamente madurada, pero también puede depender de factores históricos occidentales.
Benito no recibió la Tradición monástica “en un estado puro”, sino que envuelta en una forma contingente de objetivaciones. Cada elemento de su Regla puede ser apreciado en su justo valor, sólo con la condición de que sea examinado y analizado bajo la luz de todo el conjunto de la Tradición monástica. Una sana y honesta interpretación debe poder reconocer, a un mismo tiempo, las riquezas y los elementos menos felices, tanto en la Regla de San Benito, como en la corriente en la cual se entronca.
b) La interpretación de la Regla en el curso de la historia
Ya hemos visto que la Regla es, antes que nada, un vehículo de la Tradición eclesiástica, testigo de la doctrina evangélica de la vida perfecta. Además, es un órgano mediador de la Tradición monástica, que nos transmite esa “actitud espiritual” -de abertura al Espíritu, de abandono total a Dios, de pobreza- que es la esencia de la vida monástica. Ahora bien, esta actitud no existe en estado puro y desencarnado. La Regla la encarna en costumbres y en un marco de vida cotidiana escrupulosamente descrito hasta en sus mínimos detalles. Bajo este aspecto, también es un código jurídico que organiza la vida concreta de una comunidad monástica, en un contexto histórico bien definido, con el fin de que esta actitud espiritual se realice.
Desde San Benito, en el curso de la historia del monaquismo, se pueden discernir dos tendencias en las actitudes adoptadas con respecto a la Regla. Una, ve ante todo un documento espiritual, testigo de valores fundamentales del monaquismo y que debe inspirar la vida de los monjes de las siguientes generaciones. La otra tendencia ve sobre todo un código jurídico que describe, hasta en los detalles, lo que debe ser la vida monástica o benedictina.
Esta misma dialéctica, ya caracterizaba un tanto al monaquismo oriental. No parece que, las primeras agrupaciones de ascetas en el seno de las comunidades eclesiales, hayan conocido otros reglamentos, que las reglas canónicas referentes a todos los cristianos por igual. Sin embargo, a medida que las comunidades se organizaban y estructuraban, la organización concreta de la vida común fue objeto de numerosos preceptos. En Capadocia, a medida que se organizaban fraternidades de Basilio, surgen problemas, y Basilio se esfuerza en resolverlos inspirándose directamente del Evangelio. Sus contestaciones se hallan reunidas en colecciones. De esta manera nacen sus “Reglas”, que no tienen nada de un código jurídico sistemáticamente elaborado.
Para contestar a las diversas exigencias, tanto materiales como espirituales, de sus monasterios y asegurar la buena marcha de la vida común, San Pacomio ha tenido que trazar un buen número de preceptos para sus monjes, los cuales se juntaron en colecciones, aún durante su vida. Sin embargo, Pacomio se cuidaba de centrar todos los esfuerzos ascéticos de sus monjes, sobre la observancia de los “preceptos del Evangelio”, y de orientar su atención hacia la realidad espiritual fundamental de la comunión fraternal. Después de su muerte, sus dos sucesores Orsisio y Teodoro, insistieron mucho sobre la fidelidad a los preceptos de Pacomio, como medio para mantener la unidad de la Congregación. El juridicismo reemplazó al carisma, fue la causa de una rápida de cadencia.
En Oriente, de una manera general, todas las antiguas Reglas están consideradas como el tesoro común del monaquismo, sin distinción de Ordenes. Son documentos espirituales que se pueden encontrar en todos los monasterios. Los monjes jóvenes se forman “un alma de monje” con el contacto de estas varias reglas, sin buscar en ellas lo que debe ser en concreto la organización de su monasterio. Este papel lo cumple el “typicon” que, a lo menos idealmente, es propio de cada monasterio.
Aún Casiano, el gran Estudioso del monaquismo, no parece haber escrito una Regla. Se limitó a presentar a los monjes de occidente, en sus y en sus “Conferencias”, las costumbres y las enseñanzas espirituales de los monjes orientales. Sin embargo, Reglas más elaboradas fueron redactadas en Occidente. Una de ellas, la “Regula Magistri”, probablemente redactada por un clérigo romano, sirvió de base a la “Regula Benedicti”. El autor de esta última, el “Benedictus vir” de Monte Casino, ofrecía a sus monjes, con un raro discernimiento y una gran discreción, la enseñanza monástica tradicional. Trazaba para sus monjes la manera de vivir esta enseñanza tradicional en las circunstancias concretas de la vida de un monasterio italiano del siglo sexto.
Durante los siglos siguientes, la actitud para con las Reglas monásticas en Occidente fue un poco similar a la que reinaba en Oriente. La Regla de San Benito se difundió lentamente en el monaquismo occidental, pero, sin excluirlas otras Reglas. Aún en el seno de un mismo monasterio, varias Reglas podrían servir simultáneamente para la orientación espiritual de los monjes. No se buscaba copiar servilmente la vida monástica según la prescripción detallada de una u otra de estas Reglas [7] .
Carlomagno, que deseaba regir a la Iglesia tanto como servirla, impuso la Regla de San Benito en todos los monasterios de su reino. Parece que, en la situación en que se encontraba el monaquismo, la imposición de una Regla de vida uniforme, era el único medio de restablecer en el conjunto de los monasterios una cierta “honestidad de Vida” precisamente esa “honestas morum” de la que habla San Benito en el Capitulo 73 de su Regla. Apoyado por Luis el Pío, Benito de Aniano llevó adelante con energía esta tarea. Un “Capitulare monasticum” – que consistía, de hecho, en una “Adaptación” de la Regla de San Benito – fue establecido en Aquisgrán en 817. El emperador nombró inspectores para vigilar la puesta en práctica de estos nuevos decretos. Una abadía, la de Indem, fue erigida como monasterio modelo. Esta organización fue efímera y no sobrevivió a Benito de Aniano. En el curso del siglo IX el monaquismo comenzó a decaer. La prueba hecha mostraba que una reforma de las instituciones, aunque estuviera basada en una Regla excelente, no podía bastar. Faltaba el soplo del Espíritu.
Cerca de un siglo después del Sínodo de Aquisgrán este soplo del Espíritu iba a suscitar una gran reforma espiritual: la de Cluny. Aún dentro de los marcos jurídicos establecidos por Benito de Aniano, esta reforma, era un retorno a las exigencias monásticas fundamentales: silencio, trabajo, estabilidad, oración. Es verdad que Cluny desarrolló exageradamente el culto litúrgico, pero esto se le reprocha a menudo, también con mucha exageración. Los monasterios cluniacenses fueron y permanecieron, durante largo tiempo, centros de vida de oración intensa y de unión con Dios, en medio de un mundo entregado más que nunca a la violencia, a la corrupción y a la injusticia.
