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viernes, 7 de junio de 2013

LOS SALMOS EN LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA

 


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1. En la carta apostólica Novo millennio ineunte expresé el deseo de que la Iglesia se distinga cada vez más en el «arte de la oración», aprendiéndolo siempre de nuevo de los labios mismos del divino Maestro (cf. n. 32). Ese compromiso ha de vivirse sobre todo en la liturgia, fuente y cumbre de la vida eclesial. En esta línea es importante prestar mayor atención pastoral a la promoción de la Liturgia de las Horas, como oración de todo el pueblo de Dios (cf. ib., 34). En efecto, aunque los sacerdotes y los religiosos tienen un mandato preciso de celebrarla, también a los laicos se les recomienda encarecidamente. Esta fue la intención de mi venerado predecesor Pablo VI al publicar, hace poco más de treinta años, la constitución Laudis canticum, en la que establecía el modelo vigente de esta oración, deseando que «el pueblo de Dios acoja con renovado afecto» los salmos y los cánticos, estructura fundamental de la Liturgia de las Horas.
Es un dato esperanzador que muchos laicos, tanto en las parroquias como en las agrupaciones eclesiales, hayan aprendido a valorarla. Con todo, sigue siendo una oración que supone una adecuada formación catequística y bíblica, para poderla gustar a fondo.
Con esta finalidad comenzamos hoy una serie de catequesis sobre los salmos y los cánticos propuestos en la oración matutina de las Laudes. De este modo, deseo estimular y ayudar a todos a orar con las mismas palabras utilizadas por Jesús y presentes desde hace milenios en la oración de Israel y en la de la Iglesia.
2. Podríamos introducirnos en la comprensión de los salmos por diversos caminos. El primero consistiría en presentar su estructura literaria, sus autores, su formación, los contextos en que surgieron. También sería sugestiva una lectura que pusiera de relieve su carácter poético, que en ocasiones alcanza niveles altísimos de intuición lírica y de expresión simbólica. No menos interesante sería recorrer los salmos considerando los diversos sentimientos del alma humana que manifiestan: alegría, gratitud, acción de gracias, amor, ternura, entusiasmo, pero también intenso sufrimiento, recriminación, solicitud de ayuda y de justicia, que a veces desembocan en rabia e imprecación. En los salmos el ser humano se descubre plenamente a sí mismo.
Nuestra lectura buscará sobre todo destacar el significado religioso de los salmos, mostrando cómo, aun habiendo sido escritos hace muchos siglos por creyentes judíos, pueden ser usados en la oración de los discípulos de Cristo. Para ello nos serviremos de los resultados de la exégesis, pero a la vez veremos lo que nos enseña la Tradición, y sobre todo escucharemos lo que nos dicen los Padres de la Iglesia.
3. En efecto, los santos Padres, con profunda penetración espiritual, supieron discernir y señalar que Cristo mismo, en la plenitud de su misterio, es la gran «clave» de lectura de los salmos. Estaban plenamente convencidos de que en los salmos se habla de Cristo. Jesús resucitado se aplicó a sí mismo los salmos, cuando dijo a los discípulos: «Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí» (Lc 24,44). Los Padres añaden que en los salmos se habla de Cristo, o incluso que es Cristo mismo quien habla. Al decir esto, no pensaban solamente en la persona individual de Jesús, sino en el Christus totus, en el Cristo total, formado por Cristo cabeza y por sus miembros.
Así nace, para el cristiano, la posibilidad de leer el Salterio a la luz de todo el misterio de Cristo. Precisamente desde esta perspectiva se descubre también la dimensión eclesial, particularmente puesta de relieve por el canto coral de los salmos. De este modo se comprende que los salmos hayan sido tomados, desde los primeros siglos, como oración del pueblo de Dios. Si en algunos períodos históricos prevaleció una tendencia a preferir otras plegarias, fue gran mérito de los monjes el que se mantuviera en alto la antorcha del Salterio. Uno de ellos, san Romualdo, fundador de la Camáldula, en el alba del segundo milenio cristiano, -como afirma su biógrafo Bruno de Querfurt- llegó a sostener que los salmos son el único camino para hacer una oración realmente profunda: «Una via in psalmis».
