1. La vocación monástica:
Jesús llamó a los que quiso[1].
La elección
del Señor, iniciativa libre y soberana, es personal e irrepetible[2]
El Señor
llama por medio de su palabra
«Después de la muerte de sus padres (Antonio) quedó solo
con su única hermana, mucho más joven. Tenía entonces unos dieciocho a veinte
años, y tomó cuidado de la casa y de su hermana. Menos de seis meses después de
la muerte de sus padres, iba, como de costumbre, de camino hacia la iglesia.
Mientras caminaba, iba meditando y reflexionaba cómo los apóstoles dejaron todo
y siguieron al Salvador (Mt 4,20;
19,27); cómo, según se refiere en los Hechos
(4,35-37), la gente vendía lo que tenía y lo ponía a los pies de los apóstoles
para su distribución entre los necesitados; y qué grande es la esperanza
prometida en los cielos a los que obran así (Ef
1,18; Col 1,5). Pensando estas cosas,
entró a la iglesia. Sucedió que en ese momento se estaba leyendo el evangelio, y
escuchó el pasaje en que el Señor dice al joven rico: “Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y
dáselo a los pobres; luego ven, sígueme, y tendrás un tesoro en el cielo” (Mt
19,21). Como si Dios le hubiera puesto el recuerdo de los santos y como si la
lectura hubiera sido dirigida especialmente a él, Antonio salió inmediatamente
de la iglesia y dio la propiedad que tenía de sus antepasados: trescientas
“aruras”[3],
tierra muy fértil y muy hermosa. No quiso que ni él ni su hermana tuvieran ya
nada que ver con ella. Vendió todo lo demás, los bienes muebles que poseía, y
entregó a los pobres la considerable suma recibida, dejando sólo un poco para
su hermana.
Pero de nuevo, otra vez que entró en la iglesia, escuchó
aquella palabra del Señor en el evangelio: “No
se preocupen del mañana” (Mt 6,34). No pudo soportar mayor espera, sino
que fue y distribuyó a los pobres también esto último» (San Atanasio de
Alejandría, Vida de san Antonio, 2-3).
El Señor llama por medio del testimonio de vida de los
cristianos
«Después de la persecución reinó el gran Constantino,
primicia de los emperadores cristianos de Roma. Y como estaba en guerra contra
cierto tirano mandó reunir muchos reclutas. También Pacomio, que contaba cerca
de veinte años, fue llevado[4].
Mientras bajaban el río los reclutas, con los soldados que los vigilaban,
anclaron en la ciudad de Tebas, donde los mantenían prisioneros. Al atardecer,
cristianos misericordiosos que habían oído sobre ellos, les llevaron de comer,
de beber y otras cosas necesarias, pues los reclutas estaban en la aflicción.
El joven Pacomio, preguntando sobre esto, aprendió que los cristianos son
misericordiosos con todos, incluidos los extranjeros. Entonces volvió a
preguntar qué era un cristiano, y le dijeron: “Son hombres que llevan el nombre
de Cristo, Hijo único de Dios, y que hacen el bien a todos, con la esperanza
puesta en aquél que hizo el cielo, la tierra y a nosotros los hombres”.
Al escuchar hablar de una gracia tan grande, se
inflamó su corazón del temor de Dios y de gozo. Se retiró aparte en la prisión,
levantó las manos al cielo para orar y decir: “Dios, creador del cielo y de la
tierra[5],
si vuelves tu mirada hacia mí[6],
porque no te
conozco, tú, el único Dios verdadero[7], y si me libras de esta
aflicción, seré esclavo de tu voluntad todos los días de mi vida; y amando a
todos los hombres, los serviré según tus mandatos”[8].
Hecha esta oración, seguía navegando con los otros
reclutas. En las ciudades más de una vez sus compañeros lo hostigaban respecto
de los placeres mundanos y otros desórdenes: todos los rechazaba en memoria de
la gracia de Dios que había recibido. Porque amaba mucho la pureza, desde la
infancia.
Constantino derrotó a sus enemigos y los reclutas
fueron dejados en libertad. Entonces, Pacomio, una vez que la nave ancló en la
Alta Tebaida, se dirigió a una iglesia de la aldea llamada Chenoboskeion[9]. Allí fue catequizado y
bautizado...» (Primera vida griega de san
Pacomio, 4-5).
