«Movido
por el amor de Dios, Pacomio buscó hacerse monje. Le señalaron a cierto
anacoreta llamado Palamón, y se fue a vivir con él en la soledad. Llegado al
lugar, golpeó la puerta. Asomándose desde arriba de la puerta, el anciano le
dijo: “¿Qué quieres?”, pues era rudo en su forma de hablar. Pacomio le
respondió: “Te ruego, padre, haz de mí un monje”. Le dijo Palamón: “No puedes:
porque no es un asunto sencillo el servicio de Dios. Muchos que vinieron no lo
soportaron”. Pacomio le dijo: “Pruébame en ese servicio y ve”. El anciano habló
de nuevo: “Primero experimenta tú mismo por un tiempo, y después vuelve de
nuevo aquí. Porque yo tengo una ascesis rigurosa: en verano ayuno cada día, en
invierno como cada dos días. Por la gracia de Dios, como sólo pan y sal. No
tengo costumbre de usar aceite y vino. Paso en vela, como me lo enseñaron, la
mitad de la noche en oración y meditación de la palabra de Dios, y a menudo
incluso toda la noche”. Habiendo escuchado estas palabras del anciano, el joven
se sintió todavía más fortalecido en su espíritu para soportar todo esfuerzo
con Palamón, y le dijo: “Creo que, con el auxilio de Dios y tus oraciones,
soportaré todo cuanto me has dicho”. Entonces, abriendo la puerta, Palamón le
hizo entrar y le vistió con el hábito de los monjes.
Juntos
practicaban la ascesis y se consagraban a la oración. Su trabajo era hilar y
tejer bolsas hechas de pelo; fatigándose en el trabajo, no en favor de ellos
mismos, sino recordando a los pobres, como dice el Apóstol[1].
En las vigilias el anciano si veía que pesaba el sueño sobre ellos, iban los
dos a la arena del médano. Y allí transportaban arena en canastas de un lugar a
otro, cansando el cuerpo para velar en la oración; mientras el anciano decía:
“Vigila, Pacomio, para que no te tiente Satanás y te perjudique”[2]. Viendo
la obediencia de Pacomio en todo y su progreso en la perseverancia, el anciano
se alegraba a causa de su salvación.
...
(Pacomio) no sólo soportaba de buen grado el esfuerzo de la ascesis exterior,
sino que también se aplicaba a guardar la conciencia pura para cumplir la ley
de Dios, aguardando la esperanza mejor del cielo[3].
Cuando empezó a leer o recitar de corazón las palabras de Dios, no lo
hacía de forma desordenada como la mayoría, sino que se esforzaba por
retenerlas cada una totalmente, con humildad, mansedumbre y verdad, como dice
el Señor: Aprendan de mí que soy manso y
humilde de corazón (Mt 11,29)» (Primera
Vida Griega de san Pacomio ,6. 9).
«Por
aquel tiempo había en la aldea vecina un anciano que desde su juventud llevaba
la vida ascética en la soledad. Cuando Antonio lo vio, “tuvo celo por el bien” (Ga 4,18), y se estableció inmediatamente en
la vecindad de la ciudad. Desde entonces, cuando oía que en alguna parte había
un alma esforzada, se iba, como sabia abeja, a buscarla y no volvía sin haberla
visto; sólo después de haber recibido, por decirlo así, provisiones para su
jornada de virtud, regresaba.
Ahí
pasó el tiempo de su iniciación y afirmó su determinación de no volver a la
casa de sus padres ni de pensar en sus parientes, sino de dedicar todas sus
inclinaciones y energías a la práctica continua de la vida ascética. Hacía
trabajo manual, porque había oído que “el que
no quiere trabajar, tampoco tiene derecho a comer” (2 Ts 3,10). De sus
entradas algo guardaba para su manutención y el resto lo daba a los pobres.
Oraba constantemente, habiendo aprendido que debemos orar en privado (Mt 6,6) sin cesar (Lc 18,1 ; 21,36; 1 Ts 5,17). Además, estaba tan atento a la
lectura de la Escritura, que nada se le escapaba: retenía todo[4], y así
su memoria le servía en lugar de libros.
