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miércoles, 31 de julio de 2013

PVC: Pastoral Vocacional Monastica (Recepción y formación a la vida monástica)

Pastoral Vocacional Monastica


«Movido por el amor de Dios, Pacomio buscó hacerse monje. Le señalaron a cierto anacoreta llamado Palamón, y se fue a vivir con él en la soledad. Llegado al lugar, golpeó la puerta. Asomándose desde arriba de la puerta, el anciano le dijo: “¿Qué quieres?”, pues era rudo en su forma de hablar. Pacomio le respondió: “Te ruego, padre, haz de mí un monje”. Le dijo Palamón: “No puedes: porque no es un asunto sencillo el servicio de Dios. Muchos que vinieron no lo soportaron”. Pacomio le dijo: “Pruébame en ese servicio y ve”. El anciano habló de nuevo: “Primero experimenta tú mismo por un tiempo, y después vuelve de nuevo aquí. Porque yo tengo una ascesis rigurosa: en verano ayuno cada día, en invierno como cada dos días. Por la gracia de Dios, como sólo pan y sal. No tengo costumbre de usar aceite y vino. Paso en vela, como me lo enseñaron, la mitad de la noche en oración y meditación de la palabra de Dios, y a menudo incluso toda la noche”. Habiendo escuchado estas palabras del anciano, el joven se sintió todavía más fortalecido en su espíritu para soportar todo esfuerzo con Palamón, y le dijo: “Creo que, con el auxilio de Dios y tus oraciones, soportaré todo cuanto me has dicho”. Entonces, abriendo la puerta, Palamón le hizo entrar y le vistió con el hábito de los monjes.
Juntos practicaban la ascesis y se consagraban a la oración. Su trabajo era hilar y tejer bolsas hechas de pelo; fatigándose en el trabajo, no en favor de ellos mismos, sino recordando a los pobres, como dice el Apóstol[1]. En las vigilias el anciano si veía que pesaba el sueño sobre ellos, iban los dos a la arena del médano. Y allí transportaban arena en canastas de un lugar a otro, cansando el cuerpo para velar en la oración; mientras el anciano decía: “Vigila, Pacomio, para que no te tiente Satanás y te perjudique”[2]. Viendo la obediencia de Pacomio en todo y su progreso en la perseverancia, el anciano se alegraba a causa de su salvación.
... (Pacomio) no sólo soportaba de buen grado el esfuerzo de la ascesis exterior, sino que también se aplicaba a guardar la conciencia pura para cumplir la ley de Dios, aguardando la esperanza mejor del cielo[3].
Cuando empezó a leer o recitar de corazón las palabras de Dios, no lo hacía de forma desordenada como la mayoría, sino que se esforzaba por retenerlas cada una totalmente, con humildad, mansedumbre y verdad, como dice el Señor: Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,29)» (Primera Vida Griega de san Pacomio ,6. 9).
«Por aquel tiempo había en la aldea vecina un anciano que desde su juventud llevaba la vida ascética en la soledad. Cuando Antonio lo vio, “tuvo celo por el bien” (Ga 4,18), y se estableció inmediatamente en la vecindad de la ciudad. Desde entonces, cuando oía que en alguna parte había un alma esforzada, se iba, como sabia abeja, a buscarla y no volvía sin haberla visto; sólo después de haber recibido, por decirlo así, provisiones para su jornada de virtud, regresaba.
Ahí pasó el tiempo de su iniciación y afirmó su determinación de no volver a la casa de sus padres ni de pensar en sus parientes, sino de dedicar todas sus inclinaciones y energías a la práctica continua de la vida ascética. Hacía trabajo manual, porque había oído que “el que no quiere trabajar, tampoco tiene derecho a comer” (2 Ts 3,10). De sus entradas algo guardaba para su manutención y el resto lo daba a los pobres. Oraba constantemente, habiendo aprendido que debemos orar en privado (Mt 6,6) sin cesar (Lc 18,1 ; 21,36; 1 Ts 5,17). Además, estaba tan atento a la lectura de la Escritura, que nada se le escapaba: retenía todo[4], y así su memoria le servía en lugar de libros.
Así vivía Antonio y era amado por todos. Él, a su vez, se sometía con toda sinceridad a los hombres piadosos que visitaba, y se esforzaba en aprender aquello en que cada uno lo aventajaba en celo y práctica ascética. Observaba la bondad de uno, la seriedad de otro en la oración; estudiaba la apacible quietud de uno y la afabilidad de otro; fijaba su atención en las vigilias observadas por uno y en los estudios de otro; admiraba a uno por su paciencia, a otro por ayunar y dormir en el suelo; miraba atentamente la humildad de uno y la abstinencia paciente de otro; y en unos y otros notaba especialmente la devoción a Cristo y el amor que se tenían mutuamente.
Habiéndose así saciado, volvía a su propio lugar de vida ascética. Entonces hacía suyo lo que había obtenido de cada uno y dedicaba todas sus energías a realizar en sí mismo las virtudes de todos. No tenía disputas con nadie de su edad, pero tampoco quería ser inferior a ellos en lo mejor; y aun esto lo hacía de tal modo que nadie se sentía ofendido, sino que todos se alegraban por él. Y así todos los aldeanos y los monjes con quienes estaba unido, vieron qué clase de hombre era y lo llamaban “el amigo de Dios”[5], amándolo como hijo o hermano» (Atanasio de Alejandría, Vida de san Antonio, 3-4).