4. Con esta afirmación, a primera vista exagerada, en realidad se remontaba a la mejor tradición de los primeros siglos cristianos, cuando el Salterio se había convertido en el libro por excelencia de la oración eclesial. Esta fue la opción decisiva frente a las tendencias heréticas que continuamente se cernían sobre la unidad de fe y de comunión. A este respecto, es interesante una estupenda carta que san Atanasio escribió a Marcelino, en la primera mitad del siglo IV, mientras la herejía arriana dominaba, atentando contra la fe en la divinidad de Cristo. Frente a los herejes que atraían hacia sí a la gente también con cantos y plegarias que respondían muy bien a los sentimientos religiosos, el gran Padre de la Iglesia se dedicó con todas sus fuerzas a enseñar el Salterio transmitido por la Escritura (cf. PG 27,12 ss). Así, al «Padre nuestro», la oración del Señor por antonomasia, se añadió la praxis, que pronto se hizo universal entre los bautizados, de la oración de los salmos.
5. También gracias a la oración comunitaria de los salmos, la conciencia cristiana ha recordado y comprendido que es imposible dirigirse al Padre que está en los cielos sin una auténtica comunión de vida con los hermanos y hermanas que están en la tierra. No sólo eso; los cristianos, al insertarse vitalmente en la tradición orante de los judíos, aprendieron a orar cantando las magnalia Dei, es decir, las maravillas realizadas por Dios tanto en la creación del mundo y de la humanidad, como en la historia de Israel y de la Iglesia. Sin embargo, esta forma de oración, tomada de la Escritura, no excluye ciertamente expresiones más libres, y estas no sólo continuarán caracterizando la oración personal, sino también enriqueciendo la misma oración litúrgica, por ejemplo con himnos y tropos. En cualquier caso, el libro del Salterio ha de ser la fuente ideal de la oración cristiana, y en él seguirá inspirándose la Iglesia en el nuevo milenio.
[Juan Pablo II, Catequesis del Miércoles 28 de marzo de 2001]
LA LITURGIA DE LAS HORAS, ORACIÓN DE LA IGLESIA
1. Antes de comenzar el comentario de los salmos y cánticos de las Laudes, completamos hoy la reflexión introductoria que iniciamos en la anterior catequesis. Y lo hacemos tomando como punto de partida un aspecto muy arraigado en la tradición espiritual: al cantar los salmos, el cristiano experimenta una especie de sintonía entre el Espíritu presente en las Escrituras y el Espíritu que habita en él por la gracia bautismal. Más que orar con sus propias palabras, se hace eco de los «gemidos inenarrables» de los que habla san Pablo (cf. Rm 8,26), con los cuales el Espíritu del Señor impulsa a los creyentes a unirse a la invocación característica de Jesús: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15; Ga 4,6).
Los antiguos monjes estaban tan seguros de esta verdad, que no se preocupaban de cantar los salmos en su lengua materna, pues les bastaba la convicción de que eran, de algún modo, «órganos» del Espíritu Santo. Estaban convencidos de que por su fe los versículos de los salmos les proporcionaban una «energía» particular del Espíritu Santo. Esa misma convicción se manifiesta en la utilización característica de los salmos que se llamó «oración jaculatoria» -de la palabra latina iaculum, es decir, dardo- para indicar expresiones salmódicas brevísimas que podían ser «lanzadas», casi como flechas incendiarias, por ejemplo contra las tentaciones. Juan Casiano, escritor que vivió entre los siglos IV y V, recuerda que algunos monjes habían descubierto la eficacia extraordinaria del brevísimo incipit del salmo 69: «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme», que desde entonces se convirtió en el pórtico de ingreso de la Liturgia de las Horas.
2. Además de la presencia del Espíritu Santo, otra dimensión importante es la de la acción sacerdotal que Cristo realiza en esta oración, asociando a sí a la Iglesia su esposa. A este respecto, precisamente refiriéndose a la Liturgia de las Horas, el concilio Vaticano II enseña: «El sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Jesucristo (...) une a sí toda la comunidad humana y la asocia al canto de este divino himno de alabanza. En efecto, esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que no sólo en la celebración de la Eucaristía, sino también de otros modos, sobre todo recitando el Oficio divino, alaba al Señor sin interrupción e intercede por la salvación del mundo entero» (SC 83).