Evidentemente, la Regla de San Benito estaba en la base de la reforma cluniacense, como así también de todo el monaquismo occidental de la época. Pero era interpretada con discreción, y discernimiento por el abad de Cluny. Este era el superior de todos los monjes de la “Congregación”, La centralización de Cluny, como toda centralización, ha tenido ciertamente sus inconvenientes. También ha tenido sus ventajas. Además, de liberar las casas individuales de la empresa feudal, permitió a los grandes maestros espirituales, que fueron los primeros abades de Cluny -que tuvieron, casi todos, abadiatos extremadamente largos, de ejercer una influencia espiritual directa sobre millares de monjes y, de esta manera, mantener una intensa vida espiritual en varios centenares de monasterios más de un millar, a la muer te de Hugo, en 1109).
El movimiento de reforma que se manifestó: en el seno del monaquismo, desde la mitad del siglo XI, no es un signo de la decadencia de Cluny. Al contrario, da testimonio del éxito de la reforma cluniacense y de la vitalidad del monaquismo. Este, había conseguido un suficiente grado de madurez, como para que surja desde dentro, una nueva necesidad de ir más allá y de comenzar una reforma más profunda y radical. Una aspiración se puso de manifiesto, en todas partes por igual, una aspiración hacia una vida monástica más pobre, más simple, más solitaria que la de las grandes aba días cluniacenses, las cuales habían ya cumplido perfectamente bien su papel. De esta corriente, que quería una fidelidad completa a la Regla de San Benito – lo que significaba : auténticamente monástica – brotaron las fundaciones de Camaldoli, Valumbrosa, Grandmont, Fontevault, la Cartuja, Molesme, y del Cister… Todas ellas están animadas por un mismo soplo espiritual. No buscan una nueva interpretación de la Regla Benedictina. Quieren, sencillamente, vivir de manera auténtica y espontánea, cada una a su manera, lo que todo el mundo reconoce ser la vida querida por, San Be nito: una vida simple, pobre, solitaria.
La primera actitud de los fundadores del Císter fue marcada por esta espontaneidad y simpli cidad. Pronto, sin embargo, las necesidades de auto justificación motivadas por las polémicas con los monjes negros, les obligaron a explicar su abandono de las “costumbres” tradicionales que, desde hacía tiempo, constituían la interpretación oficial de la Regla en Occidente. Recurrieron a una observancia más estricta e inclusive a una observancia literal de la Regla. Es importante distinguir por una parte, el carisma y las aspiraciones espirituales iniciales de los fundadores del Císter; y por otra, su reflexión auto justificativa.
Mientras vivían los monjes de la generación de los fundadores y sus discípulos inmediatos, la vitalidad del carisma inicial sirvió de contra peso a lo que era demasiado rígido y estrecho en el principio de una fidelidad literal a todas las prescripciones, de la Regla. Habían sido rechazadas todas las costumbres monásticas tradicionales posteriores a ésta. San Bernardo, además de afirmar principios absolutos, como aquellos ex puestos en su “De Praecepto et Dispensatione”, sabía también mostrarse en lo práctico, abierto a los argumentos del sentido común y de la cari dad. Por desgracia el carisma de la discreción se transmite con más dificultad que los mismos principios absolutos.
El vuelo del Císter fue rápido y fecundo. Con razón podemos estar orgullosos de él. Pero, el historiador honesto no puede velar el hecho de que, esta edad de oro fue muybreve mucho más corta que lo fuera la de Cluny). Muy pronto se constata en la Orden, la introducción de muchas prácticas diametralmente opuestas a las primeras intenciones de los fundadores. Los monasterios cistercienses se vuelven tan ricos como los de Cluny. Mientras que las “Costumbres” de Cluny habían sido descartadas como adiciones no justificadas a la Regla, las costumbres cistercienses, en un principio muy simples, se fueron complican do hasta el exceso, Los hermanos conversos fueron a menudo explotados, y los monjes, confiando en ellos para la subsistencia material, cayeron a menudo en un ocio que, por cierto, no tenía nada de “otium” místico, Finalmente, algunos siglos más tarde, los abades cistercienses, olvidando la simplicidad de sus predecesores y las cualidades críticas de San Bernardo, procuraron y obtuvieron insignias pontificales,
¿Cuáles fueron las causas de este rápido debilitamiento del ideal primitivo?
Comúnmente, se adelanta como causa principal, el repentino crecimiento numérico tanto de los monjes como de los monasterios. Pero, se debe buscar una razón más profunda, y creo que reside en el juridicismo resultan te de la excesiva puesta en práctica del princi pio de fidelidad literal a la Regla. Las obligaciones fundamentales de la vida monástica, las de la pobreza, obediencia, soledad y oración, tienen exigencias prácticamente ilimitadas. Cuando los monjes se ponen a la escucha del Espíritu Santo, éste les llama a una conciencia más profunda de sus exigencias Y a una puesta en práctica siempre más verdadera. Al contrario, cuando se congelan en la observancia literal de un texto establecido una vez por todas, pierden la sensibilidad del dinamismo del Espíritu; Y obedecen ya a una ley exterior, Y Dios sabe cuán fértil es la imaginación humana para conciliar con el “texto” ’de un reglamento, las mismas cosas que más se oponen a su dinamismo espiritual,
Este juridicismo dificultaba la aparición de los carismas. Los grandes autores cistercienses, Guillermo de Saint Thierry, Guerrico de Igny, Amadeo de Lausanne, Elredode Rielvaux, Isaac de la Estrella, Adam de Perseigne, etc…, vivieron casi todos en una misma época y la mayoría utilizaron, una vez en el claustro, una formación recibida en el siglo. Si sus obras espirituales son a menudo de gran valor, tan sólo una mínima parte de ellas es de carácter propiamente monástico.
La Carta de caridad, que tenía como fin la unión de los monasterios en la caridad, había vis to en la uniformidad de las observancias un medio para mantener esta unión de caridad. Pero, a medida que la Orden se extiende por toda Europa, los Capítulos Generales son acosados por el problema de las “observancias”‘ que hay que hacer recordar sin cesar para, finalmente, modificarlas y mitigarlas.
En el siglo XV la Orden era un enorme organismo al, que le faltaba un soplo vital lo suficientemente fuerte como para que una nueva reforma lo pueda vivifica r por entero. Entonces, Dios sus citó hombres. carismáticos que reformaran sus propios monasterios. y que agruparon otras casas a los mismos. Este fue el origen de varias congregaciones. Sus éxitos fueron más o menos largos, según la medida en la que se trató de mantener vivo el carisma del fundador o simplemente de ob servar las reglas que éste había establecido.
Sin.duda, el carisma, por su propia naturaleza, no es ”institucionalizable”. Sin embargo, es necesario que haya instituciones adecuadas que permitan mantener vivo el dinamismo provocado por el carisma. El paso del carisma a la institución es siempre delicado. Por desgracia, ocurre a menudo que resulta un paso hacia el juridicismo. Obviamente, este fue el caso de la congregación pacomiana bajo Orsisio y Teodoro. Me parece que en el Císter, después de un maravilloso pero breve período de florescencia, el apego demasiado literal a las costumbres establecidas por los fundadores, condujo hacia un cierto enfriamiento de la espiritualidad.
