El monacato egipcio primitivo
Monasterio de
San Bishoy. Wadi El Natroum, Egipto.
Hasta el momento
hemos visto algunas generalidades del monacato cristiano, y hemos hecho notar
que el fenómeno de la vida religiosa surgió en la Iglesia de Dios como producto
de una natural evolución de la vida ascética, y no del ingenio cristiano de los
egipcios; en efecto, entre los historiadores se pensó durante mucho tiempo que
el monacato sería la gran deuda del cristianismo con el pueblo copto: allí se
cristalizarían las formas clásicas cenobítica y anacorética, luego pasarían al
Oriente bizantino, donde el monacato sería perfeccionado por la regla de San Basilio Magno,
y por obra de San Jerónimo y,
posteriormente de San Agustín, se asentaría en
Occidente; tal es la visión que durante mucho tiempo fue defendida en los
círculos eruditos. Las diversas pruebas documentarias y arqueológicas que
fueron desempolvándose desde mediados del siglo XX fueron echando por tierra
dicho cuadro, eso sí, también pusieron en evidencia el excepcional papel que el
monacato copto desempeñó para el naciente movimiento monástico en el
cristianismo.
De hecho, Egipto
aportó al monacato primitivo las primeras y más famosas figuras de monjes; con
relativa precocidad se fijó el perfil de las principales formas monásticas, que
servirían de patrón en toda la Iglesia; sus proezas ascéticas y su doctrina los
hicieron célebres en todo el imperio, hasta tal punto que Egipto se convirtió
en la meta de muchísimas peregrinaciones, tanto de cristianos como de paganos,
que acudían a contemplar aquella “nación de virtuosos”: de esto dan fe las
afirmaciones de varios antiguos como Casiano, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo,
además de los libros que nos han llegado como “guías turísticas” para
recorrer el Egipto monástico; otras fuentes que nos hablan de la gran
celebridad de estos monjes son la Historia Lausiaca y la Historia
de los monjes de Egipto.
Icono ortodoxo
griego de San Antonio el Grande, abad en Egipto.
Egipto también
sería el país con mayor número de monjes, según el decir las fuentes: “el
desierto se pobló de tiendas habitadas por ángeles”. Aunque está claro
para muchos que las cifras que nos ofrecen los documentos antiguos suelen ser
un poco exageradas, de todos modos parten de un hecho claro y es el éxito del
monacato por aquellas tierras, éxito confirmado por la gran cantidad de hallazgos
de celdas y monasterios datados entre los siglos IV-VI. Muchas son las
explicaciones que se ofrecen a esta inusitada explosión de vocaciones
monásticas, algunas, muy relacionadas con las presuntas causas de la aparición
del monacato de que hablábamos en el último artículo sobre los orígenes del
monacato cristiano. Hay que sumarle un ingrediente más, que hace más extraño
este triunfo: el cristianismo era aún incipiente entre la población copta,
excepto en Alejandría, que era más “griega” que egipcia. Y aquí entra la
variedad de explicaciones: eran campesinos que escapaban de la situación
económica, o jóvenes que huían de prestar milicia en las legiones romanas
como tropas auxiliares; a propósito de esto, es significativo saber que,
inicialmente, el vocablo “anacoreta” hacía referencia a los fugitivos y no a
los ascetas. De cualquier forma, la vida en el desierto es suficientemente dura
como para pensar si valdría la pena vivir para siempre allí por estos
mundanales motivos. El verdadero motivo, a decir de García M. Colombás “es el
misticismo ardiente, el gusto por la ascesis, el modo heroico de soportar el
sufrimiento propio del carácter copto… y la piedad, el sentimiento de cercanía
de Dios que albergaban estas almas simples”. Aunque buena parte de la población
copta fuera pagana, siempre tuvieron ese trato familiar con la Divinidad,
familiaridad que se refleja en la cantidad de visiones y sueños sobrenaturales
que las fuentes adjudican a los monjes del desierto egipcio. Podemos decir, en
fin, que el monacato en Egipto nace del apasionado y simplísimo pueblo copto,
más que de los sabios y entendidos.
