Por un Cartujo
PRÓLOGO
Hace ya unos años que me habías pedido que te hablara de la oración del corazón aunque yo te contesté que no quería lanzarme a hablar sobre un tema que no conocía suficientemente. Desde entonces ha pasado tiempo. He adquirido cierta experiencia basada en lo que he podido constatar en los demás y a partir de los descubrimientos que he podido hacer en mi propia búsqueda del Señor. Te voy a confiar pues unas reflexiones pidiéndote que no les atribuyas demasiada importancia.
Ya sabes que la oración del corazón es fruto de la larga experiencia de la espiritualidad de la Iglesia Oriental. Lo que voy a decir yo tiene seguramente puntos en común con esta tradición aunque soy consciente de que tengo una manera demasiado personal de hacerlo. Por eso, de lo que te voy a hablar, a lo mejor no es la verdadera oración del corazón.
Mi intención no es dibujar un cuadro rígido o una estructura estable. Es más bien una dirección que quisiera indicar, un camino hacia el que hay que dirigirse sin prever por adelantado exactamente dónde vas a llegar. La oración del corazón no es un objetivo a obtener, sino una forma de ser, una forma de ponerse a la escucha y de avanzar.
Antes de empezar a leer, si estás de acuerdo, ponte a rezar y pide al Espíritu del Señor que nos ilumine a los dos porque mi único deseo es ayudarle a que alumbre nuestros corazones.
ABBA, SANTIFICADO SEA TU NOMBRE
Cuando me pongo a rezar no me dirijo al Dios de los filósofos, ni siquiera, en un cierto sentido, al Dios de los teólogos. Me dirijo a mi Padre o mejor dicho a nuestro Padre. Aun más exactamente me dirijo a quien Jesús en plena intimidad llamaba: Abba. Cuando los discípulos pidieron al Señor que les enseñara a rezar, él les dijo sencillamente: “Cuando oréis, decid: Abba.”
Llamar así a Dios significa tener la certeza de que nos quiere. Una certeza que no forma parte de ideas muy sabias, sino de una convicción muy íntima. Tenemos la impresión de haber llegado a esta certeza, a la fe, al término de una serie de reflexiones, meditaciones y voces interiores pero, al fin y a cabo, esta certeza es un don. Creemos en el amor en nuestro corazón porque es el mismo Padre quien ha enviado a su Espíritu y desde entonces su Hijo está glorificado.
Porque el Padre me ama, yo puedo dirigirme a él con plena seguridad y confianza. No me presento respaldado por mis méritos o razones sino que confío en la ternura infinita del Abba de Jesús por su Hijo que es también mi Abba.
Él es el Padre. ¿Qué significa esto? Que da la vida. Pero no la da como un objeto diferente de él mismo. La da entregándose a sí mismo. El único regalo que puede hacer es su propia persona y el resultado de este regalo es su Hijo, un hijo al que quiere infinitamente, por el cual siente ternura y a quien el Hijo en respuesta también siente lo mismo por su padre.
Ese es el Abba a quien me dirijo yo. El único que me puede dar una vida que es copia exacta de la suya; él me exige que sea su propia imagen y semejanza en este momento y no por una cierta apariencia exterior a mi mismo sino porque él me ha engendrado a partir de su propia subsistencia.
Eso es lo que quiero decir cuando le pido: “Santificado sea tu nombre, Abba”. Que seas tú mismo, Abba, dentro de mí. Que tu nombre de Padre se realice a la perfección en la relación que se establece entre nosotros. Abba, te pido que seas mi Padre, que me engendres a tu imagen y semejanza por puro amor para que yo en respuesta pueda llegar a ser, por pura gratuidad tuya, ternura hacia ti.
La oración del corazón consiste simplemente en encontrar el camino que me permita tener respecto al Padre una actitud gracias a la cual él mismo pueda santificar su nombre en mí. En mi y en todos sus hijos. En su único hijo compuesto de sí mismo y de todos sus hermanos.
Rezar es acoger al Padre, participar en esta vida que él nos da por gracia. Acoger al Padre es permitirle engendrar al Hijo y hacer nacer su reino en mi corazón. De esta manera, el Espíritu podrá establecer entre yo y el Padre lazos que no se pueden destruir, relaciones de unidad que se extenderán a todos mis hermanos.
VER A TRAVÉS DEL CORAZÓN
¿Qué camino debemos tomar para llegar a ese encuentro con el Padre al que aspiramos? ¿Qué facultades ha puesto a nuestra disposición para esto? ¿Será la inteligencia, como capacidad de conocer y de reflexionar? Escuchemos la respuesta de Jesús:
“Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber escondido estas cosas a los sabios y habérselas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien” (Mt 11, 25-26).
Esto parece extraño: el camino está cerrado a los inteligentes y a los que saben pensar y calcular. No es a ellos a quienes Dios ha decidido revelar sus secretos.
Sin embargo, ¿no nos ha dado Dios la cabeza y la capacidad de reflexionar, de ver las cosas, de imaginárnoslas, como medio para ponernos en contacto con los demás?
Efectivamente, estas facultades nos las ha dado Dios. Son buenas. Son indispensables. No debemos odiarlas ni despreciarlas. Pero debemos, sin embargo, reconocer sus límites.
Cuando pienso en un problema -o con más precisión en una persona muy cercana- con mi cabeza y no con mi corazón, la mantengo a distancia. La manipulo de manera que la puedo analizar a mi voluntad sin comprometerme con ella. En el fondo, no me implico, mantengo mis distancias, conservo mi seguridad respecto a esa persona.
Hago todo lo que puedo para conocerla sin dejar que me “lleve o contamine” el dinamismo que podría emanar de su corazón. Quiero permanecer libre respecto a ella. En ciertos casos, este método de actuar quizás sea bueno. Pero si lo que yo quiero es amar, seguro que no es éste el camino a seguir.
Jesús nos sigue enseñando:
“Todo me lo ha dado el Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre salvo el Hijo y aquel a quien el Hijo decide revelarlo” (Mt 11,27).
“Todo me lo ha dado el Padre”. Esto quiere decir que entre el Padre y el Hijo están suprimidas todas las distancias. Ninguno de los dos ha buscado conservar su seguridad ante el otro. Han asumido implicarse recíprocamente. Y de esta manera pueden conocerse uno a otro con un conocimiento de amor que se presenta como un misterio del que solo los iniciados pueden participar. “Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo”. Nadie le conoce porque nadie le abre su corazón. Si queremos conocer al Padre hay que aceptar el hecho de que vamos a recibir este conocimiento del Hijo en la medida en que él vea que nuestro corazón está preparado para acogerle.
Para conocer de verdad a Dios tendré que renunciar pues a mis seguridades. Tengo que eliminar las distancias que el pensamiento y el mundo material me permiten guardar respecto a él. Tengo que reconocer que soy vulnerable. Este hecho que yo suelo esconder tan bien, lo tengo que aceptar a plena luz del día, vivirlo, es decir dejar que se expresen las verdaderas reacciones de mi corazón. A partir de este momento tendré la oportunidad de ponerme en relación con el Padre y el Hijo… y con todos mis hermanos.
Esto significa -en la realidad concreta- que tengo que aceptar situarme al nivel de mi corazón. Le tengo que dar el derecho a existir, a manifestarse, a expresarse según su propio modo, es decir a través de sentimientos profundos: confianza, alegría, entusiasmo, pero también miedo, a veces angustia, rabia. Esto no quiere decir que hay que vivir al nivel de la sensibilidad superficial. Al contrario, significa que tenemos que aceptar que se están desarrollando en nosotros esos movimientos profundos que nos llevan a encontrar la verdadera cara del otro. Eso es ser “pequeño”: expresarse espontáneamente y dejarse querer por el que está ante nosotros. ¡Qué difícil es tener el valor de ser pequeños!
Estas reflexiones que se sitúan en el contexto del Evangelio también encuentran su sitio en un proceso psicológico normal. Los dos niveles son evidentemente distintos, pero se completan y compenetran. Tenemos que aprender a llegar a todo a través de la mirada de amor de Jesús hacia todas sus criaturas e incluso hacia las personas divinas. Eso es lo que yo llamo “ver con el corazón”: aceptar que el Hijo me revela al Padre si yo soy capaz de asumir esta revelación, es decir siempre y cuando, y según mi capacidad de ser humano, que haya en mí y en mi corazón una imagen de la relación de intimidad que existe entre el Hijo y el Padre.