El fenómeno es corriente. Se encuentra, con una curiosa semejanza, fuera del monacato, y aún fuera del cristianismo; por ejemplo, en el Islam. Escribía Jacques Jomier a propósito del Islam: “En Medina, durante la vida de Mahoma, el Islam fue una verdadera teocracia. Nuevos oráculos podían, en cualquier momento, anunciar al pueblo órdenes venidas de lo alto. En el pensamiento de los fieles, era Dios quien conducía a los suyos con el cayado de su jefe. Después de la muerte de Mahoma, es difícil de hablar, pura y simplemente, de una teocracia. Entonces, el Corán fue establecido como, ley suprema. Pero, sus numerosos silencios tuvieron, que ser poco a poco completados. Así, todo un conjunto legislativo fue tomando cuerpo. En las épocas en que el imperio árabe se desmiembra, el Islam se había vuelto, en la expresión de Louis Gardet, una “Nomocracia”[8] .
Asimismo, esta otra observación hecha por Jacques Jomier, a propósito del Islam, podría aplicarse a propósito de mas de una etapa de la historia del monaquismo: “Religión de la luz, el Islam permite a la mayoría de sus fieles tener una buena conciencia cuando han cumplido lo que les estaba prescripto. Esta religión, con excepción de algunos místicos sedientos de absoluto, es un factor de satisfacción y de calma [9] .
V — Conclusión: La Regla y nosotros
La obligación fundamental del monaquismo contemporáneo, como la de cada monje en particular, es ponerse a la escucha del Espíritu vivificante, en una actitud de abertura y de docilidad. El Espíritu habla de mil maneras. La Regla sigue siendo uno de sus mensajeros privilegiados. Más, para descubrir en ella el mensaje del Espíritu, es necesario saber interpretarla. Es con este propósito que hemos distinguido en ella tres aspectos,
Como documento de la gran Tradición eclesiástica, la Regla nos transmite el mensaje evangélico tocante a la vida cristiana perfecta. Bajo es te punto de vista tiene valor para cualquier cristiano coma para el mismo monje. Es uno de los numerosos documentos en, y por medio de los que la Iglesia “objetivó” a lo largo de los tiempos, su comprensión del Evangelio. Claro está que su fin no es reemplazar al Evangelio – lo cual podría ser sugerido por un torpe uso de la expresión “Regla: condensado del Evangelio”. Su meta es ayudar a entender las exigencias evangélicas.
Como documento de la Tradición monástica, la Regla enseña a los monjes de todos los tiempos y de todos los “colores“ la actitud espiritual fundamental que “hace” al monje, La primera obligación del monje para con la Regla es, pues, meditarla sin cesar; imbuirse de ella dejarla crear en sí esa actitud espiritual que hará de él un verdadero .monje. Y es en su experiencia vital; mucho mejor que en sus formulaciones abstractas, que. llegará a expresarse por sí mismo lo que es ese estado de ánimo, esa actitud para con Dios, los hombres y las cosas; que caracteriza al monje. Tal vez esta actitud se podría brevemente describir así: El monje, es aquel que abandonó, dentro, de los límites humanamente posible, todo aquello sobre lo que el hombre tiene la costumbre de apoyarse para organizar aquí abajo su vida. Se pone así en una situación imposible, es decir una situación en la que está forzado a esperar todo de Dios y en la que no puede contar más que con El. Este es el sentido de su soledad, de su pobreza, desu celibato. .
Esta actitud espiritual no se presenta en la Regla en el estado abstracto, sino que encarnada en costumbres y prácticas, en una forma de vida concreta e íntimamente ligada a un contexto histórico determinado. Es así como la Regla toma la forma de un código jurídico.
Como documento de la Tradición eclesiástica, la Regla de San Benito tiene un valor indiscutible para todos los cristianos, y su interpretación está sometida a lis `mismas reglas que ‘rigen para cualquier otro documento eclesiástico.’ Como testigo de la tradición monástica, tiene valor para cualquier monje, pero en especial, para los que se consideran en la gran tradición cenobítica qué .ella trajo consigo hasta nosotros, Y, finalmente, como código jurídico., que describe detalladamente la realización concreta de esta actitud fundamental en su ‘marco de vida cotidiana, tuvo valor normativo inmediato, ‘solamente para los contemporáneos de San Benito, para quienes estaba dirigida, pero, aun en este aspecto secundario, debe seguir inspirando a los monjes de los siglos posteriores.
La tarea de las Ordenes monásticas, y también, de cada una de los monjes, es, pues, la siguiente: Esforzarse en tomar siempre una nueva y más profunda conciencia de las exigencias evangélicas; renovar sin cesar esta orientación espiritual y este dinamismo que caracterizan la vida monástica, con el fin de buscar sin descanso, bajo la dirección del Espíritu, la realización concreta más auténtica y la actitud espiritual más verdadera, expresadas una y otra en formas de vi da adaptadas al contexto vital contemporáneo. Tomemos un ejemplo, el de la pobreza evangélica. La Regla, redactada en un contexto sociológico completamente distinto del nuestro, no puede enseñarnos cómo practicar hoy la pobreza. Sin embargo, puede y debe crear en nosotros almas de pobres. Y si realmente tenemos esta alma de pobre, por cierto que practicaremos una pobreza auténtica. Si, por el contrario, solamente nos preocupamos con respetar los preceptos de la Regla relativos a la posesión de bienes, fácilmente llega remos a justificar, en el nombre de la fidelidad a la Regla, toda clase de situaciones que, en el contexto actual, el “consensus Ecclesiae” reprocha como contrarias a la pobreza evangélica.
Tomemos otro ejemplo, el de la oración. Las obligaciones evangélicas que conciernen al a oración son, evidentemente, las mismas para todos los cristianos. La Regla se contenta con recordarlas. Además, es normal que el monje, que sólo vive para Dios y en Su presencia, consagre un tiempo más considerable a la oración y, en particular, si se trata de un cenobita; a su expresión común. La Regla le enseña cómo unir orgánicamente en una profunda unidad la oración personal y su expresión comunitaria. Igualmente, le enseña cómo integrar armoniosamente, en elmarco general de la vida comunitaria, estos momentos de oración común Esta es una actitud. cenobítica esencial, enseñada por la Regla, y que nunca terminaremos de profundizar.
Además de todo esto, San Benito describió bajo la forma de un código jurídico detallado, la estructura de estos momentos de oración común, Lo hizo, inspirándose en las costumbres litúrgicas romanas de su tiempo y, claro está, teniendo en cuenta las necesidades espirituales de sus monjes su nivel cultural, y el ritmo de vida en la Italia rural del siglo VI. La fidelidad a San Benito no puede consistir nunca en copiar servilmente estructuras que están tan ligadas a un contexto histórico pasado. Esta fidelidad, consiste en inspirarse de ellas para expresar cultualmente nuestra común experiencia del misterio de Cristo, teniendo en cuenta la conciencia teológica y la tradición litúrgica de nuestra Iglesia del siglo XX, y también, nuestras propias necesidades espirituales, nuestro contexto sociológico y psicológico, y el ritmo de vida propio a un auténtico monaquismo contemporáneo.