También la Liturgia de las Horas, por consiguiente, tiene el carácter de oración pública, en la que la Iglesia está particularmente implicada. Así, es iluminador redescubrir cómo la Iglesia fue definiendo progresivamente este compromiso específico suyo de oración realizada de acuerdo con las diversas fases del día. Para ello es preciso remontarse a los primeros tiempos de la comunidad apostólica, cuando aún existía un estrecho vínculo entre la oración cristiana y las así llamadas «plegarias legales» -es decir, prescritas por la Ley de Moisés- que se rezaban en determinadas horas del día en el templo de Jerusalén. El libro de los Hechos de los Apóstoles dice que «acudían al templo todos los días» (Hch 2,46) o que «subían al templo para la oración de la hora nona» (Hch 3,1). Y, por otra parte, sabemos también que las «plegarias legales» por excelencia eran precisamente la de la mañana y la de la tarde.
3. Gradualmente los discípulos de Jesús descubrieron algunos salmos particularmente adecuados para determinados momentos del día, de la semana o del año, viendo en ellos un sentido profundo en relación con el misterio cristiano. Un testigo autorizado de este proceso es san Cipriano, que, en la primera mitad del siglo III, escribe: «Es necesario orar al inicio del día para celebrar con la oración de la mañana la resurrección del Señor. Eso corresponde a lo que una vez el Espíritu Santo indicó en los Salmos con estas palabras: "Rey mío y Dios mío. A ti te suplico, Señor, por la mañana escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando" (Sal 5,3-4). (...) Luego, cuando se pone el sol y declina el día, es preciso hacer nuevamente oración. En efecto, dado que Cristo es el verdadero sol y el verdadero día, en el momento en que declinan el sol y el día del mundo, pidiendo en la oración que vuelva a brillar sobre nosotros la luz, invocamos que Cristo nos traiga de nuevo la gracia de la luz eterna» (PL 39,655).
4. La tradición cristiana no se limitó a perpetuar la judía, sino que innovó algunas cosas, que acabaron por caracterizar de forma diversa toda la experiencia de oración que vivieron los discípulos de Jesús. En efecto, además de rezar, por la mañana y por la tarde, el padrenuestro, los cristianos escogieron con libertad los salmos para celebrar con ellos su oración diaria. A lo largo de la historia, este proceso sugirió la utilización de determinados salmos para algunos momentos de fe particularmente significativos. Entre estos ocupaba el primer lugar la oración de la vigilia, que preparaba para el día del Señor, el domingo, en el cual se celebraba la Pascua de Resurrección.
Una característica típicamente cristiana fue, luego, la doxología trinitaria, que se añadió al final de cada salmo y cántico: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo». Así cada salmo y cántico es iluminado por la plenitud de Dios.
5. La oración cristiana nace, se alimenta y se desarrolla en torno al evento por excelencia de la fe: el misterio pascual de Cristo. De esta forma, por la mañana y por la tarde, al salir y al ponerse el sol, se recordaba la Pascua, el paso del Señor de la muerte a la vida. El símbolo de Cristo «luz del mundo» es la lámpara encendida durante la oración de Vísperas, que por eso se llama también lucernario. Las horas del día remiten a su vez al relato de la pasión del Señor, y la hora Tertia también a la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Por último, la oración de la noche tiene carácter escatológico, pues evoca la vigilancia recomendada por Jesús en la espera de su vuelta (cf. Mc 13,35-37).
Al hacer su oración con esta cadencia, los cristianos respondieron al mandato del Señor de «orar sin cesar» (cf. Lc 18,1; 21,36; 1 Ts 5,17; Ef 6,18), pero sin olvidar que, de algún modo, toda la vida debe convertirse en oración. A este respecto escribe Orígenes: «Ora sin cesar quien une oración a las obras y obras a la oración» (PG 11,452c).