PURIFICACIÓN DEL CORAZÓN
No es necesaria una larga experiencia de la existencia humana y menos todavía de la vida espiritual para saber que estamos presos en un mundo inmerso en un desorden casi sin arreglo: pecados, desequilibrios emocionales, heridas no cicatrizadas, costumbres malsanas, etc. Todo esto constituye las impurezas de nuestro corazón.
Continuamente vemos que el lenguaje de nuestro corazón está situado al nivel de las emociones. Todos los desequilibrios que acabo de enumerar se convierten en emociones fuera de lo normal; aparecen casi sin que nos demos cuenta, nos mandan, nos destruyen, nos cierran a Dios, nos unen a una especie de automatismo del mal. Y todo esto viene de nuestro corazón.
“Lo que sale de la boca proviene del corazón y eso es lo que ensucia al hombre. Del corazón provienen las malas intenciones, los asesinatos… Esas son las cosas que manchan al hombre” (Mt 15, 18-20).
Si quiero quitar la suciedad de mi ser, primero tengo que purificar mi corazón.
Ante esta urgente necesidad de rectificación, normalmente acudimos a lo que podemos llamar la “ascesis clásica”. Es una técnica probada y practicada por numerosas generaciones de monjes cristianos, hombres de buena voluntad, decididos a liberarse de la esclavitud en la que estamos apresados. Es una forma de accionar que apela a todos los recursos de nuestra voluntad, de nuestra energía y de nuestra perseverancia iluminados por la fe y el amor. La ascesis tiene sus méritos y no hay por que abandonarla, pero también tiene sus límites.
En particular, en lo que se refiere a la auténtica purificación del corazón, hay que ir más allá de las técnicas humanas. Releamos la invitación que hace San Bruno a su amigo Raúl:
“¿Qué hacer entonces, querido amigo? ¿Qué hacer sino creer en los consejos divinos, creer en la verdad que nunca engaña? Efectivamente ésta avisa a todo el mundo: “Venid a mi todos los agobiados y yo os aliviaré”. ¿No es cierto que es una pena horrible e inútil estar atormentados por los propios deseos, castigarse sin piedad por las preocupaciones y las penas, el miedo y el dolor que dan vida a esos deseos? ¿Qué carga más aplastante que ésta puede haber, cuyo peso rebaja el espíritu injustamente de su sublime dignidad hasta lo más bajo de este mundo?” (A Raúl, 9).
Existe pues una manera de purificación donde, antes que cualquier otra, hay que dirigirse a Jesús, llegar a él con el fin de recibir alivio. Él nos dirige esta invitación justo después de habernos dicho que teníamos que renunciar a ser sabios e inteligentes para convertirnos en pequeños. Entrar en el camino del corazón es reconocer que la única pureza verdadera es un don de Jesús.
“Tomad mi yugo y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón y hallaréis alivio en vuestras fatigas” (Mt 11,29).
La purificación fundamental se produce a partir del momento en que las impurezas y los desequilibrios que me afectan los ponemos cara a cara con Jesús. Esto no es una tarea más difícil que la ascesis clásica pero es más eficaz porque nos obliga a establecernos en la verdad: la verdad sobre nosotros mismos que nos obliga a abrir los ojos sobre la realidad de nuestro pecado; la verdad de Jesús que es el verdadero salvador de nuestras almas no solo de manera general y lejana sino porque también entra en contacto inmediato y concreto con cada una de las suciedades que nos afectan. Es necesario, pues, que aprenda a ofrecerme a él, a entregarme a él sin esperar nada, en medio de las circunstancias o a través de un movimiento profundo de mi corazón que quiere por fin re-encontrarse con su verdadera libertad.
Cada vez que constato en mi la presencia de uno de esos lazos que me paralizan, me convenzo a mí mismo de que lo más necesario no es declarar la guerra a esta servidumbre porque en la mayoría de los casos no haría más que cortar las ramas sin llegar a la raíz. Lo más importante es sacar fuera esas raíces, ponerlas a la luz del día, aunque resulten muy feas y muy desagradables. Se trata precisamente de asumirlas tal y como son y poder ofrecerlas al Señor con un gesto libre y consciente. Desde esta perspectiva, la clásica invocación: “Jesús, Hijo del Dios, ten piedad de mí, pecador”, no corre el riesgo de convertirse en una repetición vana. Es la constatación indefinidamente renovada de que va a producirse un nuevo encuentro entre el corazón purificador de Jesús y mi sucio corazón.
Es evidente que en este proceso hay un elemento de pura psicología humana pero ¿qué es entonces lo chocante? ¿No actúa siempre la gracia sobre las estructuras de la naturaleza? En este caso se convierte en soporte de la Redención que realiza en mi corazón la transformación y cicatrización de las heridas por el encuentro personal con el Jesús resucitado. Así nos acostumbramos poco a poco a dirigirnos a Él siempre, sobre todo cuando se trata de lo que hay de oscuro, tenebroso e inquietante dentro de nosotros.
Esta actitud del corazón en el principio asusta. Demasiadas veces nos han enseñado que lo único que se le puede ofrecer al Señor son actuaciones buenas y bellas. Todo lo demás no forma parte de las virtudes así que no se le puede presentar. Pero esto ¿no va en contra del Evangelio? El mismo Jesús afirma que ha venido no para curar a los sanos sino a los enfermos. Habrá que aprender pues, sin falsa vergüenza, a ser auténticos enfermos delante del medico divino que reconocen lealmente todo lo tienen de falso, engañoso y contrario a Dios. El es el único que nos puede curar.
MI CUERPO, LUGAR DE ENCUENTRO CON EL VERBO Y TEMPLO DEL ESPÍRITU
A menudo nos gustaría tomar la formula “oración del corazón” de manera simbólica. Hablar del corazón seria un modo imaginario de evocar algo de nuestro interior, es decir algo espiritual. Eso no es correcto. Todos los movimientos del corazón que representan el soporte de nuestra relación con el Padre son movimientos ligados a nuestro ser sensible, material. Sabemos por experiencia -a veces incluso a precio de nuestra salud- que las emociones verdaderamente profundas afectan a nuestro corazón físico.
Dios nos ha hecho así. En el relato del Génesis vemos a Yhavé modelando al hombre del barro de la tierra y afirmando al mismo tiempo que este ser material estaba hecho a su imagen y semejanza. Nuestro cuerpo no es un obstáculo en la relación con Dios. Al contrario, es la mismísima obra del Señor que nos ,ha creado como hijos llamados a recibirle a El en herencia.
Toda la economía de la encarnación del Hijo de Dios nos sitúa en las mismas perspectivas. La Iglesia, desde los primeros siglos, ha luchado con mucho empeño por defender la realidad de que Jesús es verdaderamente un hombre. Nació en la carne y vivió; nos enseñó, sufrió, murió y resucitó.
Estas son las obras humanas del Verbo de Dios que nos han dado y siguen dándonos la vida cada día. La Palabra de Dios llega a nosotros con palabras humanas. Nuestro pecado no ha sido purificado de manera simbólica sino a través de la efusión de la sangre que brota del cuerpo de Jesús. Él verdaderamente ha muerto y resucitado en su carne. Es esta resurrección material la que salva nuestras almas igual que nuestros cuerpos.
En fin, el Espíritu se nos dio a partir de la resurrección corporal del Hijo. Es él, el hijo de María quien nos envía al Espíritu desde el seno del Padre. No es la Palabra increada sino la Palabra encarnada que ha compartido nuestra existencia convirtiéndose en uno de los nuestros.
Experimentamos esta encarnación cada día a través de los sacramentos, la liturgia, la vida en comunidad, la pertenencia al cuerpo de la Iglesia. Todo esto es el fundamento inmediato, la presencia en nuestras vidas de la realidad de Cristo. Sepamos pues acoger a Jesús tal y como viene a nosotros, es decir dirigiéndose a nosotros en nuestro cuerpo. No nos precipitemos deshaciéndonos rápidamente de este intermediario que a veces consideramos un poco como una falta de pureza en nuestra relación con Dios. Eso no es verdad, no es una impureza, sino el mismísimo lugar de encuentro con nuestro Abba.