Un esfuerzo de reinterpretación de la Regla y de renovación monástica, según las exigencias que acabo de describir, no puede ser nunca la obra de teóricos; Debe brotar de la experiencia espiritual de las Ordenes monásticas y de cada una de las Comunidades. Y, a fin de continuar semejante obra, lo que más nos hace falta, son gran des espirituales, hombres y mujeres carismáticos que sepan “insuflar” un dinamismo renovador des de dentro del monaquismo„ Las reformas de estruc turas son, a menudo; necesarias, tanto para hacer posible la aparición de carismas, como para hacer perpetuos sus frutos. Sin embargo,. la historia del monaquismo nos enseña que una reforma jurídica no produce fruto, a menos que esté animada por el Espíritu.
Las actitudes tomadas por las personas y los grupos, en esta materia, dependen de opciones más fundamentales, las cuales, a menudo, quedan in explicitadas. Estas opciones conciernen las relaciones de la Regla con la Escritura, con el conjunto de la tradición monástica y con el hombre moderno. Se trata pues, de un problema de hermenéutica.
Quiero tratar de este problema de hermenéutica o de interpretación de la Regla. No pretendo resolverlo. Sólo quiero entablarlo en los términos más exactos posibles e indicar los que podrían llegar a ser caminos de solución. Desde ya, que no olvido que las soluciones a semejantes problemas vitales deben realizarse en la vida concreta antes de poder ser conceptualizadas de una manera satisfactoria.
I – Nociones preliminares: Las tareas de la hermenéutica.
El método empírico gradualmente se impuso a todas las ciencias, inclusive la teología. Esta, como lo explicaba el P, Bernardo Lonergan sj. al Congreso de teología de Toronto en agosto de 1967, se volvió empírica, en el sentido de que la Escritura y la Tradición ya no le ofrecen premisas de las que ella pueda deducir conclusiones. Lo que sí le ofrecen, son datos para interpretar [1] . La consecuencia de esto es que los problemas más cruciales y más fundamentales que se ofrecen al hombre de hoy, en todos los campos, son problemas de interpretación, es decir, de hermenéutica. Por eso, en el campo de las ciencias eclesiásticas, los métodos de hermenéutica, primero preparado para la exégesis bíblica, son reconsiderados cada vez más en función del estudio de la Tradición.
Se pueden distinguir dos maneras de interpretar los documentos de la Tradición [2]. La primera es histórica y la segunda dinámica. La interpretación histórica consiste en descubrir el sentido preciso de un texto en sí mismo: lo que el autor realmente quiso decir. Los instrumentos de esta interpretación son la crítica textual, histórica y literaria. Esta interpretación, aunque quedando en el plano de la interpretación histórica, puede tomar un carácter sistemático si, más allá de la aplicación de estos métodos de crítica, se recurre a principios superiores de interpretación, los cuales hacen posible el descubrimiento de los presupuestos doctrinales, filosóficos y teológicos del contenido del texto.
Pero, también se puede trascender este Plan de interpretación histórica y alcanzar el plan de una interpretación dinámico-evolutiva. Esta interpretación consiste en servirse del texto interpretado como punto de apoyo para llegar a un conocimiento más profundo de la misma realidad de que trata el texto. Este método es de una extrema importancia en la interpretación de los textos del Magisterio de la Iglesia, en particular las declaraciones de los Concilios.
De hecho, los textos del Magisterio se refieren a realidades que no pueden ser encerradas en fórmulas y que desbordan de una manera infinita toda expresión conceptual. Aun las definiciones dogmáticas, a pesar de ser infalibles e irreformables, nunca expresan perfecta y totalmente el misterio al cual se refieren. Por otra parte, el Magisterio viviente es la norma inmediata de la Fe. Las Escrituras son la norma última y fundamental. Por eso, si bien el Magisterio tiene la función de interpretar las Escrituras, cada uno de los textos de la Tradición o de los Padres pueden ser correctamente interpretados, tan solo a la luz de las Escrituras y del conjunto de la Tradición de la Iglesia, la cual le constituye el contexto integral.
Todo lo que recién hemos explicado, concerniente a la interpretación de los textos, vale también para la interpretación de los hechos de la historia de la Iglesia, en los cuales se expresa también la Tradición.
Si ahora aplicamos estos datos metodológicos a la interpretación de la Regla, debemos decir lo siguiente. Para entender la Regla, primero debemos dar una interpretación crítico-histórica; es decir: llegar a determinar, por medio de la utilización de los métodos de crítica textual, literaria e histórica, el sentido exacto de cada una de sus partes, de cada una de sus frases, -en otras palabras, establecer lo que el autor de la Regla quiso realmente decir. No se trata todavía, a este nivel de la búsqueda, de un comentario de la Regla, sino más bien de una explicación científica, sobre la cual el comentario tendrá que apoyarse. En la línea de esta interpretación crítico-histórica de la Regla, ya existen buenos trabajos, sólo resta seguir adelante. Más, los resultados de esta interpretación histórica no son de utilidad inmediata para la orientación de la renovación monástica. Deben ser completados con una interpretación dinámica.
¿En qué va a consistir esta interpretación dinámica de la Regla? Espero que se verá más claro a lo largo de este estudio: pero desde ahora, en pocas palabras, puede ser expresada así: consistirá en revalorizar la Regla y cada uno de sus elementos a la luz de la Escritura y del conjunto de la Tradición.
Por eso, antes de tratar específicamente de nuestra propia actitud para con la Regla, es importante precisar sus relaciones con la Escritura y la Tradición; tanto la Tradición de la Iglesia como la Tradición monástica. Lo dicho nos permite delinear así las secciones que siguen:
- La Regla y el Evangelio
- La Regla y la Tradición
- La Regla en la historia monástica
- La Regla y nosotros
II – La Regla y el Evangelio
El Evangelio, norma fundamental e insustituible de la vida cristiana, permanece como la primera Regla del monje. Es necesario pues precisar las relaciones entre la Regla y el Evangelio, lo cual se debe hacer partiendo de una concepción teológica exacta de la Santa Escritura.
Gracias a los desarrollos de la teología de la historia, ya estamos acostumbrados a concebir la Revelación de una manera más dinámica que estática. Ella es la entrada personal de Dios en la historia de la humanidad, y la vida cristiana es la respuesta del hombre a esta intervención personal y gratuita de Dios. Esta intervención es, pues, la norma suprema de toda forma de vida cristiana. Y la Sagrada Escritura es, precisamente, la objetivación escrita – bajo la inspiración del Espíritu Santo, pero en un lenguaje humano- del hecho divino de la Revelación. Por ser co extensiva al hecho mismo, esta primera objetivación escrita tiene valor de norma absoluta para toda la vida del Pueblo de Dios en las edades posteriores al hecho cristiano.
