REFLEXIONES SOBRE LA FORMACIÓN MONÁSTICA
Llamados a ser transformados en imagen de Cristo
(2 Cor 3,18)
I. Imagen de Dios
Creados a imagen y semejanza de Dios, pero heridos por el pecado, necesitamos que sea restaurada esta imagen en nosotros. Este es el fin último de la vida cristiana y, por tanto, también de la vida monástica.
El Hijo de Dios, que era in forma Dei, no temió renunciar a su privilegio, se abajó (Fil 2,6-7) haciéndose uno más entre nosotros, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado (Hb 4,15). Aceptó perder su forma, su belleza. Fue desfigurado hasta no poder ser ya reconocido (Is 53,2). Gustó la muerte. Pero el Padre le resucitó, le hizo sentar a su derecha y le constituyó Kyrios (Fil 2,9). Así se nos ha mostrado y trazado el camino de retorno a la imagen. Habiendo sido deformados por el pecado debemos reformarnos para ser transformados gradualmente en la imagen de Cristo resucitado.
Esta transformación última a través de un largo proceso de reformación, de conversión, es el objeto de la formación monástica. Formación que no debe ser entendida como actividad que ejerce un formador humano sobre otra persona, sino como transformación gradual y constante, nunca acabada, de una persona que, utilizando los medios que le ofrece la conversatio monástica, permite al Espíritu Santo que restablezca en ella la imagen desfigurada y la semejanza perdida.
El tema de la imagen de Dios es central en la espiritualidad del monacato primitivo. Esta doctrina, que tiene su base en Génesis 1,26, es muy querida de todos los Padres de la Iglesia que han estudiado el misterio de la salvación. Cada uno la ha tratado de forma diferente, con la libertad propia de los poetas y los místicos, y así se ha hecho muy compleja y ha sido presentada con matices diversos. Cabe resumirla así: el hombre ha sido creado a imagen (imago) y semejanza (similitudo) de Dios; en cuanto criatura privilegiada, está llamada a participar de la vida divina: estas disposiciones han quedado trastocadas por el pecado, pero el hombre conserva su capacidad de volverse hacia Dios(capacitas Dei); por la gracia de la redención y por la imitación de Jesucristo, el hombre es capaz de participar de la vida divina; si su predisposición hacia Dios (imago) se desarrolla y se manifiesta en una vida continua de virtud, se encamina hacia la semejanza(similitudo) y encuentra su realización llegando a ser imagen de Dios.
Cuando se habla de formación monástica, se suele entender la formación inicial. Sin embargo, ésta no puede ser entendida más que como un elemento, o una fase, del proceso global de transformación que acabamos de mencionar. El fin de la formación monástica, en todas sus fases, no puede ser sino la restauración de la imagen de Dios en el monje. Se trata de una transformación progresiva que abarca toda la vida. Para llevar a cabo este itinerario de transformación, el hombre tiene un modelo, un prototipo, el Verbo, que es la imagen perfecta del Padre y que san Bernardo, según san León Magno, llama el sacramentum salutis.
En realidad, ningún padre del monacato escribió sobre la «formación», al menos en el sentido en que hoy entendemos esta palabra. Pero vemos por sus escritos que tenían clara conciencia de que su misión, como abades o como padres espirituales, era engendrar a Cristo en sus discípulos. Sabían que para llevar a cabo esta misión, debían conducir a sus monjes a la imitación de Cristo. Pues es por esta imitación como el monje hace gradualmente más activa en su vida esta semejanza que recibió en el momento de la creación, y la imagen de Dios en él se restaura nuevamente.
La idea de que se puede formar a alguien en la vida monástica como se puede formar a alguien para ser médico, mecánico o profesor, supone una concepción totalmente moderna. Jamás se les hubiera ocurrido a los padres del monacato. Para ellos, la vida monástica no era una realidad para la que pudiera formarse a alguien, sino un medio, o un conjunto de medios, por los que alguien se dejaba formar. Viviendo la vida monástica es como uno va haciéndose más monje y se deja transformar, gradualmente, en imagen de Cristo.
II. El ambiente cenobítico
Cuando los anacoretas de los primeros siglos iban al desierto, buscaban ponerse bajo la dirección de un padre espiritual que tuviera experiencia del desierto y que manifestara la obra del Espíritu sobre él, habiéndose convertido en pneumatophoros. Ese padre espiritual carismático del desierto transmitía a sus discípulos su propia experiencia a la manera de un guru. Esta relación padre-hijo o maestro-discípulo normalmente era provisional, terminando cuando el discípulo llegaba a la madurez espiritual suficiente para poder continuar su camino, más allá, en la soledad.