Una figura
importantísima para el monacato cristiano, no solo egipcio sino universal, fue
San Atanasio, obispo de Alejandría, el campeón de la fe del Concilio de Nicea.
Su lucha contra los arrianos nos es muy conocida, pero
muy poco, en cambio, su importancia en el desarrollo de la doctrina espiritual
cristiana. Sabemos que desde muy joven practicó el ascetismo y se entregó al
estudio de las Escrituras y de la tradición espiritual de la Iglesia
alejandrina; también consta sus amistosas relaciones con los monjes del
desierto, relaciones que se estrecharon durante sus tercer y cuarto destierros,
que pasó entre ellos, además de ser un gran admirador de San Antonio. Atanasio comprendió
bien pronto, a diferencia de muchos otros obispos, el gran potencial que
encerraba este movimiento, por lo que fue uno de sus más activos difusores,
además de aportar para ellos la riqueza de su sabiduría doctrinal: esto le
daría una influencia casi decisiva sobre el naciente monacato, influencia que
ejercerá a través de sus escritos ascéticos y, sobre todo, de su Vita
Antonii.
Icono copto de
San Atanasio, patriarca de Alejandría (Egipto).
Sin quitarle el
valor histórico que buena parte del material representa, no podemos desconocer
que, más que una biografía, Atanasio pretendió proponer a las sucesivas
generaciones de monjes un “modelo”, un “espejo” en qué mirarse. Atanasio se
preocupa principalmente por describir el camino de progreso espiritual que el
monje debe recorrer para alcanzar “el rostro de Dios”; así, los relatos de las
sucesivas etapas en la vida del varón de Dios Antonio son diferentes estadios
espirituales que el monje debe atravesar en su proceso de purificación, antes
de convertirse en el padre carismático que “engendra” nuevas generaciones de
monjes. Largo y estrecho es el camino que debe recorrer, además que los
demonios harán todo lo que a su alcance esté para sabotear su camino, por lo
que es preciso, si se quiere servir a Dios a la manera de los monjes, estar
prestos a renunciar a todas las propuestas de este mundo y a luchar con coraje
contra las tentaciones.
Debemos
mencionar, además, los dos discursos que Atanasio pone en boca de Antonio, que
son más su propia doctrina que la del gran Padre del desierto. La primera
constituye el primer tratado ascético monástico de que tengamos noticia, además
de presentar las primerísimas reglas para el discernimiento de espíritus. La
segunda, es una apología dirigida a los “filósofos” y a todos aquellos que
objetan este estilo de vida, sobre todo por sus exigencias de penitencia y de
soledad. En fin, Atanasio ofrece al naciente movimiento una práctica en la persona
de Antonio, y una teoría en estos dos grandes discursos.
Sobre San
Antonio, remito a su reseña publicada en este blog. Solo quiero remarcar los
siguientes puntos: su vocación parte de las Escrituras, de aquellas perícopa
evangélica que oyó leer en el templo, “Si quieres ser perfecto vende todo lo
que tienes…”; su iniciación monástica estuvo a cargo de ciertos monjes
suburbanos que la Vita Antonii llama spoudaioi (la “tercera
clase” de monjes de que hablábamos en la última parte de “Orígenes del monacato
cristiano”); antes de convertirse en el perfecto “amigo de Dios” ha pasado por
una experiencia monástica de casi 40 años marcada por el constante combate con
los demonios. Cuando se ha hecho muy famoso y es harto visitado, huye a lo más
profundo del gran desierto, buscando su anhelada soledad. Muere en 356, a una
edad aproximada de 105 años. Después de muerto, su fama de monje cabal e
insuperable era universalmente conocida, según hemos de creer a la gran
cantidad de testimonios que las fuentes nos ofrecen.
Monasterio de San Macario, en Egipto.