El Señor llama por intermedio del pobre
«Cierto día, no llevando consigo nada más que sus armas y
una sencilla capa militar (era entonces un invierno más riguroso que de
costumbre, hasta el punto de que muchos morían de frío), encontró Martín, en la
puerta de la ciudad de Amiens, a un pobre desnudo. Como la gente que pasaba a
su lado no atendía a los ruegos que les hacía para que se apiadaran de él, el
varón- lleno de Dios, comprendió que sí los demás no tenían piedad, era porque
e! pobre le estaba reservado a él.
¿Qué hacer? No tenía más que la capa militar. Lo demás ya
lo había dado en ocasiones semejantes. Tomó pues la espada que ceñía, partió la
capa por la mitad, dio una parte al pobre y se puso de nuevo el resto. Entre
los que asistían al hecho, algunos se pusieron a reír al ver el aspecto
ridículo que tenía con su capa partida, pero muchos en cambio, con mejor
juicio, se dolieron profundamente de no haber hecho otro tanto, pues teniendo
más hubieran podido vestir al pobre sin sufrir ellos la desnudez.
A la noche, cuando Martín se entregó al sueño, vio a Cristo
vestido con el trozo de capa con que había cubierto al pobre. Se le dijo que
mirara atentamente al Señor y la capa que le había dado. Luego oyó al Señor que
decía con voz clara a una multitud de ángeles que lo rodeaban: “Martín, siendo
todavía catecúmeno, me ha cubierto con este vestido”.
En verdad el Señor, recordando las palabras que él mismo
dijera: Lo que hicieron a uno de estos
pequeños, a mi me lo hicieron (Mt 25,40), proclamó haber recibido el
vestido en la persona del pobre. Y para confirmar tan buena obra se dignó
mostrarse llevando el vestido que recibiera el pobre.
Martín no se
envaneció con gloria humana por esta visión, sino que reconoció la bondad de
Dios en sus obras. Tenía entonces dieciocho años, y se apresuró a recibir el
bautismo» (Sulpicio Severo, Vida de san
Martín, 3,1-5).
El Señor llama por medio de mociones interiores
“Hubo un hombre de vida venerable, bendito por gracia y por
nombre Benito, que desde su más tierna infancia tuvo la prudencia de un
anciano. Adelantándose a su edad por sus costumbres, no entregó su espíritu a
ningún placer sensual, sino que en esta tierra en la que por un tiempo hubiera
podido gozar libremente, despreció, como ya marchito, el mundo con sus
atractivos.
Nacido de una familia libre de la región de Nursia,
fue enviado a Roma para estudiar las ciencias liberales. Pero al ver que en
este estudio muchos se dejaban arrastrar por la pendiente de los vicios, retiró
el pie que casi había puesto en el umbral del mundo, temiendo que, al adquirir
un poco de su ciencia, también él fuera a caer por completo en un precipicio
sin fondo. Abandonó por eso los estudios de las letras y dejó la casa y los
bienes de su padre y deseando agradar sólo a Dios, buscó la observancia de una
vida santa. Así se retiró, ignorante a sabiendas y sabiamente indocto” (San
Gregorio Magno, Diálogos, II, Prólogo 1).
Las tres clases de vocación según Juan Casiano
«Dijo el santo abad Pafnucio: ... Hay tres géneros
de llamamiento. Uno, cuando nos llama Dios directamente; otro, cuando nos llama
por medio de los hombres, y el tercero, cuando lo hace por medio de la
necesidad. Examinemos esto con detención.
Si
reconocemos que fuimos llamados directamente por Él a su culto, tendremos que
ordenar toda nuestra vida de modo que esté en consonancia con la alteza de esa
vocación. Porque de nada servirían los bellos comienzos si el fin no
respondiera a los principios.
Supongamos,
en cambio, que Dios nos ha segregado del mundo por una vocación de rango más
humilde, llamados para los hombres o por la necesidad. En tal caso, cuanto
menos gloriosos sean los comienzos con que inauguramos la vida monástica, tanto
más deberemos avivar nuestro fervor para consolidarnos en ella y tener un buen
fin en nuestra carrera.
Para poner en claro estos tres modos de vocación y sus
notas distintivas, repitamos que el primero es de Dios, el segundo se produce
por intermediaria humano y el tercero es hijo de la necesidad.