«Pregunta: ¿Se debe recibir a todos los que vienen a nosotros, o hay que probarlos?; y ¿cuál debe ser esta prueba?
Respuesta: Puesto que la clemencia de Dios llama a todos, según aquellas palabras: Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré (Mt 11,28), no está exento de responsabilidad el rechazar a cualquiera que viene a nosotros. Pero no hay que ser demasiado indulgente a punto de hacer entrar a alguno en la santa doctrina con los pies sucios. Sino que así como nuestro Señor Jesucristo interrogó a aquel joven que se había presentado a él, acerca de su vida anterior, y cuando oyó que ésta había sido recta, le mandó cumplir lo que le faltaba, y después lo invitó a seguirlo[6], lo mismo también nosotros debemos averiguar acerca de la vida y conducta anteriores, no sea que alguno venga a nosotros con simulaciones ocultas y con ánimo falso. Esto se reconoce fácilmente si acepta cualquier trabajo que se le mande hacer y está dispuesto a cambiar hacia una vida de sacrificio; o también si interrogado acerca de un delito suyo no se avergüenza en modo alguno de confesarlo y recibe con gratitud el remedio que se le aplica para curarlo, sometiéndose sin vergüenza alguna a cualquier humillación, y si hay razones de utilidad, no recibe con desprecio el ser destinado a los oficios más viles y abyectos. Por tanto, una vez que se haya comprobado, mediante cada una de estas pruebas, que tiene una intención firme y un propósito estable, y un ánimo pronto, entonces conviene recibirlo. Pero antes de que sea incorporado a la comunidad es necesario imponerle algunas tareas difíciles y que los hombres del mundo consideran humillantes, y hay que observar también si las cumple de buen grado, con libertad y fielmente, y no le resulta gravoso soportar la vergüenza: y también, si se lo encuentra dispuesto y no perezoso para el trabajo» (Basilio de Cesarea, Regla. Versión latina de Rufino de Aquileya, Cuestión 6).