Pese a su fama y
a su enorme importancia en el incipiente movimiento monástico, San Antonio no fue el primer
cristiano en retirarse del mundo en busca del rostro de Dios.
Las fuentes
escritas nos ilustran con un significativo número de ejemplos de personas que
vivieron la fuga mundi de muy variadas maneras: en algún local de una
iglesia, en los antiguos cementerios, en la periferia de las aldeas o
encerrados de por vida como “reclusos”. Unos pocos intentarían vivir en los
oasis del desierto y este es, en efecto, el caso de Antonio. Muchos de éstos
primeros solitarios provenían en su mayoría de las clases más bajas de la
sociedad copta; los poquísimos que venían de estratos más altos eran, por lo
general, extranjeros.
Dado su origen,
la mayoría de los primitivos monjes coptos no poseían educación, más aún,
existía entre ellos un marcado anti-intelectualismo hasta tal punto que era mal
visto tener un libro. Para ellos, la Escritura no era punto de partida para la
reflexión intelectual (léase teología) sino norma práctica de vida y arma
contra el demonio: aprendían de memoria libros enteros de la Biblia para saber
cómo actuar frente a las situaciones cotidianas de su vida monástica. Los
llamados “filósofos del desierto”, tales como Evagrio Póntico y Casiano, no
eran más que una minoría extranjera que no influyó para nada en la gran mayoría
pobre y rústica del monacato egipcio.
A lo anterior
hay que sumar que los primitivos monjes eran, como todos, hombres débiles, y
todavía más, provenientes de una sociedad en decadencia como la de aquella
época. Las fuentes nos hablan sin rubor del pasado de muchos monjes: asesinos,
lujuriosos y ladrones. Muchos recaían en sus viejos vicios, y recibían
ejemplares penitencias. Algunos otros eran sorprendidos en situaciones
vergonzosas con muchachos, y sobre esto algunos Padres del desierto insistían
en que son más peligrosos los jóvenes que merodean las colonias eremíticas que
las mismas prostitutas. Considerando todo esto, podemos ver que el gran papel
que cumplió el monacato primitivo fue el de tratar de reformar aquellas
costumbres corruptas que por entonces reinaban en el imperio.
Celebración de
la Divina Liturgia Copta en la Sceta de San Macario.
También debemos
subrayar el carácter laico del monacato naciente. Huían como a la peste a la
sola idea de recibir las órdenes sagradas, sobre todo por amor a su vida
solitaria, que no querían abandonar para meterse en asuntos “de sociedad” como
los que debían tratar los clérigos. Los pocos que eran ordenados recibían la
grave misión de ejercer el ministerio pastoral entre sus hermanos los monjes:
lejos estaba la idea de honrarlos o “condecorarlos”.
También cabe
aclarar que los ermitaños absolutamente aislados eran poquísimos, además que no
practicaban este régimen de por vida, sino con intermitencias. Lo más común es
que los solitarios se congregaran en torno a un maestro espiritual reconocido,
viviendo cerca unos de otros. Estas colonias eremíticas eran numerosas en Egipto:
lo prueban los hallazgos arqueológicos a lo largo del rio Nilo; pero de la gran
mayoría de dichas colonias no sabemos casi nada. Sólo tenemos abundantes
noticias de tres de éstas, que eran las más visitadas debido a su relativa
cercanía con Alejandría: Nitria, Escete y Las Celdas. La fundación de Nitria se
atribuye a San Ammón; cuando el número de solitarios de ésta creció, algunos
marcharon más adentro del desierto, originando Las Celdas. Las dos primeras
colonias de Escete deben su fundación a San Macario el grande.