Este horizonte en su conjunto constituye el hábitat natural del rezo de los salmos. Si se sienten y se viven así, la doxología trinitaria que corona todo salmo se transforma, para cada creyente en Cristo, en una continua inmersión, en la ola del Espíritu y en comunión con todo el pueblo de Dios, en el océano de vida y de paz en el que se halla sumergido con el bautismo, o sea, en el misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
[Juan Pablo II, Catequesis del Miércoles 4 de abril de 2001]
INTRODUCCIÓN AL REZO DE LOS SALMOS
1. Los salmos, elemento básico de la Liturgia de las Horas
Los salmos, por su contenido, no constituyen aún la expresión más plena de la oración eclesial, ya que «los salmos no presentan más que una sombra o esbozo de aquella plenitud que se reveló más tarde en Cristo, plenitud de la que la oración de la Iglesia recibe su más alto valor» (Institutio generalis, 101). Sin embargo, en razón del abundante uso que se hace de los salmos en el Oficio divino, puede decirse que, en la práctica, la calidad de la oración eclesial depende principalmente de la manera como se comprende, se vive y se realiza la salmodia. Pero la salmodia no sólo es importante por el amplio lugar que los salmos ocupan en el conjunto del Oficio, sino que lo es principalmente porque en ellos se encuentra la mejor escuela, querida por el mismo Espíritu Santo, para llegar a la plenitud de oración que luego se nos revela en el Nuevo Testamento. En los salmos se contiene la mejor pedagogía de la oración cristiana y, por ello, la Iglesia, desde sus más remotos orígenes, y a partir del mismo Nuevo Testamento, ha reservado siempre para los salmos un lugar destacado en la plegaria litúrgica.
Es, pues, de la mayor importancia dar a la comprensión de los salmos su debido valor en la celebración. Cuando se capta bien el sentido de los salmos como plegaria, el Oficio divino llega a constituir la mejor forma de oración; si, por el contrario, los que celebran la Liturgia de las Horas no consiguen penetrar en el sentido de los salmos, difícilmente el Oficio divino pasará de ser el mero cumplimiento de una obligación.
2. Los salmos no siempre son fáciles y por ello deben ser introducidos
Los salmos son importantes, pero resultan difíciles, con frecuencia, para no pocas personas. No es exagerado afirmar que son muchos los que, después de haber intentado con la mayor buena voluntad abordar los salmos para convertirlos en oración, han topado con dificultades tan serias que o bien han desistido de su conato de orar con estos venerables poemas, o bien, cuando se trata de personas obligadas al Oficio, han ido cayendo en la práctica de una recitación meramente material de la Liturgia de las Horas.
Algunos salmos son, ciertamente, de inteligencia fácil, pero la mayoría de ellos, por su densidad de contenido, presentan serias dificultades para los no iniciados. Unas dificultades surgen por lo que podríamos llamar la «periferia de los salmos»: lenguaje y ambiente lejano por la geografía y por el tiempo; otras dificultades, más serias si cabe, se deben al contenido ideológico de estos poemas: textos que abundan en sentimientos de amenaza y de venganza, piezas en las que el orante se presenta como un dechado de perfección, de modo que su plegaria, por lo menos aparentemente, se asemeja a aquella oración del fariseo que el Señor condenó (cf. Lc 18,12). «No es de extrañar -reconoce la propia Institutio de la Liturgia de las Horas, 101- que, si bien todos se muestran concordes en la suma estima de los salmos, surjan a veces algunas dificultades cuando alguien, al orar, intenta hacer suyos tan venerables poemas». Por ello, la misma Institutio, por una parte, exhorta a los pastores de la Iglesia a que encaucen a los fieles «hacia la inteligencia cristiana de los salmos, a fin de que lleguen gradualmente a gustar mejor y a hacer más amplio uso de la oración de la Iglesia» (n. 23), y, por otra, propone algunos medios para facilitar la comprensión de los salmos en su vertiente de oración (nn. 110-113).
Precisamente este libro de introducciones a los salmos y de oraciones sálmicas que presentamos se sitúa en esta doble línea sugerida por la Institutio de la Liturgia de las Horas: en primer lugar, ayudar a una inteligencia de los salmos que sea algo más que un simple conocimiento exegético-científico, y, después, lograr que quienes rezan la Liturgia de las Horas «lleguen gradualmente a gustar mejor» (n. 23) de la espiritualidad de los salmos.