Así
vivía Antonio y era amado por todos. Él, a su vez, se sometía con toda
sinceridad a los hombres piadosos que visitaba, y se esforzaba en aprender
aquello en que cada uno lo aventajaba en celo y práctica ascética. Observaba la
bondad de uno, la seriedad de otro en la oración; estudiaba la apacible quietud
de uno y la afabilidad de otro; fijaba su atención en las vigilias observadas
por uno y en los estudios de otro; admiraba a uno por su paciencia, a otro por
ayunar y dormir en el suelo; miraba atentamente la humildad de uno y la
abstinencia paciente de otro; y en unos y otros notaba especialmente la
devoción a Cristo y el amor que se tenían mutuamente.
Habiéndose así saciado, volvía a su propio lugar de vida ascética.
Entonces hacía suyo lo que había obtenido de cada uno y dedicaba todas sus
energías a realizar en sí mismo las virtudes de todos. No tenía disputas con
nadie de su edad, pero tampoco quería ser inferior a ellos en lo mejor; y aun
esto lo hacía de tal modo que nadie se sentía ofendido, sino que todos se
alegraban por él. Y así todos los aldeanos y los monjes con quienes estaba
unido, vieron qué clase de hombre era y lo llamaban “el amigo de Dios”[5],
amándolo como hijo o hermano» (Atanasio de Alejandría, Vida de san Antonio, 3-4).
«Pregunta:
¿Se debe recibir a todos los que vienen a nosotros, o hay que probarlos?; y
¿cuál debe ser esta prueba?
Respuesta: Puesto que la clemencia de Dios llama a todos, según
aquellas palabras: Vengan a mí todos los que
están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré (Mt 11,28), no está exento de responsabilidad
el rechazar a cualquiera que viene a nosotros. Pero no hay que ser demasiado
indulgente a punto de hacer entrar a alguno en la santa doctrina con los pies
sucios. Sino que así como nuestro Señor Jesucristo interrogó a aquel joven que
se había presentado a él, acerca de su vida anterior, y cuando oyó que ésta
había sido recta, le mandó cumplir lo que le faltaba, y después lo invitó a
seguirlo[6], lo
mismo también nosotros debemos averiguar acerca de la vida y conducta
anteriores, no sea que alguno venga a nosotros con simulaciones ocultas y con
ánimo falso. Esto se reconoce fácilmente si acepta cualquier trabajo que se le
mande hacer y está dispuesto a cambiar hacia una vida de sacrificio; o también
si interrogado acerca de un delito suyo no se avergüenza en modo alguno de
confesarlo y recibe con gratitud el remedio que se le aplica para curarlo,
sometiéndose sin vergüenza alguna a cualquier humillación, y si hay razones de
utilidad, no recibe con desprecio el ser destinado a los oficios más viles y
abyectos. Por tanto, una vez que se haya comprobado, mediante cada una de estas
pruebas, que tiene una intención firme y un propósito estable, y un ánimo
pronto, entonces conviene recibirlo. Pero antes de que sea incorporado a la
comunidad es necesario imponerle algunas tareas difíciles y que los hombres del
mundo consideran humillantes, y hay que observar también si las cumple de buen
grado, con libertad y fielmente, y no le resulta gravoso soportar la vergüenza:
y también, si se lo encuentra dispuesto y no perezoso para el trabajo» (Basilio
de Cesarea, Regla. Versión latina de Rufino de
Aquileya, Cuestión 6).
«Pregunta:
¿Para iniciar aquél género de vida y de conducta que es según Dios, es
necesario antes renunciar a todas las cosas?
Respuesta:
Al decir nuestro Señor y Salvador Jesucristo: “Si
alguno quiere venir en pos de mí niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”
(Mt 16,24), y de nuevo: “El que no
renuncia a todo lo que posee no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33), (establece) que el que viene con
la intención de seguir al Señor, también debe negarse a sí mismo y tomar su
cruz: es cierto que ya antes renunció al diablo y a sus obras. Pero esto suelen
hacerlo no los que han progresado en la vida o los que ya tienden a la
perfección, sino los que están en los primeros pasos de la vida cristiana[7].