Igual que nos sería imposible imaginar la vida en comunidad si nuestros hermanos fueran seres sin cuerpo, puros espíritus a los que deberíamos de llegar más allá de su envoltura carnal, de la misma forma sería un rechazo a la realidad del amor de Dios querer abstraerse de la realidad material y carnal presente en el Hijo que viene a nosotros. Efectivamente, la Eucaristía que celebramos cada día es la celebración de un acto que ha contribuido a llegar en su Cuerpo y su Sangre a transformaciones profundas sin abandonarlas ni olvidarlas sino dándoles su plena significación: son una realidad material que es el Hijo de Dios. De la misma manera, nuestro cuerpo es la realidad de lo que somos nosotros con todo su peso, sus límites, sus restricciones. Es mi cuerpo quien entra en contacto con aquella realidad de la cual Jesús dijo:
“Esto es mi cuerpo.” En el encuentro de las dos realidades corporales se establece el contacto de vida entre Dios y yo.
“Si no coméis mi cuerpo y no bebéis mi sangre no tendréis vida en vosotros. Igual que el Padre me ha enviado y yo estoy vivo por él, así el que me come vivirá por mí” (Jn 6,57).
La consecuencia de este estado de cosas es que yo no podría rezar si no orara en mi cuerpo. No puedo abstraerme de mi realidad encarnada cuando me dirijo a Dios. Tampoco es una simple cuestión de disciplina religiosa si hay ciertos gestos impuestos y si existen condiciones materiales que me limitan cuando tengo que dirigirme a Dios. Todo esto corresponde a una única verdad: que Dios me quiere tal y como me ha creado. ¿Por qué voy a querer yo ser más espiritual que él?
Es necesario, pues, aprender a vivir con mi cuerpo y con todas las restricciones que me impone. La comida, el sueño, el sosiego, las enfermedades, los limites de mis fuerzas… no son obstáculos entre Dios y yo, al contrario representan la trama de la tela que establece la continuidad que no puede fallar entre lo más íntimo de la realidad divina y lo más concreto de mi existencia cotidiana. ¿Quién de nosotros no ha pasado por esta experiencia a veces terriblemente dolorosa de sentirse limitado, casi prisionero por culpa, por ejemplo, de problemas de salud?
Si nuestro corazón es leal no podemos decir más que una cosa: que es Dios quien viene a nosotros a través de esos contratiempos dolorosos. Ellos son el verdadero punto de inserción del amor de Dios en nuestra vida. Nuestro corazón acoge a Dios en la medida en que está atento a esta realidad que nos gustaría poder considerar inferior a nuestra vocación espiritual. Tengamos cuidado con las mentiras permanentes que el Príncipe de las mentiras intenta sembrar en nuestro corazón. No juguemos a espíritus puros; sepamos ser algo mucho mejor: hijos de Dios.
EL MISMO ESPÍRITU ORA EN MÍ
Estamos hablando de oración. ¿Pero sabemos rezar? Me pregunto si incluso sé en qué consiste la verdadera oración. Sinceramente tengo que admitir que no. Siento en mí un llamamiento profundo en un sentido, pero sigo en la oscuridad. Felizmente:
“El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad; pues no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. El que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu porque conforme a la voluntad de Dios intercede por nosotros” (Rm 8, 26-27).
La oración está en mi corazón. Brota de mi corazón. Y, por tanto, no es obra de mí solo. El Espíritu que me ha sido dado, ocupa enteramente mi corazón y es el que reza en mi. El Espíritu viene del corazón de Dios deseando encender en mi propio corazón la misma llama que en el suyo.
Conocemos todos los pasajes de san Pablo que nos repiten lo mismo pero ¿no tenemos demasiada tendencia a considerarlos como algo puramente teórico? O, por expresarnos de manera más noble, como “verdades de la fe” es decir algo de lo que se habla con convicción pero que lo vivimos en total oscuridad.
Esta presencia del Espíritu en mi corazón seria algo que se situaría únicamente al nivel de Dios y con la cual no podría yo comunicarme más que a través de fórmulas intelectuales. La misma realidad escaparía totalmente de mi experiencia. ¿Es esto lo que verdaderamente quiere decir san Pablo?
En reacción ante lo que esta actitud tiene de excesiva, ¿es necesario exigir que toda existencia cristiana auténtica sea una experiencia de Espíritu, como la de los Apóstoles cuando recibieron las lenguas de fuego el día de Pentecostés? Esto nunca lo ha enseñado así la Iglesia. Pero, entre los dos extremos, se sitúa una actitud verdadera, accesible a todos los cristianos, en la que la presencia del Espíritu en nuestras vidas es una realidad que tiene una influencia directa sobre nuestra manera de ser, sobre nuestras relaciones de amor con nuestros hermanos y sobre nuestra oración.
Si retomamos las diferentes etapas de las que hemos hablado, constatamos una progresión. Renunciar a considerar el centro de nuestra actividad de oración al nivel de la cabeza, de las representaciones, de los sistemas de pensar, entrar en nuestro corazón, y descubrir todo un mundo desordenado de emociones y heridas que emanan de nuestro corazón y que tienen necesidad de ser purificadas. Tenemos que descubrir que hay una posibilidad efectiva de integrar todas las heridas de nuestro corazón en el movimiento de la redención, sacándolas a la luz, de manera que las podamos ofrecer conscientemente a la acción redentora de Jesús.
De esta manera y sin haberlo dicho, hemos conseguido hablar del movimiento del Espíritu en nosotros. Podemos realizar lo que acabo de decir, o sea que, realmente, el Espíritu del Señor actúe en nosotros, que nos permita desenredar, en la compleja red de nuestras emociones, lo que podemos ofrecer con paciencia y perseverancia a la gracia de purificación y de resurrección del Salvador. Todo lo que hemos hablado es ya obra del Espíritu.
Sigamos el mismo camino. Más allá de todos los movimientos caóticos del corazón y sobre todo a partir del momento en que Jesús empieza a restablecer el orden en él, observamos movimientos menos confusos que progresivamente acaban siendo ordenados y así sin más cuidado, el fondo de nuestro corazón aprende a volverse espontáneamente hacia el Señor. Y únicamente más tarde, observando lo ocurrido, nos damos cuenta de que, en verdad, el Espíritu del Señor ha estado actuando en lo más profundo de nuestro corazón en pleno silencio y con mucha discreción. A medida que la paz se instala, nace un cierto dinamismo misterioso con el que tenemos que aprender a cooperar.
De esta manera nos acostumbramos a asumir todos los movimientos de nuestro corazón, los buenos, los menos buenos y los malos, para orientarlos hacia Dios. Unos provienen directamente del Padre y vuelven a él. Otros necesitan estar transformados y asumidos por la muerte y la resurrección de Jesús. Todos piden estar integrados conscientemente en este dinamismo del Espíritu extendido en nuestros corazones. Se trata de aprender a estar atentos a los movimientos de nuestro corazón para llegar a unirlos voluntaria y conscientemente a la acción del Espíritu Santo que mora en nosotros.
Todo esto no supone ninguna “gracia mística”. Es cuestión únicamente de darse cuenta, con ayuda de la ternura y de la simplicidad, de que nuestro corazón sigue vivo y que esta vida la podemos ofrecer al Espíritu Santo para que él la lleve en su movimiento hacia el Padre.
San Pedro dice que el Espíritu nos habla con susurros difíciles de expresar. Esto último merece que le prestemos atención. La acción normal del Espíritu no es darnos ideas claras, ni iluminarnos, ni nada de esto. La acción del Espíritu consiste en llevarnos hacia el Padre.
“Todos los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Porque no habéis recibido el espíritu de esclavos para caer en el temor; si no que se os ha dado un Espíritu de hijos adoptivos que os hace gritar: “¡Abba! Padre!” El Espíritu en persona se une a nuestro espíritu para confirmar que somos hijos de Dios”.
El Espíritu es un testigo, un dinamismo que nos arrastra. No busquemos para nada atraparle, identificarle, asirle con el fin de poder controlarle. Esto significaría expulsarle de nuestro corazón y apagarle. Dejémosle libertad plena para orar en nosotros con su manera velada, oculta y misteriosa que valoraremos luego por los resultados. Cuando empecemos a constatar que estamos aprendiendo a rezar y que, sin saber por qué, somos capaces de pedir a Dios y ser acogidos, podríamos considerar que a pesar de todas nuestras debilidades evidentes, el Espíritu ora en nosotros.
MI DEBILIDAD, LUGAR PARA DESCUBRIR Y ENCONTRAR LA TERNURA DEL PADRE
El reflejo espontáneo del ser humano es tener miedo de sus propias debilidades. En el momento en que constatamos que no siempre podemos contar con nuestras propias fuerzas, una cierta inquietud nos invade y corremos el riesgo de acabar angustiados. De hecho, todo lo escrito hasta aquí nos lleva a perder la seguridad personal que tenemos, sacando a la vista nuestra vulnerabilidad, nuestros desequilibrios escondidos, los límites de nuestra condición de criaturas, etc. Y cada vez decimos: sólo hay una solución que consiste en reconocer la verdad de lo que somos y entregarla al Señor para que se ocupe de ella.