«Pregunta: ¿Para iniciar aquél género de vida y de conducta que es según Dios, es necesario antes renunciar a todas las cosas?
Respuesta: Al decir nuestro Señor y Salvador Jesucristo: “Si alguno quiere venir en pos de mí niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24), y de nuevo: “El que no renuncia a todo lo que posee no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33), (establece) que el que viene con la intención de seguir al Señor, también debe negarse a sí mismo y tomar su cruz: es cierto que ya antes renunció al diablo y a sus obras. Pero esto suelen hacerlo no los que han progresado en la vida o los que ya tienden a la perfección, sino los que están en los primeros pasos de la vida cristiana[7].
La renuncia del hombre a sí mismo (consiste) en lo siguiente, a saber: renunciar tanto a sus hábitos anteriores y a su vida (pasada), cuanto a sus costumbres y a los placeres de este mundo, y también a los parentescos según la carne, sobre todo a aquellos que podrían impedir su propósito, considerando más bien como padres suyos a los que lo engendraron en Cristo Jesús mediante el Evangelio[8], y como hermanos a los que han recibido el mismo Espíritu de adoración, estando convencido de que todas las posesiones no son suyas. Para decirlo brevemente, aquel para quien a causa de Cristo el mundo entero está crucificado y él mismo está crucificado para el mundo[9], ¿cómo puede hacerse esclavo de los pensamientos y de las solicitaciones del mundo, cuando el Señor le manda que a causa de él renuncie hasta a la vida misma? La renuncia es perfecta en él si se mantiene totalmente alejado de las pasiones mientras aún vive en el cuerpo, pero comienza a hacer esto ante todo en las cosas exteriores[10], es decir en las posesiones, en la vanagloria y en otras cosas semejantes, de modo que primero se haga ajeno a ellas.
Esto es lo que nos enseñaron los Apóstoles Santiago y Juan, que abandonaron a su padre Zebedeo y a la misma nave en la que estaban[11]. Y también Mateo, quien, abandonando el despacho de los impuestos, se levantó y siguió al Señor[12]; él no sólo renunció a las ganancias de los impuestos, sino que también despreció el peligro, que podía provenir de las autoridades civiles por haber dado las cuentas de los impuestos incompletas y en desorden. Tanto lo pulsaba su ardiente deseo de seguir al Señor, que ya no le preocupó absolutamente ningún cuidado ni pensamiento de esta vida, porque no se debe tener ninguna consideración por el afecto hacia los padres, si estos se oponen a los preceptos del Señor ni por ningún otro deleite humano que pudiera impedirle alcanzar lo que se ha propuesto[13]; así nos lo enseña el Señor diciendo: “Si alguien viene a mi y no odia a su


padre y a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26). Lo que es semejante a aquello que había dicho, a saber: “Que uno se niegue a sí mismo” (cf. Mt 16,24)» (Basilio de Cesarea, Regla. Versión latina de Rufino de Aquileya, Cuestión 4).