El carisma de los padres del cenobitismo, como Pacomio o Basilio, ha consistido en elaborar una forma de vida comunitaria estable, una politeia, según una regla establecida a través de la cual se transmitía en adelante la experiencia espiritual. Nos encontramos así en presencia de una auténtica cultura monástica que expresa una identidad colectiva que permite a cuantas se insertan en ella alcanzar su identidad personal propia.
Por cultura hay que entender aquí un complejo coherente de doctrinas espirituales, de tradiciones ascéticas, costumbres, observancia, organización administrativa, etc., que expresan una experiencia espiritual, la mantienen viva y la trasmiten. Una cultura implica la cohesión y coherencia de todos los elementos de la vida. Tal cultura es siempre, y por excelencia, el fruto de la experiencia de una colectividad. Un individuo no inventa su cultura. El rol de los santos, los místicos y los genios, como el de los poetas, los artistas o los teólogos, consiste en expresar la experiencia trasmitida y mantenida viva por y en su cultura.
En el ambiente cenobítico, esencialmente en y por la forma misma de la vida de la comunidad, se trasmite la experiencia monástica y se lleva a cabo la formación del monje desde que entra al monasterio hasta que pasa a la otra orilla. San Benito se inserta en esta gran tradición cenobítica y es en ella donde los monjes de la tradición benedictina deben buscar los principios básicos de la formación monástica, y no en una espiritualidad de orientación eremítica.
Cuando, en el primer capítulo de su Regla, describe Benito las diversas categorías de monjes, define a la fortísima raza de los cenobitas como los que viven: a) en comunidad, b) bajo una regla, c) bajo un abad. Ahí tenemos los tres pilares del cenobitismo y el orden en que los enuncia Benito es de importancia capital. La historia nos enseña que cada vez que se ha roto el equilibrio entre estos tres elementos se ha asistido a un período de decadencia.
Comunidad, regla, abad. Se puede decir que son los tres elementos esenciales de la conversatio benedictina y que, por tanto, viviéndolos en cada una de las etapas de su existencia monástica, el monje se hace, gradualmente, más monje, y lleva a cabo su formación -o transformación en el sentido dicho más arriba-.
2.1. La comunidad
En la gran tradición benedictina y cisterciense, la vocación de una persona no es una llamada a vivir la vida monástica en general, o incluso la vocación a tal congregación. Es la llamada a una comunidad concreta de hermanos que constituyen una célula-ecclesia. Allí, tras una prueba adecuada, prometerán su estabilidad y con esos hermanos, a menos que la obediencia les confíe otra misión, vivirán hasta el fin de sus días el misterio de salvación en la iglesia.
La modalidad según la cual cada grupo concreto vive esta comunidad, estakoinonia, tiene una influencia muy profunda sobre el desarrollo humano y espiritual del monje a lo largo de su existencia. Más allá de todos los «medios de formación» que pueda ofrecer a sus miembros, la comunidad en cuanto tal tiene una tarea formadora de primera importancia.
Una comunidad puede cumplir bien esa tarea sólo si ha desarrollado una sólida cultura monástica local. Tal cultura monástica implica una visión común y clara de la vida monástica y una orientación espiritual que condicione, que «informe» (en sentido aristotélico) todos los elementos de la vida cotidiana: la forma de orar, de trabajar, de tomar las decisiones comunitarias, de recibir a los huéspedes, etc.
Si existe tal visión común, tal cultura, la tarea de los «formadores» (abad, maestro de novicios-juniores, profesores) consistirá esencialmente en ayudar a los monjes, sobre todo a los recién llegados, a insertarse, a dejarse formar por ella, a asumirla de forma responsable y creadora. Si no existe, todas las «técnicas» de formación utilizadas (cursos, seminarios, etc.) tendrán, en general, muy pocos resultados.