Con esta pequeña aportación deseamos simplemente abrir horizontes para una mejor y más viva comprensión de los salmos, con la esperanza de que quienes se inicien con este instrumento en la contemplación del mensaje cristiano anunciado en los salmos irán descubriendo después nuevas posibilidades, tanto en la interpretación espiritual de los mismos, como en la redacción de otras pasibles colectas sálmicas que «cristifiquen» y «actualicen» estos cantos que tanto han contribuido a la vida de oración de la comunidad eclesial.
3. Los salmos situados en el dinamismo interna de la historia de la salvación
Hoy conocemos mejor que ayer cómo toda la historia santa camina hacia Cristo: las grandes etapas de la historia de la salvación no se comprenden ya como pequeñas anécdotas aisladas, sino que se sitúan en su dinamismo hacia la Pascua del Señor y hacia la parusía final. La marcha de Israel por el desierto, para poner un ejemplo, se ve de nuevo, según la más genuina tradición de los Padres, como figura e inicio del caminar hacia la libertad total, libertad iniciada para la humanidad con la victoria de Cristo sobre la peor de las esclavitudes, la muerte, y libertad cuya realización completa espera la Iglesia en la parusía, cuando la humanidad entera sea liberada de la esclavitud de la muerte (cf. Rm 8,21). Bajo esta perspectiva, leer hoy las luchas y las dificultades de Israel por el desierto no es para la comunidad eclesial anécdota del pasado, sino contemplación del presente y profecía del futuro.
Este dinamismo interno que invade todo el conjunto de la historia de la salvación tiene también su realidad, bajo el prisma concreto de oración, en el Salterio. Los salmos, en efecto, aunque escritos para situaciones concretas y como súplicas para crisis determinadas o acciones de gracias por victorias singulares, deben colocarse en el dinamismo total de la historia de la salvación; así situados sobrepasan las limitadas fronteras de un personaje concreto, de una época determinada o de unas circunstancias precisas, y adquieren su sentido más pleno de oración por las luchas del vivir cotidiano, o de contemplación profética ante la victoria final de la humanidad, vivida por la Iglesia en la esperanza e incluso iniciada ya en no pocas de las realizaciones logradas por el pueblo de Dios en su peregrinar por el mundo.
4. Hay que descubrir el dinamismo de la historia de la salvación al orar con los salmos
Pero este dinamismo de la historia de la salvación, presente en los salmos como en toda la Escritura, debe descubrirse: hay que saber contemplar y vivir las situaciones concretas de los salmistas y apropiarse incluso sus mismas expresiones como oración que nos lleva hacia una liberación superior a aquella de la que ellos nos hablan literalmente; hay que saber entrever en las victorias que canta el salmista la profecía de la victoria pascual que la Iglesia contempla realizada en Cristo y, de la cual, suplica participar al fin de los tiempos. Los apóstoles -como aparece en los primeros discursos del libro de los Hechos- anunciaban a Cristo resucitado casi siempre a partir de la contemplación de los salmos, en los que leían ya la victoria del Señor (cf. Hch 2,25-28.34-35; 4,25). Hay que recordar, con todo, que incorporarse a este dinamismo de la historia de la salvación a través de los salmos no siempre resulta fácil, sobre todo para quienes han vivido una espiritualidad poco bíblica y poco pascual. Si, por el contrario, nos sumergimos en el dinamismo de la historia de la salvación, mirándola en conjunto como una acción única que va progresando a través del tiempo, al contemplar las primeras maravillas realizadas por Dios para salvar a su pueblo, fácilmente descubriremos ya en ellas los primeros pasos de una liberación que luego fue progresando hasta llegar a su culminación en Cristo. Colocados en el interior de este dinamismo, no resultará difícil contemplar en las victorias del rey de Israel sobre sus enemigos el preludio de la victoria de Cristo sobre la muerte; en el fin del exilio de Babilonia, la profecía de la liberación de toda clase de destierros; en la destrucción de los pueblos enemigos, el anuncio de la aniquilación definitiva de todo poder enemigo de Cristo y del hombre: dolor, pecado, muerte.
A semejanza del visitante que, al contemplar hoy la pila bautismal donde fue bautizado en el siglo pasado aquel recién nacido al que llamaron Ángel Roncalli, no dejará de pensar en el bautismo del papa Juan XXIII, por más que ni los familiares ni el ministro que confirió el sacramento pudieran tener la menor idea de que estaban bautizando al que luego sería el papa, así también, quien con mirada posterior contempla los triunfos de la dinastía de David no puede dejar de pensar en la victoria definitiva de Cristo, el Hijo de David por excelencia.