«Pregunta: ¿Es conveniente que quien quiere unirse a los siervos de Dios deje indiscriminadamente a sus parientes parte de sus bienes?
Respuesta: El Señor dice: “Vende todos tus bienes y dalos a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme” (Mt 19, 21); y también: “Vendan todo lo que tengan y den limosna” (Lc 12,33). Considero que quien se entrega al servicio de Dios no debe despreciar irreflexivamente los bienes que le corresponden, sino que ha de buscar, por todos los medios, distribuirlos con todo cuidado, en la medida de lo posible, pues se trata de bienes que ya están dedicados al Señor, sabiendo que no deja de ser peligroso actuar negligentemente en las cosas de Dios[14]. Pero si sus parientes o sus padres obraran contra la fe, debe asimismo recordar lo que dice el Señor: “Nadie que deje casa, hermanos, madre, mujer, hijos o campos a causa de mí y del Evangelio, dejará de recibir el céntuplo en el tiempo presente y en el futuro la vida eterna” (Mc 10, 29- 30)[15]. Por lo tanto él debe protestar y denunciar a aquellos que le niegan lo suyo y lo obstaculizan en su obrar, ya que incurren en pecado de sacrilegio, según el mandato del Señor que dice: “Si tu hermano peca contra ti, corrígelo” (Mt 18, 15), y lo que sigue[16]. Pero la dignidad de la piedad prohíbe entablar juicio acerca de estas cosas ante los jueces civiles por aquello que dice el Apóstol: “¿Se atreve alguno de ustedes que tiene conflicto con otro, a ser juzgado por los injustos y no por los justos?’ (1 Co 6, 1). Y otra vez: “Es ya un delito el que haya litigio entre ustedes” (1 Co 6, 7)» (Basilio de Cesarea, Regla. Versión latina de Rufino de Aquileya, Cuestión 5).
«Pregunta: ¿Desde qué edad debemos ofrecernos a Dios, o a partir de cuándo se puede considerar que la profesión de virginidad es firme y estable?
Respuesta: El Señor dice: “Dejen que los niños vengan a mí” (Mc 10, 14; Lc 18, 16), y el Apóstol Pablo alaba al que desde la infancia había aprendido las sagradas letras, y también ordena que los hijos sean educados en la doctrina y en la corrección del Señor[17]; por tanto, consideremos que todo tiempo es oportuno, aun desde la primera edad, para aprender el temor y la enseñanza del Señor[18]; pero la profesión de la virginidad será firme desde el comienzo de la edad adulta, la que suele considerarse apta y adecuada para las nupcias. Pero es necesario que los niños sean recibidos con la voluntad y el consentimiento de los padres, más aún, que sean ofrecidos por los mismos padres con el testimonio de muchos, para que se excluya toda ocasión de maledicencia de parte de los hombres malvados. Hay que emplear suma diligencia para con ellos, de modo que puedan ser instruidos razonablemente en todos los ejercicios de la virtud, tanto en palabra, cuanto en pensamiento y obra; lo que les hubiere sido inculcado en su tierna infancia lo conservarán con más firmeza y tenacidad en el futuro. Por tanto, hay que encomendar el cuidado de los niños a los que, ante todo, han mostrado de modo convincente tener la virtud de la paciencia, que puedan también aplicar a cada uno la medida de la corrección proporcionada al grado de la culpa y a la edad, y que, por sobre todo, los preserven de las palabras ociosas[19], de la ira y de los incentivos de la gula y de todos los movimientos indecorosos y desordenados. Pero si con el aumento de la edad no se percibe en ellos ningún progreso, sino que su mente permanece voluble y su ánimo vano e hinchado, y aun después de enseñanzas adecuadas permanece estéril, hay que despedir a estos tales y principalmente cuando el ardor juvenil provoca en esa edad inexperta.
En cuanto a aquellos que vienen al servicio de Dios en edad ya madura, hay que investigar, como dijimos, el tenor de su vida pasada, y hasta es suficiente si piden insistentemente (dedicarse al servicio de Dios), y si tienen un verdadero y ardiente deseo por la obra de Dios. Esta constatación deben hacerla aquellos que pueden examinar y comprobar estas cosas con mucha prudencia. Después de haber sido aceptados, si desgraciadamente son infieles a su propósito, entonces hay que considerarlos como a quienes han pecado contra Dios, y ante él (han violado) el pacto de su profesión. “Si un hombre peca contra un hombre, se dice, habrá quienes oren al Señor por él; pero si peca contra Dios,¿quién orará por él?” (1 S 2,25)» (Basilio de Cesarea, Regla. Versión latina de Rufino de Aquileya, Cuestión 7).


“Si alguno se presenta a la puerta del monasterio con la voluntad de renunciar al mundo y de ser contado entre los hermanos, no tendrá la libertad de entrar. Se comenzará por informar al padre del monasterio. El candidato permanecerá algunos días en el exterior, delante de la puerta. Se le enseñará el Padrenuestro y los salmos que pueda aprender. El suministrará cuidadosamente las pruebas de lo que motiva su voluntad (de ingresar). No sea que haya cometido alguna mala acción y que, turbado por el miedo, haya huido sin demora hacia el monasterio; o que sea esclavo de alguien. Esto permitirá discernir si será capaz de renunciar a sus parientes y menospreciar las riquezas. Si da satisfacción a todas estas exigencias, se le enseñará entonces todas las otras disciplinas del monasterio, lo que deberá cumplir y aquello que deberá aceptar, ya sea en la synaxis que reúne a todos los hermanos, en la casa o dónde fuera enviado o en el refectorio. Así instruido y consumado en toda obra buena, podrá estar con los hermanos. Entonces será despojado de sus vestidos del siglo y revestido con el hábito de los monjes. Después será confiado al portero que, en el momento de la oración, lo llevará a la presencia de todos los hermanos y lo hará tomar asiento en el lugar que se le haya asignado. Los vestidos que trajo consigo serán recibidos por los encargados de este oficio, guardados en la ropería y a disposición del padre del monasterio” (Regla de san Pacomio, Preceptos, 49).