Las colonias
eremíticas funcionaban como una especie de comunidad cooperativa. En el centro
se levantaba una iglesia, servida por un monje presbítero. A medida que las
colonias crecían, se establecieron monjes “ecónomos” y se construyeron algunos
edificios sencillos comunes que servían como panaderías, cocinas, almacenes,
etc. Algunas llegaron a tener biblioteca común. Las colonias más visitadas
también contaban con hospederías donde los visitantes podían pasar todo el
tiempo que quisieran con tal que no pasaran más de una semana sin ayudar en el
trabajo. En las colonias más pequeñas, la iglesia les servía de hospital. Para
los anacoretas lo más práctico era asociarse a una de estas colonias: les
resolvía muchos problemas, además de que sus obligaciones para con la colonia
eran pocos, mientras que su libertad era casi ilimitada.
Para ser monje,
no bastaba la buena voluntad de vivir en el desierto: debía buscar a un monje
experimentado que lo iniciara en la vida monástica; si no lo hallaba, no sería
considerado un verdadero “siervo de Dios”. Estos sabios maestros, monjes
cabales, jamás faltaron en el desierto. El aspirante debía pedirle al “padre”
que le permitiera vivir con él. Entonces, el anciano lo ponía a prueba: lo
dejaba varios días en la puerta, pasando hambre; de veces le hablaba lo duro
que es servirle a Dios; otras veces, le contaba su régimen de vida personal,
que no era nada amigable por lo general. Si el aspirante resiste, entonces le
deja entrar. Aprender la vida monástica podía ser cosa dura, y los ancianos se
esmeraban en este asunto: les imponían trabajos y humillaciones, les mandaban
cosas inútiles, los obligaban a practicar duras vigilias de oración. Pero
el principal medio por el que enseñaban la búsqueda de Dios era por medio de
sus palabras carismáticas y sagradas: el logion. Como los anacoretas
no tenían regla ni superior, los “dichos” de los Padres se constituyeron, con
las Escrituras y la inspiración interior, en la principal norma de vida.
El logion era considerado un oráculo de Dios, por lo que exigía ser
obedecido ciegamente; el interesado debe “pedir” el logion, y si es
hallado digno ante los ojos de Dios, el padre le dará la sentencia, que se
considera inapelable. Es esta la principal motivación para aquellas extensas
colecciones de “dichos” de los Padres del desierto que nos han llegado en las
obras conocidas como los Apotegmas.
Monje copto en meditación.
El aspirante así
era formado por el ejemplo y la palabra de su padre, hasta que un buen día éste
le anuncia que ya es un monje, así sin más. Es hasta el siglo V que aparece un
sencillo ritual de profesión. Tras esto, el nuevo anacoreta debía ocupar su
propia celda, que podría ser una cabaña, un pequeño “apartamento” o incluso una
cueva natural o excavada; no faltaron quienes ocuparon viejas sepulturas del
antiguo Egipto. Al interior de su celda el monje podía disponer de su tiempo
como bien le pareciera, pero muy pronto se forjó una tradición sobre el plan de
vida ideal que el ermitaño debía seguir.
A la media noche
los monjes se reunían por grupos para recitar la salmodia[1],
tras la cual permanecían hasta el amanecer meditando[2]
aquellos pasajes de la Escritura que sabían de memoria. Ya de día
empezaban el trabajo manual; era preferido el tejido de esteras y la confección
de cestas, pues es un trabajo mecánico que facilita la oración, en cambio, se
desaconsejaba el trabajo agrícola pues no favorece la concentración, con todo,
muchos monjes vivían de ayudar a los campesinos en la siega o cultivaban su
propia huerta. Al medio día tenían un momento de descanso. A las tres de la
tarde tomaban su única comida consistente en una libra de pan, sal y algo de
aceite; los monjes más esforzados solían diferir esta comida hasta más tarde;
en Pascua, en cambio, comían al medio día. Al caer la tarde, nuevamente se
reunían por grupos para rezar otra salmodia, y después cada cual partía a su
celda a dormir sobre una estera o un lecho de hojas de palmera. Aquí podemos
notar los dos tiempos de oración que estarán en casi toda la tradición del
monacato cristiano universal: el ocaso y la media noche serán tenidos desde
aquellos siglos hasta el presente como horas sagradas de encuentro con Dios.