5. Orar con los salmos universaliza la oración
No se puede negar que los salmos, escritos por autores muy lejanos a nuestro mundo actual, tanto por el tiempo como por la geografía y la cultura, se sirven de imágenes y modos de expresión muy distintos de los que usa el hombre de hoy. Esta lejanía con respecto a nosotros se experimenta como fuente de dificultades por muchos que hoy quieren o deben orar con las viejas fórmulas del Salterio. Por nuestra parte, más bien diríamos que si se sabe utilizar debidamente, esta misma lejanía no es una dificultad, sino un buen instrumento para llevarnos con más facilidad a la comunión con Dios y a la contemplación de sus maravillas. Y esto por dos motivos: porque los salmos nos «universalizan», y porque los salmos nos llevan a un ambiente distinto del nuestro -nos «alienan», si se quiere usar esta palabra en sentido no peyorativo-, para colocarnos en un mundo que puede ser la imagen del mundo de Dios, al que la oración nos debe llevar.
Los salmos, en efecto, al ser como el eco de situaciones muy lejanas, son aptos para evocar acontecimientos diversos sin encerrarnos en un solo hecho determinado: pueden evocar no solamente una dificultad concreta, que quizá nos preocupa desmesuradamente, sino el conjunto de dificultades y de situaciones por las que atraviesa la Iglesia y la humanidad. Con ello salimos de nuestro pequeño mundo, en el cual vivimos encerrados, y nos abrimos al mundo entero, con sus luchas y necesidades; así los salmos hacen, si se quiere usar esta expresión, que nuestra oración sea «extravertida». Esto en cuanto al contenido mismo de la oración.
Y por lo que se refiere a la forma, el uso de unas imágenes lejanas a nuestro mundo y de un vocabulario no usual en nuestro tiempo -aunque plenamente comprensible- nos invita a salir de nuestra rutina y de nuestro mundo de cada día, con sus tópicos que llegan a perder, a veces, todo significado por su repetida utilización. Con ello las expresiones y las imágenes de los salmos, con su poesía y su lenguaje no usual, nos invitan a decir nuestras realidades con expresiones que, al no ser las de cada día, pueden ayudarnos a pensar más en lo que decimos, saliendo de nuestro ambiente rutinario y acercándonos a un mundo del que vivimos lejos: el mundo de las maravillas de Dios.
[Pedro FarnésMoniciones y oraciones sálmicas. Barcelona, Ed. Regina, 1978, pp.7-14]
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ORAR CRISTIANAMENTE CON LOS SALMOS
Quien ora con los salmos ha de tener muy presente que cada salmo es un poema literario y una oración. Si es un pecado pictórico pretender comprender un cuadro con una rápida mirada de soslayo, sin advertir la intensidad y contraste de colores, sin hacerse cargo de las luces y las sombras, sin dimensionar la perspectiva ni valorar cada uno de los detalles, sin meterse contemplativamente en el cuadro, no es menos pecado estético recitar un poema atropellando burda prosa. El poema exige contemplación, como lo requiere toda obra de arte. Las prisas, por consiguiente, son malos abogados cuando recurrimos a un poema sálmico.
A ello se junta que los salmos son oración. Ahora bien, «la oración es un acto de la religión, esto es, un acto de la creatura dotada de espíritu, con el que se vuelve a Dios, reconociendo explícita o inclusivamente su superioridad sin límites, alabándole y sometiéndose a Él (creyente, amorosa y esperanzadamente). Por eso la oración es un acto por medio del cual el hombre a) se "actualiza" en cuanto entero y b) somete y entrega a Dios esa realidad humana actualizada» (K. Rahner).