La
renuncia del hombre a sí mismo (consiste) en lo siguiente, a saber: renunciar
tanto a sus hábitos anteriores y a su vida (pasada), cuanto a sus costumbres y
a los placeres de este mundo, y también a los parentescos según la carne, sobre
todo a aquellos que podrían impedir su propósito, considerando más bien como
padres suyos a los que lo engendraron en Cristo Jesús mediante el Evangelio[8], y como
hermanos a los que han recibido el mismo Espíritu de adoración, estando
convencido de que todas las posesiones no son suyas. Para decirlo brevemente,
aquel para quien a causa de Cristo el mundo entero está crucificado y él mismo
está crucificado para el mundo[9], ¿cómo
puede hacerse esclavo de los pensamientos y de las solicitaciones del mundo,
cuando el Señor le manda que a causa de él renuncie hasta a la vida misma? La
renuncia es perfecta en él si se mantiene totalmente alejado de las pasiones
mientras aún vive en el cuerpo, pero comienza a hacer esto ante todo en las
cosas exteriores[10], es
decir en las posesiones, en la vanagloria y en otras cosas semejantes, de modo
que primero se haga ajeno a ellas.
Esto es lo que nos enseñaron los Apóstoles Santiago y Juan, que
abandonaron a su padre Zebedeo y a la misma nave en la que estaban[11]. Y
también Mateo, quien, abandonando el despacho de los impuestos, se levantó y
siguió al Señor[12]; él no
sólo renunció a las ganancias de los impuestos, sino que también despreció el
peligro, que podía provenir de las autoridades civiles por haber dado las
cuentas de los impuestos incompletas y en desorden. Tanto lo pulsaba su
ardiente deseo de seguir al Señor, que ya no le preocupó absolutamente ningún
cuidado ni pensamiento de esta vida, porque no se debe tener ninguna
consideración por el afecto hacia los padres, si estos se oponen a los
preceptos del Señor ni por ningún otro deleite humano que pudiera impedirle
alcanzar lo que se ha propuesto[13]; así
nos lo enseña el Señor diciendo: “Si alguien
viene a mi y no odia a su
padre y a su madre, a su mujer, a sus hijos,
a sus hermanos y hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo”
(Lc 14,26). Lo
que es semejante a aquello que había dicho, a saber: “Que uno se niegue a sí mismo” (cf. Mt 16,24)» (Basilio de Cesarea, Regla. Versión latina de Rufino de Aquileya,
Cuestión 4).
«Pregunta:
¿Es conveniente que quien quiere unirse a los siervos de Dios deje
indiscriminadamente a sus parientes parte de sus bienes?
Respuesta: El Señor dice: “Vende todos
tus bienes y dalos a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y
sígueme” (Mt 19, 21); y también: “Vendan
todo lo que tengan y den limosna” (Lc 12,33). Considero que quien se
entrega al servicio de Dios no debe despreciar irreflexivamente los bienes que
le corresponden, sino que ha de buscar, por todos los medios, distribuirlos con
todo cuidado, en la medida de lo posible, pues se trata de bienes que ya están
dedicados al Señor, sabiendo que no deja de ser peligroso actuar
negligentemente en las cosas de Dios[14].
Pero si sus parientes o sus padres obraran contra la fe, debe asimismo recordar
lo que dice el Señor: “Nadie que deje casa,
hermanos, madre, mujer, hijos o campos a causa de mí y del Evangelio, dejará de
recibir el céntuplo en el tiempo presente y en el futuro la vida eterna” (Mc
10, 29- 30)[15]. Por
lo tanto él debe protestar y denunciar a aquellos que le niegan lo suyo y lo
obstaculizan en su obrar, ya que incurren en pecado de sacrilegio, según el
mandato del Señor que dice: “Si tu hermano
peca contra ti, corrígelo” (Mt 18, 15), y lo que sigue[16]. Pero
la dignidad de la piedad prohíbe entablar juicio acerca de estas cosas ante los
jueces civiles por aquello que dice el Apóstol: “¿Se atreve alguno de ustedes que tiene conflicto
con otro, a ser juzgado por los injustos y no por los justos?’ (1 Co 6,
1). Y otra vez: “Es ya un delito el que haya
litigio entre ustedes” (1 Co 6, 7)» (Basilio de Cesarea, Regla. Versión latina de Rufino de Aquileya, Cuestión
5).