La vocación
viene directamente de Dios, siempre que envía a nuestro corazón alguna
inspiración. Esta nos sorprende a veces sumidos como en un profundo sueño. Nos
sacude, despierta en nosotros el deseo de la vida y de la salvación eternas, y
nos empuja, merced a la compunción saludable que origina en el alma, a
seguirla, manteniéndonos adheridos a sus preceptos. Así leemos en las Sagradas
Escrituras que Abraham fue llamado por la voz divina lejos de su patria natal,
de sus deudos y de la casa de su padre: Sal de
tu tierra, le dice el Señor, y de tu parentela, y de la casa de tu padre (Gn
12,1).
Sabemos que tal fue la vocación del bienaventurado Antonio.
Sólo a Dios era deudor de su conversión. Porque habiendo entrado un día en el
templo, oyó estas palabras del Señor en el Evangelio: Aquel que no aborrece a su padre, a su madre, a sus
hijos, a su mujer, sus campos y su propia vida, éste tal no puede ser mi
discípulo (Lc 14,26). Y: Si quieres ser
perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el
cielo; luego, ven y sígueme (Mt
19,21). Le pareció como si este consejo fuera dirigido personalmente a él.
Penetrado de este sentimiento, abrazó el consejo con gran compunción de
corazón, e inmediatamente renunció a todo y se fue en pos de Cristo. Como se
ve, ningún consejo, ninguna enseñanza humana tuvo el menor influjo en su
decisión, sino sólo la palabra divina oída en el Evangelio.
La segunda
clase de vocación es aquella en que, según hemos dicho, media la intervención
de los hombres. En tal caso nos sentimos movidos por las exhortaciones y
ejemplos de los santos, y se enciende en nosotros el deseo de salvación. De
esta manera me acuerdo haber sido yo llamado, por gracia del Señor. Movido por
los consejos del santo abad Antonio y vivamente impresionado por sus virtudes,
me incliné a seguir este estilo de vida consagrándome a la profesión monástica.
De este modo, como nos dice la Escritura, libró Dios a los hijos de Israel de
la cautividad de Egipto, por ministerio de Moisés (cf. Ex 14).
El tercer género de vocación nace de la necesidad. Sucede
cuando, cautivos en las riquezas y en los placeres de este mundo, sobreviene de
pronto la tentación y se cierne sobre nosotros. Unas veces será cuando nos
amenaza el peligro de muerte, otras cuando la pérdida de los bienes o la
proscripción asesta un duro golpe a nuestra existencia, y otras cuando nos
atenaza el dolor de ver morir a los que amamos. Entonces la desgracia nos
obliga, tal vez a pesar nuestro, a echarnos en los brazos de Aquel a quien no
quisimos seguir en la prosperidad.
De esta
vocación que motiva la necesidad, encontramos también frecuentes ejemplos en la
Escritura. Así, cuando el Señor entregaba en manos de sus enemigos en castigo
de sus pecados a los hijos de Israel, bajo la cautividad y cruel tiranía que
los oprimía, se volvían clamando hacia Dios. Y el Señor -se nos dice- les suscitó un libertador, llamado Aod, hijo de Guera, hijo
de la tribu de Benjamín, el cual era zurdo (Jc 3,15).
Y de nuevo -afirma- clamaron al
Señor, quien les suscitó un salvador que los libertó; a saber, Otoniel, hijo de
Quenaz, el hermano menor de Caleb (Jc 3,9).
He aquí las palabras de los salmos que hacen alusión a casos semejantes: Cuando los hería de muerte, le buscaban, se
convertían y se volvían a Dios. Y se acordaban que era Dios su amparo, y el
Dios altísimo, su Redentor (Sal 77 [78^34-35). Y también: Clamaron al Señor en sus peligros, y los libró de
sus angustias (Sal 106
[107L19).
De estas tres vocaciones, las dos primeras parecen fundarse
en un principio y origen más noble. No obstante, hemos visto a algunos que,
partiendo de ese tercer llamamiento -que es en apariencia de menos estima y
propio de los tibios-, se mostraron perfectos y excitaron nuestra admiración
por su fervor y gran espíritu. Incluso llegaron a equipararse a aquellos que,
habiendo tenido mejores principios en su vocación, perseveraron en este fervor
lo restante de su vida. Muchos, al contrario, después de haber sido favorecidos
por más alto llamamiento, se enfriaron poco a poco bajo la desidia y la tibieza
y tuvieron un fin desgraciado. Así como a los primeros, convertidos por la
necesidad más que por propia iniciativa, no perdieron nada, porque vemos que el
Señor, en su bondad, les dio igualmente ocasión de arrepentirse, así también de
nada les sirvió a los segundos el haber tenido tan hermosos comienzos, por no
haber conformado con ellos el resto de su vida.