Con otras palabras, la oración siempre será un diálogo interpersonal entre el «yo» del orante -personal o comunitario- y el «Tú» divino. Si «en los libros sagrados, el Padre que está en los cielos sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (Dei Verbum 21), esto vale sobre todo cuando de los libros sagrados hacemos oración. Para que así sea, se entiende que el hombre accede al santuario de la oración no con una vida dispersa, sino recogida; poseyéndose íntimamente, siendo dueño de los diversos matices que hacen a la existencia humana: los gozos y los sufrimientos, los anhelos y las esperanzas, los logros y los fracasos, los pensamientos y los deseos, la gracia y el pecado... Quien sea capaz de abarcar total o parcialmente la compleja realidad que somos cada uno, podrá derramar su corazón ante Dios. De este hontanar profundo, del corazón, brota la salmodia convertida en auténtica oración, tal como sucedía en las comunidades primeras: «Llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor...» (Ef 5,18-20). En consecuencia, vale la siguiente ecuación: a mayor interioridad, una oración más personal y perfecta. Se trata de hacer un hueco para que los salmos hallen eco.
Aún es necesario añadir que la salmodia cristiana no es una oración neutra, dirigida a un Dios impersonal. Es una oración cristiana. El orante es un ser construido en Cristo. En este lugar teológico, su intimidad humana se modula mediante una fe, que es confiada entrega y adentramiento en el Padre de nuestro Señor Jesucristo; mediante una esperanza, que es activa tensión hacia la aparición gloriosa de nuestro Dios y la correlativa maduración de todo en Cristo; mediante una caridad, que es un amor exclusivo e indiviso a Dios y a los hermanos.
Precisamente en este momento, cuando pretendemos orar cristianamente con los salmos, es cuando se acumulan gran parte de las dificultades anteriormente mencionadas y otras mayores. ¿Cómo convertir en oración cristiana unos poemas literarios en los cuales la fe, la esperanza y la caridad cristiana son las grandes ausentes? ¿No será hora de acogernos a la nueva ciudadanía cristiana y de olvidar completamente la antigua, cuyos monumentos son pre y sub-cristianos?
Entendemos que estas graves preguntas, que versan sobre los salmos como posible oración cristiana, deben ser respondidas urgentemente. No es suficiente recordar el texto evangélico: «No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17), aunque ilustremos esta cita con el hecho de que Jesús recitara los salmos, herencia de la piedad de su tiempo. Por nuestra parte añadimos las tres siguientes consideraciones:
1. Toda obra literaria es un «poema», en el que una serie de relaciones y de correlaciones dimanan de su «hechura». No es necesario que el «poeta» haya querido todo esto para que exista. Es que la obra, una vez terminada, se independiza de su autor. Su existencia independiente puede cargarse de sentidos con el paso del tiempo, que están ahí en la obra. Quizá el siguiente ejemplo esclarezca lo que pretendemos decir. En cierta ocasión preguntó Eckermann a Goethe por la importancia de Fausto. Goethe contestó: «¡Como si yo mismo lo supiera y lo pudiera decir!» Los poemas tienen una plenitud de sentido que escapa a la intencionalidad del autor y es herencia de las generaciones posteriores. Es lo que sucede con los salmos. Como poesía, evocan mundos personales. Si quien ora es un cristiano auténtico, las resonancias que los salmos despertarán en él serán netamente cristianas, y de la oración pasará a la contemplación.
2. En la Biblia ningún libro es ajeno al conjunto. Los diversos libros no están meramente yuxtapuestos, sino que se da una verdadera comunicación entre libro y libro. Basta observar las notas marginales de la Biblia de Jerusalén, por ejemplo, para advertir la verdad de lo que decimos.
3. Finalmente, el conjunto bíblico recibe su unidad desde el Nuevo Testamento. «Todo cuanto fue escrito -afirma San Pablo-, fue escrito para nuestra instrucción, para que con la paciencia y el ánimo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza» (Rm 15,4; cf. 1 Cor 9,10). Esto es así porque «al principio de la partitura bíblica se encuentra escrita, como clave musical que todo lo determina, la presencia de Cristo» (N. Lohfink). Con esta clave por delante todo el conjunto vétero-testamentario, no sólo las citas que se incorporan al Nuevo Testamento, recibe una nueva luz. Es posible y necesario que todo sea pasado por Cristo. Por consiguiente, todo el Antiguo Testamento, y con él el salterio, debe ser contemplado a la luz de Cristo.
[Ángel Aparicio - José Cristo Rey GarcíaLos Salmos, oración de la comunidad. Madrid, Instituto Teológico de Vida Religiosa, 1981, pp. 16-19]



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