«Pregunta:
¿Desde qué edad debemos ofrecernos a Dios, o a partir de cuándo se puede
considerar que la profesión de virginidad es firme y estable?
Respuesta:
El Señor dice: “Dejen que los niños vengan a
mí” (Mc 10, 14; Lc 18, 16), y el
Apóstol Pablo alaba al que desde la infancia había aprendido las sagradas
letras, y también ordena que los hijos sean educados en la doctrina y en la
corrección del Señor[17]; por
tanto, consideremos que todo tiempo es oportuno, aun desde la primera edad,
para aprender el temor y la enseñanza del Señor[18];
pero la profesión de la virginidad será firme desde el comienzo de la edad
adulta, la que suele considerarse apta y adecuada para las nupcias. Pero es
necesario que los niños sean recibidos con la voluntad y el consentimiento de
los padres, más aún, que sean ofrecidos por los mismos padres con el testimonio
de muchos, para que se excluya toda ocasión de maledicencia de parte de los
hombres malvados. Hay que emplear suma diligencia para con ellos, de modo que
puedan ser instruidos razonablemente en todos los ejercicios de la virtud,
tanto en palabra, cuanto en pensamiento y obra; lo que les hubiere sido
inculcado en su tierna infancia lo conservarán con más firmeza y tenacidad en
el futuro. Por tanto, hay que encomendar el cuidado de los niños a los que,
ante todo, han mostrado de modo convincente tener la virtud de la paciencia,
que puedan también aplicar a cada uno la medida de la corrección proporcionada
al grado de la culpa y a la edad, y que, por sobre todo, los preserven de las
palabras ociosas[19], de la
ira y de los incentivos de la gula y de todos los movimientos indecorosos y
desordenados. Pero si con el aumento de la edad no se percibe en ellos ningún
progreso, sino que su mente permanece voluble y su ánimo vano e hinchado, y aun
después de enseñanzas adecuadas permanece estéril, hay que despedir a estos
tales y principalmente cuando el ardor juvenil provoca en esa edad inexperta.
En cuanto a aquellos que vienen al servicio de Dios en edad ya madura,
hay que investigar, como dijimos, el tenor de su vida pasada, y hasta es
suficiente si piden insistentemente (dedicarse al servicio de Dios), y si
tienen un verdadero y ardiente deseo por la obra de Dios. Esta constatación
deben hacerla aquellos que pueden examinar y comprobar estas cosas con mucha
prudencia. Después de haber sido aceptados, si desgraciadamente son infieles a
su propósito, entonces hay que considerarlos como a quienes han pecado contra
Dios, y ante él (han violado) el pacto de su profesión. “Si un hombre peca contra un hombre, se dice,
habrá quienes oren al Señor por él; pero si
peca contra Dios,¿quién orará por él?” (1 S 2,25)» (Basilio de Cesarea, Regla. Versión latina de Rufino de Aquileya,
Cuestión 7).
“Si alguno se presenta a la puerta del monasterio con la voluntad de
renunciar al mundo y de ser contado entre los hermanos, no tendrá la libertad
de entrar. Se comenzará por informar al padre del monasterio. El candidato
permanecerá algunos días en el exterior, delante de la puerta. Se le enseñará
el Padrenuestro y los salmos que pueda aprender. El suministrará cuidadosamente
las pruebas de lo que motiva su voluntad (de ingresar). No sea que haya cometido
alguna mala acción y que, turbado por el miedo, haya huido sin demora hacia el
monasterio; o que sea esclavo de alguien. Esto permitirá discernir si será
capaz de renunciar a sus parientes y menospreciar las riquezas. Si da
satisfacción a todas estas exigencias, se le enseñará entonces todas las otras
disciplinas del monasterio, lo que deberá cumplir y aquello que deberá aceptar,
ya sea en la synaxis que reúne a todos
los hermanos, en la casa o dónde fuera enviado o en el refectorio. Así
instruido y consumado en toda obra buena, podrá estar con los hermanos.