Acordémonos del episodio de la tormenta calmada. Los apóstoles están asustados por la tempestad que sacude el barco y despiertan a Jesús que les pregunta sorprendido: “¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?” Luego, con un solo gesto calma las olas.
¿Por qué tener miedo de mis debilidades? Existen. Durante mucho tiempo me he negado a mirarlas a la cara. Poco a poco he empezado a domesticarías. Estoy obligado a reconocer que forman parte de mi mismo. No son un efecto exterior del cual podré deshacerme definitivamente un día. Aún más: si tuviera la tendencia a olvidarlas, el Padre se encargaría rápidamente de recordármelas. Me permitirá algún error, ante el cual no podré negar mi naturaleza de pecador. Dejará que la salud me falle de tal forma que tendré que declararme vencido y entregarme sin defensa al amor del Padre. Así me hará comprobar, sin posibilidad de duda alguna, la gran limitación de mis facultades.
Pero lo nuevo en todo esto es que a partir de ahí, en lugar de representar un peligro para mí, mis propias debilidades se convertirán en una oportunidad para ponerme en contacto con Dios. Por esta razón tengo que dejarme domesticar por ellas; dejar de considerarlas como un lado inquietante de mi personalidad para verlas como una dimensión deseada o aceptada por el Padre. Esto no supone un paso atrás sino una estructura fundamental de la vida divina tal y como me ha sido dada. Cuando me veo inesperadamente enfrente de una nueva debilidad de mi carácter que todavía no había descubierto, mi primera reacción debería ser intentar ver al Padre en ella en lugar de asustarme.
Entonces, ¿cómo no plantear una pregunta? La transformación de la debilidad -parecida en todo a un fracaso- en victoria del amor ¿podría ser una especie de recuperación a través de la cual Dios transforma el mal en bien? o, al contrario ¿no estaríamos en presencia de una dimensión fundamental del orden divino?
Muchas cosas se podrían decir sobre este punto. Conformémonos con comprobar simplemente que incluso en la naturaleza todo auténtico amor es una victoria de la debilidad. Amar no consiste en dominar, poseer o imponerse. Amar quiere decir acoger al otro sin pensar en defensa o protección, teniendo, por tanto, la certeza de ser acogido de todo corazón por el otro sin ser juzgado, condenado y, aún menos, comparado. No hay pruebas entre dos seres que se aman. Hay una especie de inteligencia mutua interior gracias a la cual no se teme ningún mal que venga del otro.
Esta experiencia, aunque nunca llega a ser perfecta, es bastante convincente. Y por lo tanto es solo un reflejo de la realidad divina.
A partir del momento en que empezamos a creer de verdad, con el corazón, en la ternura infinita del Padre, nos sentimos en cierto grado
obligados a ir bajando -cada vez más y más- hacia una aceptación positiva y alegre del hecho de no tener, no saber, no poder. En esto no hay ninguna autohumillación malsana. Simplemente estamos penetrando en el mundo del amor y de la confianza. Y así, casi sin darnos cuenta, entramos en comunión con la vida divina. Las relaciones del Padre y el Hijo en el Espíritu son, a un nivel que desborda totalmente nuestra capacidad de comprender, la encarnación perfecta de esta debilidad plenamente asumida en la comunión.
De manera más cercana a nosotros, se manifiesta la ternura íntima del tres veces Santo en la relación del Hijo encarnado con su Padre. ¿Cómo no asombrarse de la serenidad y de la infinita seguridad con la que Jesús declara tranquilamente que él no tiene nada suyo, que no puede hacer nada por si mismo si no fuera por el Padre? ¿Qué hombre aceptaría semejante desposesión? Por lo tanto ¿no es ésta la dirección que estamos obligados a seguir si queremos realmente vivir en la profundidad de nuestro corazón tal y como lo ha creado el Padre y tal y como lo ha transformado a través de la muerte y la resurrección de su Hijo?
María nos orienta en el mismo sentido. El Magnificat es a la vez un cántico de triunfo y el reconocimiento de un desprendimiento total.
Ambos van a la par. Desde el principio ella reconoció y aceptó su completa debilidad y así fue capaz de acoger al Hijo que el Padre le da. Ella se convirtió en la Madre de Dios porque es la que está más cerca de la pobreza de Dios.
ENTRAR EN EL SILENCIO
Siguiendo el camino del que estoy hablando es normal que, progresivamente, la actividad intelectual se apacigüe durante el tiempo de oración; en la medida en que las emociones del corazón están canalizadas, cualquier distracción o divagación pierde su razón de ser. Es decir, que la oración del corazón, de un movimiento casi espontáneo, nos orienta hacia el silencio. Algunos días esta sensación es más fuerte y resulta inevitable no encontrarse expuesto, por así decirlo, a la “tentación del silencio”.
El silencio es un bien que seduce el corazón desde el momento en que haya tenido una agradable experiencia. Pero hay muchas formas de silencio y no todas son buenas. La mayoría incluso se pueden considerar deformaciones antes que auténtica oración de silencio.
La primera tentación es hacer del silencio una actuación a pesar de estar convencido íntimamente de lo contrario. Bajo el pretexto de que la inteligencia está parada y que el corazón parece estar en reposo, nos imaginamos que hemos llegado al verdadero silencio del ser. En realidad, este silencio, aunque posea una indiscutible autenticidad, es el resultado de una tensión de la voluntad que al fin y a cabo es lo más sutil pero también lo más pernicioso. En lugar de tener nuestro corazón disponible, eso nos mantiene en un estado que nos impone una actitud artificial que, en última instancia, no ofrece al Señor una acogida porque nos estamos apoyando en nuestras propias fuerzas. En el caso de personas con una voluntad enérgica, esto puede representar mayor obstáculo para una verdadera disponibilidad al Señor. Hablando materialmente, el silencio es grande pero es un silencio replegado sobre sí mismo, y apoyado en sí mismo.
Otra tentación representa el deseo de hacer del silencio un fin. Nos imaginamos que la razón de ser de la oración del corazón e incluso de cualquier existencia contemplativa es el silencio. Estamos en una realidad material. No nos paramos en la persona del Padre o en la de su Hijo, ni en la del Espíritu. Es mi estado el que cuenta y no la relación real de amor y de disponibilidad que tengo respecto a Dios. Ya no es una oración sino una contemplación de mi mismo.
Una tentación análoga a la anterior consiste en hacer del silencio una realidad en sí misma. El silencio es suficiente. A partir del momento en que todos los ruidos de los sentidos, de la inteligencia, de la imaginación han sido calmados, se instala en nosotros un auténtico placer y esto es suficiente. No necesitamos nada más. Nos negamos a buscar otra cosa. Todo lo que introduciría una nueva idea, aunque sea sobre el Señor, aunque venga de él parece un obstáculo. La única realidad divina en aquel momento es el silencio. Ya no hay oración; estamos creando un ídolo llamado silencio.
No digo que el auténtico silencio no sea una realidad muy importante a la cual hay que atribuir su gran precio. Pero si queremos entrar en el auténtico silencio habrá que renunciar al silencio en el fondo del corazón. O sea, no hay que deshonrarle, ni despreciarle, ni siquiera renunciar a buscarle sino evitar convertirle en un fin.
Sobre todo hay que evitar creer que el verdadero silencio es el resultado de mi esfuerzo personal. No tengo por qué construir el silencio pieza a pieza como si fuera un producto de fábrica. Demasiado a menudo nos imaginamos que el silencio consiste únicamente en establecer la paz en las facultades intelectuales, imaginativas y sensuales. Si, esto es un aspecto del silencio pero no es todo el silencio. Además, es necesario que nuestro corazón profundo, en la medida en que se identifique con la voluntad, esté él mismo en silencio y que esté calmado cualquier otro deseo distinto al de hacer la voluntad del Padre. Es decir, que mi deseo en lugar de estar dispuesto a imponerse al resto del ser humano, permanezca en pura disponibilidad, a la escucha y acogedor. Entonces aparece la posibilidad de entrar en un auténtico silencio del ser entero ante Dios, un silencio que nace de la conformidad real de mi ser profundo con el Padre, del que es imagen y semejanza.
Sólo Dios basta. Lo demás es nada. El auténtico silencio es la manifestación de esta realidad fundamental de cualquier oración. Hay un verdadero silencio en el corazón a partir del momento en que han desaparecido todas las impurezas que se oponen al Reino del Padre. El verdadero silencio se establece únicamente en un corazón puro, en un corazón que haya llegado a ser parecido al de Dios.