Nada faltó al abad Moisés, que vivió en este desierto, en
la zona llamada Cálamo, para ser un gran santo. Bien es verdad que por el temor
de la pena de muerte, a que había sido condenado por homicidio, se refugió en
el monasterio. Pero supo sacar provecho de esta conversión forzosa,
convirtiéndola con su entusiasmo en una donación voluntaria, que le llevó a las
más altas cumbres de la perfección. ¡Cuántos, al contrario, cuyo nombre no
puedo aducir aquí, no han aprovechado en la santidad, a pesar de haber tenido
comienzos más honrosos en el servicio de Dios! Una vida anquilosada en la
tibieza fue suplantando las buenas disposiciones, y les vimos caer en una indiferencia
fatal hasta precipitarse en el abismo de la muerte.
Cosa pareja vemos que aconteció en la vocación de los
apóstoles. ¿De qué le sirvió a Judas el haber abrazado voluntariamente aquella
sublime dignidad, al igual que Pedro y los demás discípulos? Porque, dando a
tan esclarecidos principios un fin abominable, se entregó a la pasión de la
avaricia y llegó hasta la traición de su Maestro, perpetrando el más cruel de
los parricidios (cf. Mt 26,14-16).
Y
he aquí a san
Pablo. Cegado súbitamente por el Señor, es como arrastrado a su pesar al camino
de salvación (cf. Hch 9,3 ss.). ¿Dónde
está aquí la desventaja? Sigue desde luego al Señor con un amor y una fe
insobornables. Y trocando la coacción primera por un sacrificio libre y
espontáneo de sí mismo, corona con un fin incomparable una vida gloriosa,
cuajada de ejemplos de virtud.
Todo estriba, por tanto, en el fin. Es posible que
después de haber uno comenzado su conversión de la manera más laudable,
descienda por su negligencia al más bajo nivel de vida. Y no es menos posible
que, arrastrado a la vida monástica acuciado por la
necesidad, vaya elevándose,
merced al temor de Dios y a un celo santo, hasta la perfección» (Juan Casiano, Conferencias, III,3-5).
Las tres clases de vocación según san Antonio abad
«Hermanos, juzgo que hay tres clases de personas entre
aquellas a quienes llama el amor de Dios, hombres o mujeres. Algunos son
llamados por la ley del amor depositada en su naturaleza y por la bondad
original que forma parte de ésta en su primer estado y su primera creación.
Cuando oyen la palabra de Dios no hay ninguna vacilación; la siguen
prontamente. Así ocurrió con Abraham, el Patriarca. Dios vio que sabía amarlo,
no a consecuencia de una enseñanza humana, sino siguiendo la ley natural
inscrita en él, según la cual Él mismo lo había modelado al principio. Y
revelándose a él le dijo: “Sal de tu tierra y
de tu parentela y ve a la tierra que Yo te mostraré” (Gn 12,1). Sin
vacilar, se fue impulsado por su vocación. Esto es un ejemplo para los
principiantes: si sufren y buscan el temor de Dios en la paciencia y la
tranquilidad reciben en herencia una conducta gloriosa porque son apremiados a
seguir el amor del Señor. Tal es el primer tipo de vocación.
He aquí el
segundo. Algunos oyen la Ley escrita, que da testimonio acerca de los
sufrimientos y suplicios preparados para los impíos y de las promesas
reservadas a quienes dan fruto en el temor de Dios. Estos testimonios
despiertan en ellos el pensamiento y el deseo de obedecer a su vocación. David
lo atestigua diciendo: “La ley del Señor es
perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al
ignorante” (Sal 18 [19],8). Así como en otros muchos pasajes que no
tenemos intención de citar.
Y
he aquí el
tercer tipo de vocación. Algunos, cuando aún están en los comienzos, tienen el
corazón duro y permanecen en las obras de pecado. Pero Dios, que es todo
misericordia, trae sobre ellos pruebas para corregirlos hasta que se desanimen
y, conmovidos, vuelvan a Él. En adelante lo conocen y su corazón se convierte.