Entonces será despojado de sus vestidos del siglo y revestido con el hábito de
los monjes. Después será confiado al portero que, en el momento de la oración,
lo llevará a la presencia de todos los hermanos y lo hará tomar asiento en el
lugar que se le haya asignado. Los vestidos que trajo consigo serán recibidos
por los encargados de este oficio, guardados en la ropería y a disposición del
padre del monasterio” (Regla de san Pacomio,
Preceptos, 49).
«Vamos
a mostrar ahora cómo se debe examinar a los que vienen del mundo para
convertirse. En primer lugar, se debe cercenar en ellos las riquezas del mundo.
Si
es un pobre el que desea convertirse, también él posee riquezas que se deben
cercenar, lo que muestra el Espíritu Santo diciendo por boca de Salomón: “Mi alma odia al pobre orgulloso” (Si 25,2); y
en otro lugar dice: “El soberbio es como un
herido” (cf. Sal 88 [89],11). E1
que preside debe, por tanto, mantener esta regla con gran empeño: si un pobre
se convierte, deponga primero su carga de soberbia y, probado de este modo,
recíbaselo. Ante todo, debe ser educado en la humildad, de modo que -lo que es
más importante y es un sacrificio agradable a Dios- no haga su voluntad sino
que esté “pronto para todo” (2 Tm
2,21). En cualquier cosa que suceda debe acordarse: “Pacientes en la tribulación” (Rm 12,12).
Cuando
un hombre tal quisiera librarse de las tinieblas del mundo (cf. Ga 1,4), en primer lugar, al acercarse al
monasterio, permanezca a la puerta por una semana; no se junte con él ninguno
de los hermanos sino preséntenle constantemente cosas duras y difíciles. Pero “si persevera llamando” (Lc 11,8; cf. Hch 12,16), no se niegue el ingreso al que lo
pide, pero el que preside debe enseñar a este hombre cómo puede observar la
regla y seguir la vida de los hermanos.
Si fuera rico, poseyendo muchas riquezas en el mundo y quisiera
convertirse, en primer lugar debe cumplir la voluntad de Dios y seguir aquel
precepto primordial que se le dio al joven rico: “Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, toma
tu cruz y sígueme” (Mt 19,21;
16,24). Además el que preside lo debe instruir para que cuide de no reservar
nada para sí sino la cruz que debe llevar, y seguir a Cristo. Lo más importante
de la cruz que debe llevar es: en primer lugar, con una obediencia total, no
hacer su voluntad sino la de otro. Si quisiera ofrecer una parte de sus bienes
al monasterio, sepa en qué condiciones serán recibidos él y su ofrenda. Pero si
quisiera tener consigo alguno de sus servidores, sepa que “ya no tendrá un servidor, sino un hermano” (Flm
16), para que sea hallado perfecto en todas las cosas» (Regla de los Cuatro Padres, 7. Hacia 535540).
“Si
alguien quisiera dejar el mundo y llevar vida religiosa en el monasterio, se le
leerá la regla al entrar y se le expondrán todos los usos del monasterio.
Si acepta todo buenamente,
entonces sea recibido dignamente por los hermanos en el monasterio.
Si
quisiera traer algún bien (material) al monasterio, sea puesto en la mesa ante
todos los hermanos, como lo prescribe la regla.
Si fuera aceptada la ofrenda, no
sólo del bien que trajo, sino tampoco ni de sí mismo podrá disponer desde aquel
momento.
Porque
si algo distribuyó anteriormente a los pobres o, viniendo al monasterio, trajo
alguna cosa para los hermanos, sin embargo, (ya) no le es lícito tener alguna
cosa en su poder.