Basta leer y meditar la Regla de San Benito para poder apreciar su carácter absolutamente evangélico. Ella nos traza un retrato admirable de una vida evangélica vivida en plenitud. Es decir, considerada como una ”condensación del Evangelio”, como a veces se dice. En realidad, semejante expresión es muy equívoca. Aquellos que la emplean dan fácilmente la impresión de creer que el autor de la Regla ha recogido en ella todo lo que en el Evangelio es de utilidad para los monjes, de tal manera que éstos puedan dispensarse de recurrir directamente a la Escritura. Esto sería un gran error. El papel de la Regla no es el de reemplazar al Evangelio, sino más bien, conducir a él y ayudar a entender sus exigencias.
La Regla es una interpretación del dato evangélico sobre la vida perfecta. Como tal, ayuda a entender este dato. Mas, por otra parte, ella misma debe ser reinterpretada sin cesar a la luz de la Escritura y del conjunto de la Tradición de la Iglesia. Por lo tanto, es también necesario situarla con relación a la Tradición.
III – La Regla y la Tradición
La Tradición es un fenómeno humano de importancia capital. Los filósofos que la estudiaron, han tenido el cuidado de distinguirla de la historia, y de mostrar sus relaciones con ésta. Mientras que la historia es el devenir que conserva el pasado, la tradición es precisamente lo que queda en el seno mismo de las mutaciones de ese devenir [3] . Del punto de vista ontológico, la tradición es lo que hace posible la permanencia del ser [4] . Del punto de vista hermenéutica, es el elemento que hace posible el conocimiento del pasado [5] . De hecho, sólo puedo interpretar y entender (verstehen) un texto o un hecho del pasado, si tengo un cierto conocimiento previo (Vorversändnis) de la realidad ontológica del cual este hecho es la encarnación o del cual este texto es la objetivación. Esta “preintelección” se hace posible por medio de una cierta comunicación vital con esta realidad, y esta comunicación vital está asegurada por la tradición.
Sin embargo, desde el punto de vista propiamente teológico, la tradición es la permanencia objetiva de la Revelación, del dato revelado, en el devenir histórico de la Iglesia. Por una parte, la tradición; por otra, historicidad y por consiguiente mutación. Son dos realidades correlativas. Todo el trabajo de la interpretación consiste en discernir el dato revelado bajo el revestimiento de las diversas formas históricas y contingentes de objetivación.
Al igual que todo elemento de la tradición de la Iglesia, la Regla de San Benito es la objetivación de una realidad trascendente y permanente ( el dato evangélico sobre la vida perfecta) en formas históricas contingentes y movedizas. La interpretación de la Regla consistirá, por de pronto, en discernir en ella lo que es tradición y lo que es historicidad. Lo lograremos usando el método de la interpretación dinámica, de la cual hemos hablado más arriba.
Antes de seguir adelante, es necesario hacer una aclaración. Hasta ahora hemos considerado la Regla como un documento espiritual que nos transmite el mensaje evangélico sobre la vida perfecta. Bajo este aspecto, ella es uno de los elementos de la gran tradición de la Iglesia, y tiene la misma importancia, tanto para todo cristiano y todo teólogo, como para los monjes y monjas. Pero, la Regla interpreta este dato evangélico en una dirección determinada. Ella es el testimonio de una actitud espiritual determinada que. caracteriza a aquellos a quienes la historia llama monjes y monjas. Transmite, pues, la tradición monástica.
De hecho, el monaquismo es una realidad histórica. También en él, tenemos que distinguir la tradición de la historicidad. El monaquismo cristiano está constituido, antes que nada, por una actitud espiritual frente a Dios, frente a los hombres y frente a las realidades terrestres. Esta actitud espiritual, permanente bajo el flujo de la evolución histórica de las costumbres monásticas, constituye la tradición monástica propiamente dicha.
Para distinguir bien, en la Regla de San Benito, la tradición monástica, de su modo histórico y contingente de objetivación (lo que constituye la tarea de la interpretación dinámica), será necesario, en primer lugar, determinar con exactitud el preciso punto de inserción del hecho histórico de la Regla en el flujo movedizo de la historia del monaquismo. Después será conveniente considerar, cómo, en los siglos que siguieron a San Benito, los monjes han interpretado su Regla.
IV – La Regla en la historia monástica
a) La Regla considerada como un hecho histórico.
La Regla de San Benito que, desde hace varios siglos, rige casi todo el monaquismo occidental, es, sin duda, un documento de mucho valor y una gran expresión de la “Tradición monástica”. Tendremos que deducir de esto, que esta Regla sería, como fácilmente se dice, una síntesis de toda la “Tradición monástica?” Semejante expresión es, por cierto exagerada, y por lo mismo falsa. Primero, porque la historia del monaquismo no se detuvo con San Benito, después porque San Benito no redactó su Regla a la manera de un teorizante que habría estudiado atentamente toda la tradición anterior, con el fin de entresacar de ella lo mejor. Benito se sitúa en un punto dado de la evolución histórica del monaquismo.
El oriente antiguo había conocido dos grandes tradiciones monásticas: una cenobítica, la otra anacorética. En el seno de estas tradiciones se pueden discernir varias corrientes [6] . La tradición cenobítica nació en todas las regiones a un mismo tiempo, sobre todo en las Iglesias judeo-cristianas, en dependencia directa con las agrupaciones de ascetas que vivían, desde los principios del cristianismo, en el seno de las Iglesias locales. Se la encuentra, con variados matices, entre los Hijos del Pacto en Persia y en Siria: en Pacomio -en Tebaida- y en Basilio en Capadocia. Poco a poco, al lado de esta tradición cenobítica se va desarrollando el anacoretismo en cuya difusión parece haber tenido Egipto una parte preponderante. Es la tradición semi-anacorética del Bajo-Egipto que, adaptada en Occidente, sobre todo por Casiano, llegó hasta San Benito, por medio del Maestro. Benito se sitúa, pues en una corriente bien determinada de la gran Tradición Monástica, e ignoró, en gran medida, las corrientes complementarias. Conocerlas todas hubiera sido imposible en su época. El hecho de que él dé una relativa importancia a tal determinado elemento de la vida monástica, puede depender de una opción personal largamente madurada, pero también puede depender de factores históricos occidentales.
Benito no recibió la Tradición monástica “en un estado puro”, sino que envuelta en una forma contingente de objetivaciones. Cada elemento de su Regla puede ser apreciado en su justo valor, sólo con la condición de que sea examinado y analizado bajo la luz de todo el conjunto de la Tradición monástica. Una sana y honesta interpretación debe poder reconocer, a un mismo tiempo, las riquezas y los elementos menos felices, tanto en la Regla de San Benito, como en la corriente en la cual se entronca.
b) La interpretación de la Regla en el curso de la historia
Ya hemos visto que la Regla es, antes que nada, un vehículo de la Tradición eclesiástica, testigo de la doctrina evangélica de la vida perfecta. Además, es un órgano mediador de la Tradición monástica, que nos transmite esa “actitud espiritual” -de abertura al Espíritu, de abandono total a Dios, de pobreza- que es la esencia de la vida monástica. Ahora bien, esta actitud no existe en estado puro y desencarnado. La Regla la encarna en costumbres y en un marco de vida cotidiana escrupulosamente descrito hasta en sus mínimos detalles. Bajo este aspecto, también es un código jurídico que organiza la vida concreta de una comunidad monástica, en un contexto histórico bien definido, con el fin de que esta actitud espiritual se realice.