Por esta razón, un corazón puro de verdad puede guardar un silencio completo hasta cuando está sumergido en diferentes actividades porque ya no hay desacuerdo entre él y Dios. Incluso si su inteligencia y su sensibilidad están en actividad, por estar en conformidad con la voluntad de Dios, el auténtico silencio continúa reinado en ese corazón.
“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”.
LA ORACIÓN TEOLOGAL
La oración del corazón no es más que la introducción a un tema muy amplio, demasiado amplio tal vez, porque es algo muy sencillo y siempre nos cuesta identificar y formular las cosas sencillas. Hoy me gustaría hablarte de la oración teologal que es, en realidad, otra forma de acercarnos a la oración del corazón.
¿Que significa la fórmula “oración teologal”? La fórmula “oración teologal” evoca a una orientación del corazón que se apoya en las tres virtudes teologales: fe, esperanza y amor. Supongo que esto es algo bastante preciso; las virtudes teologales son, en resumen, las capacidades que nos da Dios gratis para poder llegar a él directamente, mientras que las demás virtudes, las morales, tienen que ver con los medios que nos ayudan a caminar hacia Dios.
Nos reencontramos aquí con una orientación esencial de la oración del corazón que apunta directamente al corazón de Dios. Es lo más profundo de mi corazón quien está en la búsqueda de un encuentro directo con Dios. No solamente es un encuentro afectivo para experimentar la ternura divina que viene a satisfacer mis necesidades más íntimas y secretas, de probar la bondad de Dios siendo una persona hu-mana, sino también la oportunidad que me ha sido ofrecida por el Padre: es él quien viene a mi y, más allá de todos los medios o intermediarios, este encuentro se realiza porque él está de acuerdo y me da esta oportunidad.
En este momento me pregunto si tú no querrás interrumpirme para decirme: “¿Por qué insistir en algo que parece más que evidente? Rezar es buscar a Dios, es ir al encuentro más inmediato entre él y yo en el amor”.
Efectivamente, me parece que muy a me-nudo en lugar de rezar así, gastamos el tiempo y la energía en actividades que tal vez solo se parecen a la oración. Ya no es Dios sino el yo de cada uno el que se convierte en el centro de interés de semejante actuación. Esto lo experimentamos todos pero quizás no sacamos las conclusiones que conlleva. Permíteme que te cuente algo de mi vida para ilustrar lo dicho.
En la evolución de mi oración, he vivido una aventura y sé que muchos han pasado por una experiencia análoga; por eso creo útil decir unas palabras sobre lo que ha golpeado y orientado el resto de mi existencia. Cuando yo era adolescente, un día, aparentemente por casualidad, encontré un volumen de las obras de la gran santa Teresa. Y esta lectura transformó mi vida. En cierto modo ella hizo surgir instantáneamente de lo más profundo de mi corazón una fuente cuyo contenido me seria difícil de describir aunque yo sabia que esta lectura estaba estableciendo un vinculo infinitamente profundo y verdadero entre mi corazón y Dios.
Esta fuente era lo suficientemente abundante como para regar toda mi vida; ella me llevó a mi celda de la Cartuja donde respondía a todas mis necesidades tanto las de soledad como las de liturgia. Sin ni siquiera hacerme preguntas, podía volver a mi fuente que nunca me decepcionó.
No obstante, un día se matizó cuando se me presentó una duda. ¿Qué es lo que me daba esta fuente? ¿Respondía de verdad a los deseos íntimos de mi corazón? Dicho de otra manera ¿era Dios lo que encontraba en ella? ¿O tal vez -y es ahí donde se hacía dolorosa la pregunta- no era, en última instancia, donde yo me encontraba a mí mismo aunque fuera a través de ella, como me llegaba el reflejo de Dios que me cautivaba desde hace años? La cuestión se hacía cada vez más clara: esta fuente no era Dios y yo sólo tenía sed de él. Debería pues abandonar a mi querida fuente. Si esto había sido posible, ahora yo la había secado y obstruido pues empezaba a sentirla como un obstáculo porque ocupaba el lugar de Dios en mi corazón. Entonces fue cuando descubrí la necesidad de encontrar el medio, la actitud del corazón a través de la cual abriría la puerta directamente a quien desde hacía tanto tiempo estaba llamando en vano porque en mi oración, de lo primero que me ocupaba era de mí mismo.
He contado este episodio para dar un ejemplo de lo que me parece que es una trampa inevitable de la soledad: bajo el pretexto de buscar a Dios, al final acaba uno encontrándose a sí mismo, de manera muy piadosa, y en esto consiste su felicidad. ¿Cómo escapar a esta emboscada?
El sacramento del hermano
Muchas veces me acuerdo de otra dificultad tanto en mi vida personal como en la existencia religiosa de los que están a mi alrededor. Aunque las relaciones que mantengamos con nuestro entorno sean cordiales, es difícil afirmar que siempre estamos dispuestos a establecer con ellos verdaderas relaciones de intimidad. Si ocurre así con un hermano mío al que puedo ver ¿cómo no imaginar que este mismo fenómeno no se produce también con Dios al que no veo? Si existe de verdad un lugar donde el sacramento del hermano sea eficaz es en el encuentro auténtico con nuestro amado Señor. La ventaja del sacramento del hermano consiste en que se sitúa en un nivel en el que nos resulta difícil negar un cierto número de evidencias que escapan fácilmente en nuestro corazón cuando intentamos preparar los caminos del Altísimo.
De hecho ¿qué me enseña la experiencia del encuentro con mi hermano? ¿Soy lo suficientemente acogedor como para dejarle penetrar en lo más profundo de mi ser? O, por el contrario, ¿tal vez estoy demasiado protegido, blindado, lleno de rechazos? Esas fortalezas interiores forman parte de mi fisonomía secreta; cumplen pues necesariamente su papel en la oración y son obstáculo para la marcha del Señor en la búsqueda del camino que conduce al santuario íntimo de mi corazón.
Si yo observo la marcha del encuentro con mi hermano en otro sentido, es decir, cuando yo soy la persona que se esfuerza en ir hacia él, ¿soy mejor actor? No lo creo. Estoy pensando por ejemplo en todas las formas de agresividad que instintivamente se movilizan en mí frente a cualquier otro ser humano: muy a menudo adopto una actitud lejana frente a la atención delicada y afectuosa que con razón se espera de mí. A lo mejor esto es una expresión del miedo de otro o mía pero el hecho es que esos reflejos entran en juego en mis relaciones con el hermano y con el Señor.
Perdóname por haber hablado tanto sobre esas observaciones que sin lugar a duda te parecerán fastidiosas o descorazonadoras, pero escucha lo que nos aconseja el mismo Jesús:
“¿Quién de vosotros si quiere edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla?” (Lc 14, 28).
Igual ocurre en el presente caso. ¿No parecería una broma pesada hablar de la construcción de una torre para el encuentro íntimo con Dios sin ni siquiera preocuparse por saber si tenemos el terreno libre para echar los cimientos? Es inútil intentar un verdadero encuentro de mi yo con el Padre en la libertad de los hijos de Dios si desde el principio no me doy cuenta de que estoy atado a miles de costumbres, y que liberarme de ellas representaría una tarea bastante dura que, en última instancia, es el Señor el único que puede realizarla completamente.
Como hijos nacidos de la fe
A decir verdad, tengo la impresión de que no soy un socio muy atractivo para Dios. ¿Pero es ésta la respuesta que espera de mí? Dios ha enviado a su Hijo para encontrarme a mí, tal y como soy en la realidad que estoy viviendo hoy. Desde este punto hay que intentar tener una mirada de fe de la situación. ¿Consistirá el proyecto de Dios en ponerse en contacto con seres sin tacha, sin defectos y sin debilidades? ¿O más bien nos dice lo contrario? El Padre ha enviado a su Hijo para cogernos sobre sus hombros, perdidos y heridos como estamos, y llevarnos al aprisco donde se puede gozar de la inmensa alegría de ver cómo los pecadores acogen en sus corazones a Jesús.
Nos estamos aproximando paso a paso a lo que constituye la oración teologal: el encuentro en mi ser real de hoy con Dios que viene a mí no para rechazarme ni para condenarme, sino para hacer de mí su hijo nacido en la fe:
“A los que creen en su nombre los ha permitido llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,12).