Si
después de tres días quisiera irse por cualquier motivo de discordia, no
recibirá absolutamente nada sino el vestido con el cual vino; y si muriese,
ninguno de sus herederos debe ir (al juez).
Si quisiera impulsar (un juicio), se le leerá la regla, y (así) se lo
cubrirá de vergüenza y se irá confundido, porque también le fue hecha la
lectura a aquel que exigía los bienes” (Regla
de Macario, caps. 23-25. Después del año 533).
[5] “Amigo de Dios” es el título que
la Escritura atribuye al patriarca Abraham y a los profetas en general; cf. St 2,23; Sb 7,27; 2 Cro 20,7; Is 41,8; Jdt 8,22; de Moisés: Ex 33,11; Nm 12,8. Apoyada en el lenguaje
bíblico, la tradición cristiana desde los primeros siglos llamó “amigos de Dios”
a los justos que gozaban de la gracia o del favor particular de Dios (cf. Jn 15,15).
[7] Se trata de las renuncias bautismales. Cf. Sobre el bautismo, I,1: “... Primero (es absolutamente necesario) ser arrancado de la
opresión del diablo, que empuja al que está poseído del pecado a los males que
no quiere, y luego, después de haber renunciado a todas las cosas presentes y a
sí mismo, hay que apartarse de la adhesión a la vida (mundana), haciéndose
discípulo del Señor”.
[8] Cf. 1 Co 4,15; Rm 8,15. El bautismo despoja al
cristiano del hombre viejo y sus acciones, pone término a la naturaleza
manchada por el pecado original y establece un nuevo orden de valores y una
nueva forma de relacionarse con los semejantes: bienes diferentes (no más los
materiales), parientes nuevos (se trascienden los vínculos de la carne). “Nos
apartamos de los parientes carnales y de la participación en esta vida, como
gente que... emigra hacia otro mundo” (Gandes
Reglas, 5).
[10] “Cosas exteriores”: es decir en
el grado más bajo, en el ejercicio más fácil, allí comienza el compromiso que
será renuncia perfecta sólo cuando la obediencia a Cristo lo lleve, en lo
concreto y cotidiano del diario vivir, hasta la muerte. “Tomar la propia
cruz... significa estar preparados a morir por Cristo... no tener ninguna
afección a la vida presente” (Grandes Reglas,
6).
[13] La doctrina espiritual de San
Basilio es fogosa, aun dentro de su
gran objetividad. Por eso, con frecuencia insiste en la ardiente fuerza con que
se debe tender hacia la perfección de la obediencia, en el seguimiento de
Cristo. Esto es, de hecho, amar a Dios: “Empujar siempre la propia alma, por
encima de sus fuerzas, a cumplir la voluntad de Dios, en la búsqueda y el deseo
de su gloria (la de Dios)” (Pequeñas Reglas,
221).
[16] Aquello a lo que se renuncia por
el Señor con la profesión monástica deviene res
sacra (“cosas consagradas al Señor”; “cosas dedicadas al Señor”. Parece
claro, por tanto, que aquel que se abraza a la vida perfecta conserva el
cuidado de administrar sus bienes, hasta que estos sean distribuidos a los
pobres. Pero en la Grandes Reglas, 9, Basilio modifica esta posición y aconseja renunciar a esa
administración. Él mismo, en su correspondencia nos lo confirma, había hecho la
experiencia personal de los problemas legales que implicaba el sistema que
propuesto en la presente cuestión.
Más tarde, en su Carta 150 hará que esa renuncia a los bienes sea obligatoria. Rápidamente se
avanza hacia las formas estructuradas de la pobreza religiosa.
[19] Cf. Mt 12, 36. La enseñanza de
Basilio contra las palabras ociosas
se basa fundamentalmente en dos textos del Nuevo Testamento, que él suele
presentar unidos: Mt 12, 36; Ef 4, 29-30. El cristiano no debe proferir palabras que no sean para la
edificación de la fe, a fin de no contristar al Espíritu Santo.
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