Pero los monjes
no circunscribían la oración a un momento específico del día, sino que se
esforzaban en orar siempre; sobre todo procuraban unir la oración al trabajo.
Para esto, aparte de preferir los trabajos mecánicos y repetitivos a los
pesados, recitaban ciertas oraciones cortas formadas por fragmentos
bíblicos. A veces, se proponían recitar cierto número de oraciones por día: 50,
100, 300, y los más observantes hasta 700.
El alimento, a
veces, incluía dátiles y lechugas. Las frutas dulces sólo eran dadas a los
enfermos, lo mismo que la carne. Las lentejas eran un detalle de cortesía para
los visitantes. La bebida por excelencia es el agua, pues los labios de los
siervos de Dios no deben tocar el vino.
El vestuario del
monje se limitaba a lo preciso, y a veces era menos. Debía ser hecho de telas
simples y sencillas, eso sí, se evitaba que el traje sea tan vil
que llame la atención, y así caer en orgullo secreto. Normalmente tenían una
segunda túnica algo mejor para ir a la iglesia.
Icono ortodoxo
griego de San Macario el Grande.
Los anacoretas
se reunían los sábados y los domingos para celebrar la Eucaristía, según la vieja costumbre del pueblo
copto. En esos días, después de la Oblación[3], los monjes
celebraban el ágape, que consistía en una comida donde compartían la
mesa todos los monjes. En ellos se comía un poco mejor de lo acostumbrado,
además de que se podía beber vino. A lo que parece, los presbíteros y diáconos
de la colonia eran los encargados de servir aquel convite. En aquel banquete,
los monjes de más sabiduría entablaban diálogos sobre temas monásticos, en lo
que se conoce como las colaciones espirituales, algunas de las cuales
las fuentes nos han conservado. Tras el ágape, los solitarios entregaban a los
ecónomos el producido del día y recibían el material para trabajar en la
siguiente semana.
Los monjes,
además, podían visitar a sus camaradas en sus celdas para aprender de su
experiencia. A veces, los ermitaños emprendían penosos viajes para visitar a
famosos y sapientísimos monjes. Y los monjes debían recibir a los visitantes
como se recibe a Cristo mismo: desde los orígenes, la hospitalidad fue un valor
muy apreciado por el monacato cristiano. Claro está que algunos eran muy
visitados, o recibían verdaderas romerías, por lo que éstos tuvieron que
defender con fiereza sus espacios de soledad.
Terminemos este
artículo con una palabra sobre las ermitañas. Las fuentes nos atestiguan la
gran acogida de este género de vida entre las mujeres, que mayormente optaban
por la modalidad de reclusión, tal vez por ser un poco más seguro. Pero nos ha
llegado poca información sobre sus personalidades, cosa lamentable. A pesar de
este defecto de las fuentes, es necesario decir que los monjes varones
consideraban a las mujeres con igual capacidad de transmitir el logion,
reconociendo en ellas una verdadera maternidad espiritual: prueba de ello, es
que en los Apotegmas se conservan algunos dichos de unas pocas Madres
del desierto, en su correspondiente lugar entre los dichos de los Padres. Entra
las madres que figuran en los apotegmas sobresale Santa Sinclética, que además
posee una biografía escrita por un autor anónimo entre los siglos IV y V.
[1] Por salmodia entendemos un conjunto de
salmos recitados en un contexto de oración, sin importar cuáles salmos
y en qué orden.
[2] En el sentido del verbo latino meditare, que equivale a recitar, repetir, recordar. Es esta meditación el núcleo primitivo de la lectio divina o lectura orante de la Palabra de Dios.
[3] Uno de los nombres antiguos tradicionales de la Eucaristía.
[2] En el sentido del verbo latino meditare, que equivale a recitar, repetir, recordar. Es esta meditación el núcleo primitivo de la lectio divina o lectura orante de la Palabra de Dios.
[3] Uno de los nombres antiguos tradicionales de la Eucaristía.
Dairon
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