El tres veces Santo no exige como preámbulo a nuestro encuentro que yo sea perfecto, que tenga obras importantes que ofrecerle ni que sea capaz de servirle en el futuro. Todo esto no le interesa. No me pone ninguna condición. El único elemento indispensable para que el nacimiento se produzca es que yo tenga fe en su amor y que desee sinceramente ser transformado. Si pudiera ofrecerle una huella de esta fe, todo sería posible.
La dificultad de lo sencillo
Esto es sencillo. Es infinitamente sencillo. Y eso es, tal vez, lo que hace la cosa tan difícil para mí. Se parece un poco a la historia de Naamán el Sirio que estaba dispuesto a someterse a cualquier tipo de pruebas difíciles pero que no aceptaba la idea de que Dios le podía curar tan solo con bañarse en el Jordán fiándose de la palabra de Eliseo.
Me gustaría mucho que me dijeran que la calidad de mi encuentro con Dios es obra mía. Serían mis cualidades, mis virtudes, las que agradarían a Dios y le atraerían a mi corazón. Gracias a mis esfuerzos yo llegaría a ser santo a mis propios ojos y ante los ojos del Todopoderoso. ¿No nos seduciría este programa, a pesar de ser costoso y exigente?
Por el contrario, el camino propuesto por Dios nos desvía tanto que dudamos muchísimo antes de lanzarnos en él y, si empezamos con un paso indeciso, nos quedamos con la impresión de que falta seriedad en nuestro deseo de gustar a Dios.
Sin embargo ¿no es éste el sentido de la primera de las bienaventuranzas? “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el Reino de los cielos” (Mt 5,3). ¿Que Reino es éste sino el que pedimos una y mil veces en el Padrenuestro? “Padre, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino”. El reino que se nos propone es poder glorificar el nombre del Padre; poder decirle que él es verdaderamente nuestro Padre porque nos engendra como a hijos suyos. Pero, para esto, hay que ser pobres y nosotros tenemos miedo. Estamos expuestos a la tentación del joven rico que se retiró hundido en la tristeza porque poseía grandes riquezas. Y aunque todas nuestras riquezas sean falsas, nos sentimos seguros teniéndolas porque en lo más profundo de nosotros mismos tenemos miedo a ser pobres en espíritu.
Tal vez éste es el principal obstáculo que nos disuade de entregarnos a la oración del corazón. Parece que es algo que está por encima de nuestras fuerzas presentarnos ante Dios sin tener nada más para ofrecerle que nuestra pobreza, una pobreza que nos da miedo porque es la de nuestras heridas, nuestra extrema indigencia espiritual, nuestra incapacidad para franquear por nuestras solas fuerzas la distancia que nos separa de la santidad de Dios.
Aspirar al encuentro
Éste es pues el camino del cual quiero hablarte porque creo que corresponde a lo que el Señor nos pide: aspirar a un encuentro entre él, tal y como es realmente, y yo tal y como soy de verdad.
Primera pregunta: ¿Cómo llegar a Dios tal y como él es? Cuando se habla de Dios, nos resulta más cómodo definirle de manera negativa que positiva. Es más fácil decir lo que no es Dios que lo que es. Simplificando un poco las cosas, al final incluso admitimos que es imposible saber quién es en verdad. Nuestras facultades naturales no disponen de ningún medio para ponerse en contacto directo con él. ¿Estaría entonces perdida la causa por adelantado? No, porque el Todopoderoso desde siempre desea encontrarnos implicándose totalmente en esta búsqueda.
Personalmente yo no puedo llegar a él solo por mis medios. Pero él sí puede, cuando quiere, traspasar la infinita distancia que nos separa. “La luz verdadera ilumina a todo hombre” dice Juan. En el fondo de cualquier corazón humano brilla una llamita que pregunta: “¿Me quieres?” y la respuesta global es como la de Juan: “Él vino a los suyos (a ti, a mí…) y los suyos no le recibieron” (Jn 1,11). Entonces el Padre de la viña envió a sus servidores, los profetas, a los que los viñadores asesinaron. Y al final envió a su propio hijo que hoy todavía sigue llamando a la puerta de tu corazón.
Jesús, me atrevo a expresarme así, no es nada más que el enviado del Padre. Esta es una de las ideas más relevantes de la oración sacerdotal: “Ellos han creído que tú me enviaste” (Jn 17). Y, a partir del momento en que Jesús hace asumir a sus discípulos la certeza de que es el Enviado del Padre, ya ha cumplido su misión y él vuelve al Padre. Desde entonces hay un abismo permanente entre nosotros y él.
La luz que alumbra nuestro corazón
¿Qué abismo permanente es éste que perfora los cielos y nos permite llegar a este Dios inaccesible? Es la fe. Ella no ve la cara del Padre pero en la cara de Jesús, la fe de los discípulos ha visto al Padre. Y de manera análoga nos llega hasta hoy día el testimonio de Jesús transmitido por los apóstoles:
“Te pido por ellos, pero no solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, Padre, en mi y yo en ti; que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 20-21).
Nuestra fe es el fruto de la oración de Jesús. Es la convicción del corazón, cuya raíz es el mismo Dios, de que Dios viene a nosotros, ahora, a través de su Hijo, por medio de su Palabra, su Iglesia, sus sacramentos, en el Espíritu que nos ha sido definitivamente entregado.
Allí está el punto decisivo: sólo la fe nos permite acoger de verdad al mismo Dios que viene a nosotros. Ella no ilumina nuestra inteligencia sobre él porque seguimos permaneciendo en las tinieblas, pero estamos seguros porque hemos descubierto un más allá de las luces de la inteligencia: el amor del Padre que la inteligencia no sabría abrazar pero que descubre la verdad en esta estabilidad que le da la fe.
En la fe que transforma tu corazón puedes acoger al mismo Dios presente en ti por su Espíritu: “El amor de Dios llena nuestro corazón por el Espíritu que se nos ha dado” (Ro 5,5). En esto tienes el verdadero y eficaz medio de llegar a Dios en la persona del Padre, del Hijo y del Espíritu, en su ternura, fidelidad y misericordia por ti y por todas las criaturas.
Puede ser que hayas tenido una cierta duda sobre lo que he dicho acerca de la manera por la que la fe se implanta y crece en nuestro corazón. Es verdad; se trata de un punto delicado y no quisiera atosigar con largas explicaciones teóricas. En última instancia, me he dicho que lo más seguro es simplemente observar cómo actúa Jesús en el Evangelio; precisamente, los relatos de Pascua nos ofrecen dos ejemplos notables.
Maria Magdalena y los discípulos de Emaús en contextos aparentemente muy distintos llegaron a la fe en Jesús resucitado por caminos espirituales tan parecidos que se les podría tomar como una descripción simbólica del camino hacia la fe plena que todos estamos destinados a recorrer si queremos ser fieles a la llamada que nos ha llevado al desierto.
Miremos los discípulos caminando tristemente, al atardecer, por el camino que lleva de Jerusalén a Emaús. Están hablando y discutiendo mientras van de camino pero tienen el corazón triste, sumergido en la oscuridad, abatido y desanimado. Hasta aquel momento, su vida había estado iluminada por la predicación de Jesús y éste acababa de morir, estaba muerto de verdad. ¿A dónde dirigirse ahora?
Pero, he aquí que Jesús está de nuevo a su lado. Ellos no le reconocen pero, sin ruido, desde las primeras palabras, él recobra su sitio en sus corazones a los que una nueva llama convierte en ardientes. Luego, repentinamente, en el momento en que el misterioso extranjero empieza a partir el pan, resplandece el rayo. Es él, que desaparece en el acto aunque en sus corazones brilla la fe, una fe que nunca más se apagara.
Algo parecido le ocurre a Maria Magdalena. Desconsolada al no poder, por lo menos, recuperar el cuerpo del crucificado, se lamenta a la entrada de la tumba. También parece haber perdido la auténtica fe en Jesucristo vivo. Tiene una única preocupación que no la deja en paz: han robado el cuerpo del Señor; si pudiera encontrarlo lo cogería porque eso es todo que queda según ella de su querido Señor.
Pero él está aunque ella no le reconoce. ¿Ha intentado por lo menos verle ya que está obsesionada con sus recuerdos y con su propósito de encontrar el cuerpo? ¿Es capaz, por lo menos, de suponer que el extraño que la habla podría ser Jesús? Una sola palabra, María, es suficiente para que resplandezca la luz. Ahora, aunque la envíe lejos de él, ya nada podrá arrancarle la certeza que ha llenado el corazón de la Magdalena.