Desde San Benito, en el curso de la historia del monaquismo, se pueden discernir dos tendencias en las actitudes adoptadas con respecto a la Regla. Una, ve ante todo un documento espiritual, testigo de valores fundamentales del monaquismo y que debe inspirar la vida de los monjes de las siguientes generaciones. La otra tendencia ve sobre todo un código jurídico que describe, hasta en los detalles, lo que debe ser la vida monástica o benedictina.
Esta misma dialéctica, ya caracterizaba un tanto al monaquismo oriental. No parece que, las primeras agrupaciones de ascetas en el seno de las comunidades eclesiales, hayan conocido otros reglamentos, que las reglas canónicas referentes a todos los cristianos por igual. Sin embargo, a medida que las comunidades se organizaban y estructuraban, la organización concreta de la vida común fue objeto de numerosos preceptos. En Capadocia, a medida que se organizaban fraternidades de Basilio, surgen problemas, y Basilio se esfuerza en resolverlos inspirándose directamente del Evangelio. Sus contestaciones se hallan reunidas en colecciones. De esta manera nacen sus “Reglas”, que no tienen nada de un código jurídico sistemáticamente elaborado.
Para contestar a las diversas exigencias, tanto materiales como espirituales, de sus monasterios y asegurar la buena marcha de la vida común, San Pacomio ha tenido que trazar un buen número de preceptos para sus monjes, los cuales se juntaron en colecciones, aún durante su vida. Sin embargo, Pacomio se cuidaba de centrar todos los esfuerzos ascéticos de sus monjes, sobre la observancia de los “preceptos del Evangelio”, y de orientar su atención hacia la realidad espiritual fundamental de la comunión fraternal. Después de su muerte, sus dos sucesores Orsisio y Teodoro, insistieron mucho sobre la fidelidad a los preceptos de Pacomio, como medio para mantener la unidad de la Congregación. El juridicismo reemplazó al carisma, fue la causa de una rápida de cadencia.
En Oriente, de una manera general, todas las antiguas Reglas están consideradas como el tesoro común del monaquismo, sin distinción de Ordenes. Son documentos espirituales que se pueden encontrar en todos los monasterios. Los monjes jóvenes se forman “un alma de monje” con el contacto de estas varias reglas, sin buscar en ellas lo que debe ser en concreto la organización de su monasterio. Este papel lo cumple el “typicon” que, a lo menos idealmente, es propio de cada monasterio.
Aún Casiano, el gran Estudioso del monaquismo, no parece haber escrito una Regla. Se limitó a presentar a los monjes de occidente, en sus y en sus “Conferencias”, las costumbres y las enseñanzas espirituales de los monjes orientales. Sin embargo, Reglas más elaboradas fueron redactadas en Occidente. Una de ellas, la “Regula Magistri”, probablemente redactada por un clérigo romano, sirvió de base a la “Regula Benedicti”. El autor de esta última, el “Benedictus vir” de Monte Casino, ofrecía a sus monjes, con un raro discernimiento y una gran discreción, la enseñanza monástica tradicional. Trazaba para sus monjes la manera de vivir esta enseñanza tradicional en las circunstancias concretas de la vida de un monasterio italiano del siglo sexto.
Durante los siglos siguientes, la actitud para con las Reglas monásticas en Occidente fue un poco similar a la que reinaba en Oriente. La Regla de San Benito se difundió lentamente en el monaquismo occidental, pero, sin excluirlas otras Reglas. Aún en el seno de un mismo monasterio, varias Reglas podrían servir simultáneamente para la orientación espiritual de los monjes. No se buscaba copiar servilmente la vida monástica según la prescripción detallada de una u otra de estas Reglas [7] .
Carlomagno, que deseaba regir a la Iglesia tanto como servirla, impuso la Regla de San Benito en todos los monasterios de su reino. Parece que, en la situación en que se encontraba el monaquismo, la imposición de una Regla de vida uniforme, era el único medio de restablecer en el conjunto de los monasterios una cierta “honestidad de Vida” precisamente esa “honestas morum” de la que habla San Benito en el Capitulo 73 de su Regla. Apoyado por Luis el Pío, Benito de Aniano llevó adelante con energía esta tarea. Un “Capitulare monasticum” – que consistía, de hecho, en una “Adaptación” de la Regla de San Benito – fue establecido en Aquisgrán en 817. El emperador nombró inspectores para vigilar la puesta en práctica de estos nuevos decretos. Una abadía, la de Indem, fue erigida como monasterio modelo. Esta organización fue efímera y no sobrevivió a Benito de Aniano. En el curso del siglo IX el monaquismo comenzó a decaer. La prueba hecha mostraba que una reforma de las instituciones, aunque estuviera basada en una Regla excelente, no podía bastar. Faltaba el soplo del Espíritu.
Cerca de un siglo después del Sínodo de Aquisgrán este soplo del Espíritu iba a suscitar una gran reforma espiritual: la de Cluny. Aún dentro de los marcos jurídicos establecidos por Benito de Aniano, esta reforma, era un retorno a las exigencias monásticas fundamentales: silencio, trabajo, estabilidad, oración. Es verdad que Cluny desarrolló exageradamente el culto litúrgico, pero esto se le reprocha a menudo, también con mucha exageración. Los monasterios cluniacenses fueron y permanecieron, durante largo tiempo, centros de vida de oración intensa y de unión con Dios, en medio de un mundo entregado más que nunca a la violencia, a la corrupción y a la injusticia.
Evidentemente, la Regla de San Benito estaba en la base de la reforma cluniacense, como así también de todo el monaquismo occidental de la época. Pero era interpretada con discreción, y discernimiento por el abad de Cluny. Este era el superior de todos los monjes de la “Congregación”, La centralización de Cluny, como toda centralización, ha tenido ciertamente sus inconvenientes. También ha tenido sus ventajas. Además, de liberar las casas individuales de la empresa feudal, permitió a los grandes maestros espirituales, que fueron los primeros abades de Cluny -que tuvieron, casi todos, abadiatos extremadamente largos, de ejercer una influencia espiritual directa sobre millares de monjes y, de esta manera, mantener una intensa vida espiritual en varios centenares de monasterios más de un millar, a la muer te de Hugo, en 1109).