«Vamos a mostrar ahora cómo se debe examinar a los que vienen del mundo para convertirse. En primer lugar, se debe cercenar en ellos las riquezas del mundo.
Si es un pobre el que desea convertirse, también él posee riquezas que se deben cercenar, lo que muestra el Espíritu Santo diciendo por boca de Salomón: “Mi alma odia al pobre orgulloso” (Si 25,2); y en otro lugar dice: “El soberbio es como un herido” (cf. Sal 88 [89],11). E1 que preside debe, por tanto, mantener esta regla con gran empeño: si un pobre se convierte, deponga primero su carga de soberbia y, probado de este modo, recíbaselo. Ante todo, debe ser educado en la humildad, de modo que -lo que es más importante y es un sacrificio agradable a Dios- no haga su voluntad sino que esté “pronto para todo” (2 Tm 2,21). En cualquier cosa que suceda debe acordarse: “Pacientes en la tribulación” (Rm 12,12).
Cuando un hombre tal quisiera librarse de las tinieblas del mundo (cf. Ga 1,4), en primer lugar, al acercarse al monasterio, permanezca a la puerta por una semana; no se junte con él ninguno de los hermanos sino preséntenle constantemente cosas duras y difíciles. Pero “si persevera llamando” (Lc 11,8; cf. Hch 12,16), no se niegue el ingreso al que lo pide, pero el que preside debe enseñar a este hombre cómo puede observar la regla y seguir la vida de los hermanos.
Si fuera rico, poseyendo muchas riquezas en el mundo y quisiera convertirse, en primer lugar debe cumplir la voluntad de Dios y seguir aquel precepto primordial que se le dio al joven rico: “Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, toma tu cruz y sígueme” (Mt 19,21; 16,24). Además el que preside lo debe instruir para que cuide de no reservar nada para sí sino la cruz que debe llevar, y seguir a Cristo. Lo más importante de la cruz que debe llevar es: en primer lugar, con una obediencia total, no hacer su voluntad sino la de otro. Si quisiera ofrecer una parte de sus bienes al monasterio, sepa en qué condiciones serán recibidos él y su ofrenda. Pero si quisiera tener consigo alguno de sus servidores, sepa que “ya no tendrá un servidor, sino un hermano” (Flm 16), para que sea hallado perfecto en todas las cosas» (Regla de los Cuatro Padres, 7. Hacia 535­540).



“Si alguien quisiera dejar el mundo y llevar vida religiosa en el monasterio, se le leerá la regla al entrar y se le expondrán todos los usos del monasterio.
Si acepta todo buenamente, entonces sea recibido dignamente por los hermanos en el monasterio.
Si quisiera traer algún bien (material) al monasterio, sea puesto en la mesa ante todos los hermanos, como lo prescribe la regla.
Si fuera aceptada la ofrenda, no sólo del bien que trajo, sino tampoco ni de sí mismo podrá disponer desde aquel momento.
Porque si algo distribuyó anteriormente a los pobres o, viniendo al monasterio, trajo alguna cosa para los hermanos, sin embargo, (ya) no le es lícito tener alguna cosa en su poder.
Si después de tres días quisiera irse por cualquier motivo de discordia, no recibirá absolutamente nada sino el vestido con el cual vino; y si muriese, ninguno de sus herederos debe ir (al juez).
Si quisiera impulsar (un juicio), se le leerá la regla, y (así) se lo cubrirá de vergüenza y se irá confundido, porque también le fue hecha la lectura a aquel que exigía los bienes” (Regla de Macario, caps. 23-25. Después del año 533).