Es aquí donde el Evangelio del que acabamos de hablar, nos revela el secreto que permite a la fe nacer en nuestro corazón. Nos la da el mismo Jesús que por su propia iniciativa viene como si se estuviera escondiendo, sin hacerse reconocer, se queda en nuestra compañía y enciende un fuego en nosotros hasta el momento en que descubramos que él está aquí. Por encima de la muerte está aquí vivo y resucitado en nuestros corazones.
Apenas hemos tenido tiempo de darnos cuenta de esta maravilla cuando ya ha desaparecido pero queda la luz que alumbra nuestro corazón, luz de la fe, puro don gratuito surgido de su misteriosa presencia y capaz de afrontar la prueba del tiempo, de las tinieblas, de las contradicciones. La fe es esa luz que sale del Resucitado que brilla en nosotros e ilumina a todo lo que tocamos para llevárselo al misterio de la resurrección, más allá de las tinieblas mortales de las que antes hemos sido esclavos.
Por lo tanto, la fe nunca se extiende de golpe a todas las profundidades de nuestra alma. En cierto modo progresa como por ondas sucesivas llegando hasta los lugares que permanecen en la oscuridad y cada vez se repite más o menos el mismo escenario. Un día descubrimos que nuestra oración parece haber cogido un camino sin salida. Si: los medios de los que disponemos son insuficientes para llegar más lejos; entonces nos invade la incertidumbre y nos desanimamos. Jesús es el único que nos podrá sacar de este agujero. Cuando esta certeza empieza a crecer en nuestro corazón, es ya una señal de que el Señor ha vuelto, nos acompaña en el camino y “nos explica lo que dicen de él las Escrituras” (Lc 24,27). De forma misteriosa el Señor destila la fe en nuestro corazón; cuando desaparece es porque la oscuridad ha hecho lugar a la paz, a una luz discreta pero fuerte que no nace de la lógica de nuestros razonamientos si no que es un don gratuito del Espíritu, más sólido y más puro que cualquier seguridad humana.
Avanzando en fe
La luz de la fe te introduce en la vida eterna porque es la única que puede hacerlo. Todo lo demás queda al lado de acá de lo que nos ofrece Dios desde el día en que Jesús ha resucitado. Cualquier otra luz intelectual o cualquier otra experiencia espiritual sobre las que nos gustaría apoyarnos de vez en cuando son res-petables y dignas de estima, pero al fin y a cabo no son fuentes de vida en la medida en que no llevan a la fe.
La fe nos ha sido dada por Dios desde el bautismo y es un don que se multiplica de acuerdo con nuestro deseo de recibirlo y según nuestra voluntad de hacerlo fructificar. Si dejamos nuestra fe desocupada por ignorancia o negligencia, se oxidará, se volverá esclerótica mientras gastamos nuestras fuerzas en ejercicios espirituales que nos gustan más pero que no nos van a dar fruto.
Si quieres vivir en fe, tienes que desarrollar la que el Espíritu Santo ya ha depositado en ti: Dios espera que le pidas con insistencia y perseverancia un crecimiento de tu fe. Es una oración que, más que cualquier otra, puedes estar seguro de que Dios siempre quiere acoger porque él desea mucho más que tú verte progresar sobre los caminos de la vida eterna. Lo que no significa que -sobre todo en el principio- no vas a tener la sensación de que el Señor no se da demasiada prisa en hacer aumentar tu fe. Esto prueba que la tuya es todavía bastante débil y que primero tienes que plantar las raíces antes de ver desarrollarse el tallo. No te desanimes pues aunque tus primeros pasos parecieran vanos, seguro que no lo son. Pon en obra la fe de la que eres portador y cree firmemente que tu Padre del cielo ya te ha acogido.
Entonces podrás empezar a vivir cada vez más y más en la fe. Durante la liturgia, en el tiempo de la oración, en el trabajo, tu corazón se pondrá más fácilmente en contacto con el Señor si recibes de él este amor oscuro, a menudo poco gratificante pero tan divino; el amor que él te da si tú le entregas tu fe carente de bellas ideas o de los caprichos de tu sensibilidad. No tengo trucos que enseñarte. Tienes que pedir a Dios con fe viva que te enseñe a rezar. Es él quien ocupará tu corazón, tu atención, poco importa que no tengas una imagen exacta en la que fijarte. El Señor está vivo y tú estás en su presencia.
Vivir en esperanza
Sin embargo, si permites a la fe que se desarrolle en tu corazón, un día llegarás a descubrir que la esperanza está actuando en ti. Ella estuvo ya activa desde el principio en la medida en que tu fe se basa en la certeza de que Dios te quiere. Esta certeza es ya un aspecto de la esperanza a partir del momento en que ya no se trata únicamente de acceder a la realidad del mundo divino sino de percibir claramente hasta qué punto tú también existes para Dios. Tú tienes valor a sus ojos y él está dispuesto a regalar universos enteros solo por ti.
Este es el punto inicial de la esperanza: saber que Dios te ama a ti de manera irrepetible. Nadie logrará ocupar tu lugar en su corazón. El ha dado a su Hijo por ti y sigue entregándolo cada día en la celebración eucarística. Respaldado por esta certeza tú puedes pedir a tu Padre todo, sin cesar y sin vacilar, siempre y cuando reces en el nombre de Jesús. Puedes estar seguro de que te va a escuchar y de que los frutos que obtendrás de tu oración van a ser mejores de lo que esperabas.
La esperanza tiene otro aspecto que a me-nudo pone a prueba nuestra pobre inseguridad humana. A partir del momento en que sé que Dios me ama de manera única y como consecuencia se ha hecho cargo de mi existencia, todo es diferente. El me envía por caminos desconocidos en los que yo dependo únicamente de su luz, de su fuerza, de su amor. Entonces me pide, en el sentido más banal de la palabra, confiar en él. A menudo en la oscuridad, en la incertidumbre, pero finalmente en la paz, siem-pre y cuando que no me aleje de su mano y de su corazón.
“Bienaventurados los pacíficos porque ellos se llamarán hijos de Dios”. Por encima de todas las inquietudes -tuyas o de los demás- el Padre te pide que le ayudes a que reine la paz en tu corazón por la única razón , más sólida que cualquier razón humana, de que él te ama sin cesar y vela sobre ti. Cuántas tormentas le gustaría calmar, si tú escucharas su llamada y confiaras en él. Entonces te llamarás hijo de Dios y lo serás de verdad (cf. 1 Jn 3-1).
Esta esperanza es válida no solo para ti sino para todos tus seres queridos, si intercedes por ellos, te identificas con sus necesidades y también con la realidad del amor que despiertan en el corazón de Dios. Cuanta más confianza tengas en este doble amor del Señor por ti y por los que tú amas, mejor acogida tendrás.
Igual que la fe, la esperanza no es una capacidad natural del corazón. Es tuya pero es un don gratuito, está en ti desde el bautismo y necesita crecer y llegar a ser “operativa” bajo la acción del Espíritu Santo y gracias a las ocasiones que se te presentan para entrenaría y ablandarla a fin de que te mantenga disponible y en alerta en las manos del Señor. Pero no olvides que tienes que entrenaría, hacerla trabajar fuertemente para llegar a esto. A cambio, qué alegría saber que el Señor encuentra en ti su felicidad.
Los tres tipos de amor
Nos queda la última de las virtudes teologales, la más grande según san Pablo, la caridad, el amor. Ella ejerce en tres registros: el amor al Señor, el amor hacia el de al lado, el amor por nosotros mismos. Esos tres amores no son iguales pero crecen sobre la misma raíz: los tres juntos son la imagen del amor eterno que une al Padre y al Hijo en el Espíritu. Es el mismo Espíritu que nos ha sido dado en Pentecostés el que nos permite amar como aman el Padre y el Hijo.
Este amor divino tiene, por supuesto, puntos en común con el amor humano que es un reflejo de Dios en nuestros corazones porque Dios es amor. Cualquier amor verdadero, sean cuales sean sus límites, nos remite a Dios aunque muchas veces lo hace de manera lejana. Pero el amor divino que nos interesa aquí, más todavía que la fe y la esperanza, es un don nuevo, salido directamente del corazón de Dios. No es una técnica a pesar de tener que aprenderlo paso a paso para introducirlo en nuestra vida real. No es una técnica, es el mismo ímpetu que viven las personas divinas y del que participamos para poder vivir a su imagen.