El movimiento de reforma que se manifestó: en el seno del monaquismo, desde la mitad del siglo XI, no es un signo de la decadencia de Cluny. Al contrario, da testimonio del éxito de la reforma cluniacense y de la vitalidad del monaquismo. Este, había conseguido un suficiente grado de madurez, como para que surja desde dentro, una nueva necesidad de ir más allá y de comenzar una reforma más profunda y radical. Una aspiración se puso de manifiesto, en todas partes por igual, una aspiración hacia una vida monástica más pobre, más simple, más solitaria que la de las grandes aba días cluniacenses, las cuales habían ya cumplido perfectamente bien su papel. De esta corriente, que quería una fidelidad completa a la Regla de San Benito – lo que significaba : auténticamente monástica – brotaron las fundaciones de Camaldoli, Valumbrosa, Grandmont, Fontevault, la Cartuja, Molesme, y del Cister… Todas ellas están animadas por un mismo soplo espiritual. No buscan una nueva interpretación de la Regla Benedictina. Quieren, sencillamente, vivir de manera auténtica y espontánea, cada una a su manera, lo que todo el mundo reconoce ser la vida querida por, San Be nito: una vida simple, pobre, solitaria.
La primera actitud de los fundadores del Císter fue marcada por esta espontaneidad y simpli cidad. Pronto, sin embargo, las necesidades de auto justificación motivadas por las polémicas con los monjes negros, les obligaron a explicar su abandono de las “costumbres” tradicionales que, desde hacía tiempo, constituían la interpretación oficial de la Regla en Occidente. Recurrieron a una observancia más estricta e inclusive a una observancia literal de la Regla. Es importante distinguir por una parte, el carisma y las aspiraciones espirituales iniciales de los fundadores del Císter; y por otra, su reflexión auto justificativa.
Mientras vivían los monjes de la generación de los fundadores y sus discípulos inmediatos, la vitalidad del carisma inicial sirvió de contra peso a lo que era demasiado rígido y estrecho en el principio de una fidelidad literal a todas las prescripciones, de la Regla. Habían sido rechazadas todas las costumbres monásticas tradicionales posteriores a ésta. San Bernardo, además de afirmar principios absolutos, como aquellos ex puestos en su “De Praecepto et Dispensatione”, sabía también mostrarse en lo práctico, abierto a los argumentos del sentido común y de la cari dad. Por desgracia el carisma de la discreción se transmite con más dificultad que los mismos principios absolutos.
El vuelo del Císter fue rápido y fecundo. Con razón podemos estar orgullosos de él. Pero, el historiador honesto no puede velar el hecho de que, esta edad de oro fue muybreve mucho más corta que lo fuera la de Cluny). Muy pronto se constata en la Orden, la introducción de muchas prácticas diametralmente opuestas a las primeras intenciones de los fundadores. Los monasterios cistercienses se vuelven tan ricos como los de Cluny. Mientras que las “Costumbres” de Cluny habían sido descartadas como adiciones no justificadas a la Regla, las costumbres cistercienses, en un principio muy simples, se fueron complican do hasta el exceso, Los hermanos conversos fueron a menudo explotados, y los monjes, confiando en ellos para la subsistencia material, cayeron a menudo en un ocio que, por cierto, no tenía nada de “otium” místico, Finalmente, algunos siglos más tarde, los abades cistercienses, olvidando la simplicidad de sus predecesores y las cualidades críticas de San Bernardo, procuraron y obtuvieron insignias pontificales,
¿Cuáles fueron las causas de este rápido debilitamiento del ideal primitivo?
Comúnmente, se adelanta como causa principal, el repentino crecimiento numérico tanto de los monjes como de los monasterios. Pero, se debe buscar una razón más profunda, y creo que reside en el juridicismo resultan te de la excesiva puesta en práctica del princi pio de fidelidad literal a la Regla. Las obligaciones fundamentales de la vida monástica, las de la pobreza, obediencia, soledad y oración, tienen exigencias prácticamente ilimitadas. Cuando los monjes se ponen a la escucha del Espíritu Santo, éste les llama a una conciencia más profunda de sus exigencias Y a una puesta en práctica siempre más verdadera. Al contrario, cuando se congelan en la observancia literal de un texto establecido una vez por todas, pierden la sensibilidad del dinamismo del Espíritu; Y obedecen ya a una ley exterior, Y Dios sabe cuán fértil es la imaginación humana para conciliar con el “texto” ’de un reglamento, las mismas cosas que más se oponen a su dinamismo espiritual,
Este juridicismo dificultaba la aparición de los carismas. Los grandes autores cistercienses, Guillermo de Saint Thierry, Guerrico de Igny, Amadeo de Lausanne, Elredode Rielvaux, Isaac de la Estrella, Adam de Perseigne, etc…, vivieron casi todos en una misma época y la mayoría utilizaron, una vez en el claustro, una formación recibida en el siglo. Si sus obras espirituales son a menudo de gran valor, tan sólo una mínima parte de ellas es de carácter propiamente monástico.
La Carta de caridad, que tenía como fin la unión de los monasterios en la caridad, había vis to en la uniformidad de las observancias un medio para mantener esta unión de caridad. Pero, a medida que la Orden se extiende por toda Europa, los Capítulos Generales son acosados por el problema de las “observancias”‘ que hay que hacer recordar sin cesar para, finalmente, modificarlas y mitigarlas.
En el siglo XV la Orden era un enorme organismo al, que le faltaba un soplo vital lo suficientemente fuerte como para que una nueva reforma lo pueda vivifica r por entero. Entonces, Dios sus citó hombres. carismáticos que reformaran sus propios monasterios. y que agruparon otras casas a los mismos. Este fue el origen de varias congregaciones. Sus éxitos fueron más o menos largos, según la medida en la que se trató de mantener vivo el carisma del fundador o simplemente de ob servar las reglas que éste había establecido.
Sin.duda, el carisma, por su propia naturaleza, no es ”institucionalizable”. Sin embargo, es necesario que haya instituciones adecuadas que permitan mantener vivo el dinamismo provocado por el carisma. El paso del carisma a la institución es siempre delicado. Por desgracia, ocurre a menudo que resulta un paso hacia el juridicismo. Obviamente, este fue el caso de la congregación pacomiana bajo Orsisio y Teodoro. Me parece que en el Císter, después de un maravilloso pero breve período de florescencia, el apego demasiado literal a las costumbres establecidas por los fundadores, condujo hacia un cierto enfriamiento de la espiritualidad.
El fenómeno es corriente. Se encuentra, con una curiosa semejanza, fuera del monacato, y aún fuera del cristianismo; por ejemplo, en el Islam. Escribía Jacques Jomier a propósito del Islam: “En Medina, durante la vida de Mahoma, el Islam fue una verdadera teocracia. Nuevos oráculos podían, en cualquier momento, anunciar al pueblo órdenes venidas de lo alto. En el pensamiento de los fieles, era Dios quien conducía a los suyos con el cayado de su jefe. Después de la muerte de Mahoma, es difícil de hablar, pura y simplemente, de una teocracia. Entonces, el Corán fue establecido como, ley suprema. Pero, sus numerosos silencios tuvieron, que ser poco a poco completados. Así, todo un conjunto legislativo fue tomando cuerpo. En las épocas en que el imperio árabe se desmiembra, el Islam se había vuelto, en la expresión de Louis Gardet, una “Nomocracia”[8] .