También ellos obtienen el don de una conducta gloriosa como los que pertenecen
a las dos categorías anteriores.
Estas son las tres formas de comenzar en la
conversión, antes de llegar en ella a la gracia y la vocación de hijos de Dios»
(Antonio abad, Cartas, 1,1).
Las tres clases de vocación según san Bernardo de Claraval
Hay tres tipos de vocación: la divina, como en Pablo (cf. Ga 1,1); la humana, en los cinco mil
convertidos a raíz del discurso de los apóstoles (cf. Hch 4,4); la necesaria, en Pablo, primer
ermitaño” (Bernardo de Claraval, Sentencias,
II,165).
La vocación, por necesidad, de Pablo, primer ermitaño
«... Vivía Pablo en la Tebaida inferior, con su hermana que
ya estaba casada; tenía por entonces unos dieciséis años, y después de la
muerte de sus dos padres recibió una gran herencia. Era muy instruido tanto en
las letras griegas como en las egipcias, manso de carácter y muy amante de
Dios. Cuando estalló la tormenta de la persecución, se retiró a una propiedad
algo apartada y secreta.
Pero, “¿a qué no fuerzas el corazón del hombre, tú, temible
hambre de dinero?”[10].
El marido de su hermana empezó a buscar a aquél a quien debía ocultar. Ni las
lágrimas de su mujer, ni el parentesco de la sangre, ni la consideración de que
Dios todo lo ve desde el cielo, lograron detenerlo de semejante crimen.
Empecinado, lo acosaba cruelmente fingiendo justicia.
Cuando el muy prudente adolescente comprendió su situación,
se fue huyendo al desierto de los montes aguardando el fin de la persecución.
Pero, transformando la necesidad en deseo[11],
se adentró cada vez más en el interior, haciendo algunas paradas.
Así llegó a un monte rocoso, en cuya base había una gran
cueva cerrada con una piedra. La corrió y, como los hombres tienen una natural
curiosidad para conocer las cosas ocultas, la exploró con mucho interés, y vio
que adentro había un amplio vestíbulo, abierto hacia el cielo, aunque cubierto
por una vieja palmera con ramas entrecruzadas que se inclinaban señalando una
fuente cristalina. Su torrente apenas salido de la vertiente, después de un
breve recorrido, era absorbido nuevamente por la tierra que lo producía[12].
Además de esto, había unas cuantas habitaciones, corroídas por la erosión de la
montaña, en las cuales se hallaban yunques y martillos ya herrumbrados y
gastados, que habían servido para acuñar moneda. Aquel lugar fue usado, según
las historias de los egipcios, como taller para hacer moneda falsa en la época
en que Antonio se unió con Cleopatra.
Pablo tomó
cariño por ese lugar, como si le hubiese sido presentado por Dios mismo y allí
pasó toda su vida en oración y soledad. El vestido y el alimento se lo
suministraba la palmera...
Estas cosas parecerán increíbles a los que no
creyeren que todas las cosas son posibles para los que creen[13]»
(san Jerónimo, Vida de san Pablo, primer
ermitaño, 4-6).
[1] Cf. Mc 3,13; Jn 15,16; Rm 8,28-30; 1 Jn 4,10.
[2] Cf. Ratio institutionis de la Congregación Benedictina de la
Santa Cruz del Cono Sur, n. 5.
[3] Aproximadamente
80
hectáreas.
[4] En realidad, Pacomio
fue obligado a prestar el servicio militar a raíz de la contienda surgida entre
Maximino Daia y Licinio en el año 313. El segundo saldrá victorioso del enfrentamiento,
quedando así como único emperador del Oriente.
[5] Cf. Hch 4,24.
[6] Cf. 1 S 1,11; Lc 1,48.
[7] Cf. Jn 17,3. Pacomio siempre consideró su conversión como una verdadera curación
espiritual.
[8] Cf. Lc 22,26.
[9] Corría
entonces el año 313.
Pacomio estuvo tres años en ese pueblo actualmente llamado: Kasr-es-Sayad
(Seneset en copto), perteneciente a la diócesis de Dióspolis. En ese lapso se
dedicó al servicio de la gente humilde del lugar
[10] Virgilio, Eneida 3,57.
[11] El subrayado
es nuestro.
[12] También en la
Vida de Hilarión (31), el desierto será presentado con características
paradisíacas.
[13] Cf. Flp 4,13.
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