La realidad del amor en ti se reconoce por la calidad de la mirada que diriges a una persona; es decir, si eres incapaz de condenarla, de no respetarla, de no admirarla, vivirás en una pobreza completa ante ella sin retener nada de lo que le puedes dar. Al mismo tiempo, aspiras a recibir lo mismo de su parte no como un derecho que podrías exigir sino como un cumplimiento de tu amor.
No hay que confundir el amor teologal con los grandes impulsos pasionales que despiertan los estratos del fondo del corazón o de nuestra sensibilidad. No se oponen necesariamente al verdadero amor pero están situados a otro nivel. La verdadera caridad no se acaba en este mundo ni en el otro. Las grandes pasiones se parecen a las olas del mar, violentas, a veces poderosas pero cambiantes y que pueden dar lugar a la tranquilidad absoluta.
Parece enseñarnos la experiencia que el amor más difícil de desarrollar en nuestro corazón y sobre todo al principio, es el amor hacia nosotros mismos que no tiene nada que ver con el egoísmo, el amor propio o el repliegue sobre uno mismo. Es un don del Todopoderoso que nos llega porque somos sus hijos: cualquiera que sean las miserias que podamos descubrir en nosotros mismos casi no cuentan al lado de esta divinización. Esto no puede por menos que provocar nuestra admiración, alegría, respeto y amor, en la luz y la transparencia. No dejes jamás de cuidar este amor en ti, porque si fuera demasiado deficiente toda la comunión con Dios lo padecería.
Hay que leer de nuevo el discurso de Jesús en la última Cena y la primera carta de san Juan si queremos escuchar lo que nos dice el corazón de Dios sobre el amor a los demás. Todos tenemos la oportunidad de practicarlo en la vida cotidiana pero hay que desarrollarlo y profundizarlo sin descanso en la oración abriendo cada vez más nuestro corazón al del Padre y del Hijo.
Hablando del amor a Dios llegamos al único fin de esas paginas. Un fin cuyas arras hemos recibido desde el principio de la vida espiritual, pero que no podremos llevar a su plenitud antes de la segunda llegada del Señor cuando, en cuerpo y alma, en la comunión de todos los santos, veremos a Dios que se nos entrega y seremos capaces de acogerle.
Entregados a quien nos ama
Después de haber evocado brevemente la cara de las tres virtudes teologales me gustaría decirte una palabra sobre algo que me parece ser una característica completamente distinta de la oración teologal. Al principio de estas páginas te decía que su objetivo era hacernos llegar directamente a Dios. Esto es lo que quisiera precisar de manera más rigurosa. La oración teologal nos pone en relación personal con Alguien y no con algo: es un verdadero encuentro entre tú y el Padre o su Hijo o su Espíritu. Ya no vas a ellos a través de la mediación de las ideas por muy sublimes que sean o de contemplaciones intelectuales del misterio. La palabra de Jesús, que es el fundamento de nuestra fe, nos lleva directamente a su corazón sin ningún intermediario, igual que al del Padre o al del Consolador, en la simplicidad de la unidad divina.
¿Te has dado cuenta como a lo largo del evangelio de san Juan el reproche que Jesús lanza constantemente a los judíos, que no pueden o no quieren creer, es siempre el mismo? Son incapaces o se hacen incapaces de acogerle a él. Escuchan las mismas palabras que los discípulos, son testigos de las mismas señales, son herederos de las mismas promesas pero se quedan lejos de Jesús, no entran en contacto con él. Lo único que hacen es proyectar sobre él sus pensamientos y sus teorías en lugar de verle y dejarse iluminar hasta lo más profundo de su corazón. No creen. Quieren mantener una distancia entre las ideas que creen que son de su propiedad y la realidad del don de Dios que les obligaría a despojarse de todo y abrir sus corazones a la persona del Hijo.
Eso es más o menos lo que estamos vivien-do nosotros también en la medida que como los judíos nos atamos a las cosas creadas que nos dan más seguridad en lugar de entregarnos a la Persona divina que no puede darnos nada más que a ella misma. ¿Y no es la oración teologal precisamente este don de nosotros mismos, sin límite ni restricción, al que nos ama?
LA ORACIÓN DEL PUBLICANO
Siento la necesidad de pararme en el episodio del publicano algún tiempo porque estamos ante una verdadera oración teologal que pone la mirada sobre Dios y nadie más: “Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mi, pecador”, tan distinta de la oración con la que el fariseo expone sus peticiones, complaciéndose en su propia persona. Es una oración que gusta a Dios. El mismo Jesús nos lo garantiza. Es una oración que se refiere a nosotros porque nadie tiene nada que decir salvo implorar la misericordia divina por nuestra condición de pecadores.
Es importante reconocer que nuestros pecados no nos impiden presentarnos ante el Padre misericordioso. Al contrario. Solo él puede tener piedad y hacer, por el misterio de su ternura y poder, que seamos justificados, agradables, acogidos con benevolencia por haber creído que él está lleno de compasión y misericordia.
Insisto sobre este punto porque me parece que constituye el núcleo de nuestra oración teologal como pobres herederos de Adán que somos. Algunas tradiciones espirituales falsas y una “educación cristiana” estrecha han conseguido que, en la inmensa mayoría de los casos, el pecador esté convencido de que a los ojos de Dios no tiene derecho a existir y que lo mejor que puede hacer es huir lo más lejos posible del implacable vengador del cielo. ¡Qué caricatura del evangelio!
“Dios amó tanto al mundo que le entregó a su único Hijo para que el mundo sea salvado, no condenado” (Jn 316-17).
Podríamos añadir numerosas citas en este sentido del evangelio y de las epístolas. El pecado se ha convertido en el revelador del amor profundo e infinito del Padre hacía sus hijos.
Todos tenemos vocación de publicanos porque todos somos pecadores llamados a buscar la intimidad con Dios. El nunca nos dirá: “Vete primero a purificarte y luego preséntate ante mí”. Al contrario, si reconocemos la verdad de nuestra pobreza y nos dirigimos a su misericordia él nos dirá: “Ven para que te purifique, ven y alegra mi corazón y el cielo entero.
La paradoja del amor divino es tan fuerte que no me parece excesivo decir que la ora-ción del publicano es la única forma normal de oración teologal para nosotros. Nunca podremos presentarnos ante Dios sin llevar en el corazón obstáculos, como pecados, huellas que dejan esos pecados, obstáculos involuntarios pero demasiado reales para dejar obrar a Dios en nuestra vida, etc. Todos y siempre nos presentamos ante nuestro Padre como el hijo pródigo seguros de que nos abrazará antes de que empecemos a darle explicaciones.
Habría mucho que decir en este sentido sobre la oración de curación, la oración de esos múltiples pecadores, débiles y enfermos cuya purificación se revela en el evangelio a través de la presencia de Jesús, con una sola palabra de su boca o un simple gesto de su parte. Y esto siempre es verdad. ¿Quién puede hablar de esas curaciones rápidas y progresivas de almas heridas, de corazones presos, de sensibilidades revueltas que en el secreto de una oración dirigida directamente a Jesús se han visto curadas y resucitadas en la medida en que han creído en él, han tenido confianza y han intentado amarle?
En esos casos realmente se trata de una oración teologal. Se produce un encuentro con el Hijo de Dios y un cambio: “El toma sobre sí nuestras debilidades” (Mt 8, 17) mientras que la vida divina empieza a brillar en nuestro corazón; no sólo nos da esta consolación sino que también nos hace partícipes de su propia vida.
¿No es también una oración de publicano la oración de Jesús que repiten desde siglos e incansablemente los hesicastas. El texto de la jaculatoria con la que rezan está parcialmente tomado de la fórmula del publicano: “Jesús, hijo de Dios, ten piedad de mi, pecador”. Generaciones de monjes no han tenido otra oración interior distinta de ésta que a su vez les ha llevado a la intimidad silenciosa con Dios, al fondo de su pobreza.
“Tu rostro busco, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal 26,8-9). Este versículo del salmo, entre muchos otros, permite presentir el profundo deseo del Señor que anima tantos corazones. ¿Encontrarán el medio de llegar hasta el fin de su búsqueda? ¿No nos perderemos en el camino o cansados por la falta de éxito, nos sentaremos desanimados al borde del camino?
Me pregunto si esos buscadores de Dios a la deriva cuentan con las ayudas suficientes. Saber esto debería causar una herida en nuestro corazón, Ojalá el Padre infinitamente misericordioso escuche nuestra oración por ellos.
Para terminar, tengo que reconocer la imprudencia que he cometido empezando esas paginas cuyo tema desborda enormemente mi competencia. Gracias por perdonarme. Amén
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