Asimismo, esta otra observación hecha por Jacques Jomier, a propósito del Islam, podría aplicarse a propósito de mas de una etapa de la historia del monaquismo: “Religión de la luz, el Islam permite a la mayoría de sus fieles tener una buena conciencia cuando han cumplido lo que les estaba prescripto. Esta religión, con excepción de algunos místicos sedientos de absoluto, es un factor de satisfacción y de calma [9] .
V — Conclusión: La Regla y nosotros
La obligación fundamental del monaquismo contemporáneo, como la de cada monje en particular, es ponerse a la escucha del Espíritu vivificante, en una actitud de abertura y de docilidad. El Espíritu habla de mil maneras. La Regla sigue siendo uno de sus mensajeros privilegiados. Más, para descubrir en ella el mensaje del Espíritu, es necesario saber interpretarla. Es con este propósito que hemos distinguido en ella tres aspectos,
Como documento de la gran Tradición eclesiástica, la Regla nos transmite el mensaje evangélico tocante a la vida cristiana perfecta. Bajo es te punto de vista tiene valor para cualquier cristiano coma para el mismo monje. Es uno de los numerosos documentos en, y por medio de los que la Iglesia “objetivó” a lo largo de los tiempos, su comprensión del Evangelio. Claro está que su fin no es reemplazar al Evangelio – lo cual podría ser sugerido por un torpe uso de la expresión “Regla: condensado del Evangelio”. Su meta es ayudar a entender las exigencias evangélicas.
Como documento de la Tradición monástica, la Regla enseña a los monjes de todos los tiempos y de todos los “colores“ la actitud espiritual fundamental que “hace” al monje, La primera obligación del monje para con la Regla es, pues, meditarla sin cesar; imbuirse de ella dejarla crear en sí esa actitud espiritual que hará de él un verdadero .monje. Y es en su experiencia vital; mucho mejor que en sus formulaciones abstractas, que. llegará a expresarse por sí mismo lo que es ese estado de ánimo, esa actitud para con Dios, los hombres y las cosas; que caracteriza al monje. Tal vez esta actitud se podría brevemente describir así: El monje, es aquel que abandonó, dentro, de los límites humanamente posible, todo aquello sobre lo que el hombre tiene la costumbre de apoyarse para organizar aquí abajo su vida. Se pone así en una situación imposible, es decir una situación en la que está forzado a esperar todo de Dios y en la que no puede contar más que con El. Este es el sentido de su soledad, de su pobreza, desu celibato. .
Esta actitud espiritual no se presenta en la Regla en el estado abstracto, sino que encarnada en costumbres y prácticas, en una forma de vida concreta e íntimamente ligada a un contexto histórico determinado. Es así como la Regla toma la forma de un código jurídico.
Como documento de la Tradición eclesiástica, la Regla de San Benito tiene un valor indiscutible para todos los cristianos, y su interpretación está sometida a lis `mismas reglas que ‘rigen para cualquier otro documento eclesiástico.’ Como testigo de la tradición monástica, tiene valor para cualquier monje, pero en especial, para los que se consideran en la gran tradición cenobítica qué .ella trajo consigo hasta nosotros, Y, finalmente, como código jurídico., que describe detalladamente la realización concreta de esta actitud fundamental en su ‘marco de vida cotidiana, tuvo valor normativo inmediato, ‘solamente para los contemporáneos de San Benito, para quienes estaba dirigida, pero, aun en este aspecto secundario, debe seguir inspirando a los monjes de los siglos posteriores.
La tarea de las Ordenes monásticas, y también, de cada una de los monjes, es, pues, la siguiente: Esforzarse en tomar siempre una nueva y más profunda conciencia de las exigencias evangélicas; renovar sin cesar esta orientación espiritual y este dinamismo que caracterizan la vida monástica, con el fin de buscar sin descanso, bajo la dirección del Espíritu, la realización concreta más auténtica y la actitud espiritual más verdadera, expresadas una y otra en formas de vi da adaptadas al contexto vital contemporáneo. Tomemos un ejemplo, el de la pobreza evangélica. La Regla, redactada en un contexto sociológico completamente distinto del nuestro, no puede enseñarnos cómo practicar hoy la pobreza. Sin embargo, puede y debe crear en nosotros almas de pobres. Y si realmente tenemos esta alma de pobre, por cierto que practicaremos una pobreza auténtica. Si, por el contrario, solamente nos preocupamos con respetar los preceptos de la Regla relativos a la posesión de bienes, fácilmente llega remos a justificar, en el nombre de la fidelidad a la Regla, toda clase de situaciones que, en el contexto actual, el “consensus Ecclesiae” reprocha como contrarias a la pobreza evangélica.
Tomemos otro ejemplo, el de la oración. Las obligaciones evangélicas que conciernen al a oración son, evidentemente, las mismas para todos los cristianos. La Regla se contenta con recordarlas. Además, es normal que el monje, que sólo vive para Dios y en Su presencia, consagre un tiempo más considerable a la oración y, en particular, si se trata de un cenobita; a su expresión común. La Regla le enseña cómo unir orgánicamente en una profunda unidad la oración personal y su expresión comunitaria. Igualmente, le enseña cómo integrar armoniosamente, en elmarco general de la vida comunitaria, estos momentos de oración común Esta es una actitud. cenobítica esencial, enseñada por la Regla, y que nunca terminaremos de profundizar.
Además de todo esto, San Benito describió bajo la forma de un código jurídico detallado, la estructura de estos momentos de oración común, Lo hizo, inspirándose en las costumbres litúrgicas romanas de su tiempo y, claro está, teniendo en cuenta las necesidades espirituales de sus monjes su nivel cultural, y el ritmo de vida en la Italia rural del siglo VI. La fidelidad a San Benito no puede consistir nunca en copiar servilmente estructuras que están tan ligadas a un contexto histórico pasado. Esta fidelidad, consiste en inspirarse de ellas para expresar cultualmente nuestra común experiencia del misterio de Cristo, teniendo en cuenta la conciencia teológica y la tradición litúrgica de nuestra Iglesia del siglo XX, y también, nuestras propias necesidades espirituales, nuestro contexto sociológico y psicológico, y el ritmo de vida propio a un auténtico monaquismo contemporáneo.
Un esfuerzo de reinterpretación de la Regla y de renovación monástica, según las exigencias que acabo de describir, no puede ser nunca la obra de teóricos; Debe brotar de la experiencia espiritual de las Ordenes monásticas y de cada una de las Comunidades. Y, a fin de continuar semejante obra, lo que más nos hace falta, son gran des espirituales, hombres y mujeres carismáticos que sepan “insuflar” un dinamismo renovador des de dentro del monaquismo„ Las reformas de estruc turas son, a menudo; necesarias, tanto para hacer posible la aparición de carismas, como para hacer perpetuos sus frutos. Sin embargo,. la historia del monaquismo nos enseña que una reforma jurídica no produce fruto, a menos que esté animada por el Espíritu.
Armand Veilleux ocso
De Collectanea Cisterciensia XXXI: 3 (1969)
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