[1]  Cf. Ga 2,10.
[2]  Cf. Mt 26,41.
[3]  Cf. Col 1,5: La esperanza del premio que Dios les ha reservado en los cielos.
[4]  Cf. Lc 8,15.
[5]   “Amigo de Dios” es el título que la Escritura atribuye al patriarca Abraham y a los profetas en general; cf. St 2,23; Sb 7,27; 2 Cro 20,7; Is 41,8; Jdt 8,22; de Moisés: Ex 33,11; Nm 12,8. Apoyada en el lenguaje bíblico, la tradición cristiana desde los primeros siglos llamó “amigos de Dios” a los justos que gozaban de la gracia o del favor particular de Dios (cf. Jn 15,15).
[6]  Cf. Mt 19,16-22; Mc 10,17-22; Lc 18,18-23.
[7] Se trata de las renuncias bautismales. Cf. Sobre el bautismo, I,1: “... Primero (es absolutamente necesario) ser arrancado de la opresión del diablo, que empuja al que está poseído del pecado a los males que no quiere, y luego, después de haber renunciado a todas las cosas presentes y a sí mismo, hay que apartarse de la adhesión a la vida (mundana), haciéndose discípulo del Señor”.
[8]   Cf. 1 Co 4,15; Rm 8,15. El bautismo despoja al cristiano del hombre viejo y sus acciones, pone término a la naturaleza manchada por el pecado original y establece un nuevo orden de valores y una nueva forma de relacionarse con los semejantes: bienes diferentes (no más los materiales), parientes nuevos (se trascienden los vínculos de la carne). “Nos apartamos de los parientes carnales y de la participación en esta vida, como gente que... emigra hacia otro mundo” (Gandes Reglas, 5).
[9]  Cf. Ga 6,14.
[10] “Cosas exteriores”: es decir en el grado más bajo, en el ejercicio más fácil, allí comienza el compromiso que será renuncia perfecta sólo cuando la obediencia a Cristo lo lleve, en lo concreto y cotidiano del diario vivir, hasta la muerte. “Tomar la propia cruz... significa estar preparados a morir por Cristo... no tener ninguna afección a la vida presente” (Grandes Reglas, 6).
[11]  Cf. Mt 4,21-22; Mc 1,19-20.
[12] Cf. Mt 9,9; Mc 2,14; Lc 5,27-28.
[13] La doctrina espiritual de San Basilio es fogosa, aun dentro de su gran objetividad. Por eso, con frecuencia insiste en la ardiente fuerza con que se debe tender hacia la perfección de la obediencia, en el seguimiento de Cristo. Esto es, de hecho, amar a Dios: “Empujar siempre la propia alma, por encima de sus fuerzas, a cumplir la voluntad de Dios, en la búsqueda y el deseo de su gloria (la de Dios)” (Pequeñas Reglas, 221).
[14] “Actuar negligentemente”: ver Jr 48, 10.
[15] Cf. Mt 19, 29.
[16] Aquello a lo que se renuncia por el Señor con la profesión monástica deviene res sacra (“cosas consagradas al Señor”; “cosas dedicadas al Señor”. Parece claro, por tanto, que aquel que se abraza a la vida perfecta conserva el cuidado de administrar sus bienes, hasta que estos sean distribuidos a los pobres. Pero en la Grandes Reglas, 9, Basilio modifica esta posición y aconseja renunciar a esa administración. Él mismo, en su correspondencia nos lo confirma, había hecho la experiencia personal de los problemas legales que implicaba el sistema que propuesto en la presente cuestión. Más tarde, en su Carta 150 hará que esa renuncia a los bienes sea obligatoria. Rápidamente se avanza hacia las formas estructuradas de la pobreza religiosa.
[17] Cf. Mt 19, 14; 2 Tm 3, 15; Ef 6, 4.
[18] “El temor... del Señor”: cf. Sal 33 [34],12; Sal 110 [111],11; Jb 28,28; Si 1,14.
[19]  Cf. Mt 12, 36. La enseñanza de Basilio contra las palabras ociosas se basa fundamentalmente en dos textos del Nuevo Testamento, que él suele presentar unidos: Mt 12, 36; Ef 4, 29-30. El cristiano no debe proferir palabras que no sean para la edificación de la fe, a fin de no contristar al Espíritu Santo.

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