La comunidad monástica no es simplemente un lugar donde poder practicar la propia ascesis personal. Es un lugar donde buscar juntos la voluntad de Dios. Benito pide convocar a todos los hermanos cada vez que se trate de un asunto importante: convocet abbas omnem congregationem (convoque el abad a toda la comunidad) (RB 3,1), omnes ad consilium vocari (todos sean convocados a consejo) (RB 3,3). No se trata de un simple ejercicio de la autoridad de la mayoría, o de democracia antes de la palabra. Se trata de ponerse juntos a la escucha de lo que el Espíritu Santo dice a cada uno para bien de todos. Aunque el abad tenga la responsabilidad final de tomar la decisión, el capítulo conventual es la ocasión que cada uno tiene de ejercer un acto de corresponsabilidad comunitaria, y por tanto, de crecer en el sentido de su responsabilidad.
Una comunidad sana es también un lugar de crecimiento emotivo y afectivo. Las relaciones personales que pueden desarrollarse en el seno de la vida comunitaria son, al mismo tiempo, una escuela que hace capaz una relación profunda con Dios y una expresión sacramental de esta relación. Por el hecho de que la comunidad cristiana encarna una nueva visión de las relaciones humanas, éstas se ven y se viven como una expresión sacramental del misterio de la Iglesia. Se trata de algo más profundo que un vago sentido comunitario. Sin embargo, hay que prestar atención a la trampa de una unanimidad de tipo «fusional», que termina privando a los individuos de su identidad personal.
La vida fraterna permite conocerse a sí mismo en los encuentros de la vida cotidiana y descubrir la necesidad de conversión. Es fácil reconocerse como una comunidad de pecadores que han sido perdonados. Da también la posibilidad de dejarse transformar, practicando la caridad fraterna.
Una vida sana de comunidad es el lugar donde podemos aprender a leer e interpretar la realidad, no sólo en nosotros sino también en torno a nosotros, y a penetrar en su centro. Una vida contemplativa auténtica no consiste en retirarse de la realidad para vivir en un mundo artificial o puramente espiritual. Consiste en retirarse al centro, al núcleo de toda realidad. Una vida de comunidad sana nos ayuda a evaluar con serenidad las diversas informaciones que recibimos, los diversos acontecimientos que vivimos. Nos ayuda a superar proyecciones subjetivas y nuestros deseos conscientes o inconscientes.
La rigidez en las posiciones, en los análisis personales de la realidad, constituye en muchos casos un obstáculo para el crecimiento humano y espiritual. Un hombre que continúa creciendo normalmente en la vida común debe ser una persona que cada vez es más capaz de adaptarse, de modificar sus opiniones, sus actitudes. Sabe cómo asumir los conflictos inevitables de la existencia humana y vivir en la paz del corazón las tensiones inherentes a toda vida común. Una sana vida de comunidad permite adquirir gradualmente esta actitud de comprensión, compasión, simpatía para con todos. Un monje que se transforma en cazador de herejías tiene algo de anormal.
En comunidad, el monje aprende a unificar su vida. En el mundo se pueden vivir fácilmente una serie de vidas paralelas, concomitantes. Por ejemplo, hay hombres de negocios, profesionales o políticos en quienes se da una separación total entre su vida profesional y vida familiar, o entre su vida profesional y su práctica religiosa. Esto debería ser imposible para el monje, el cual puede tener actividades dentro de su comunidad y fuera incluso del monasterio, pero todas ellas forman parte de su vida monástica; debe aplicarse a realizarlas como monje. De otro modo, carecería del elemento central del ser de monje: la sencillez, es decir, el hecho de tener un solo objetivo, una sola preocupación en su vida.
2.2. La Regla
Cristo se hizo obediente con una obediencia en la que su voluntad se identificó totalmente con la del Padre. Por el mismo camino de la obediencia, a imitación de Cristo, el monje permitirá al Espíritu restaurar gradualmente en él la imagen de Dios. Evidentemente, se trata de obediencia a la voluntad divina; pero esta obediencia se encarna en todas las acciones de la vida cotidiana.
El Evangelio es una fuente inagotable de «formas de vida». Ha dado nacimiento a numerosos modos de seguir a Cristo. Los fundadores del cenobitismo recibieron el carisma de una interpretación existencial del Evangelio. Cuando este carisma fue vivido de forma coherente en un grupo, se tradujo en regla. Cuando uno entra en una comunidad cenobítica, se inserta, pues, en una tradición, en una interpretación vivida del Evangelio. Se elige libremente este «camino» entre otros muchos posibles. Para Benito es tan importante que tal elección se haga libre y lúcidamente que hace leer al candidato laRegla completa tres veces durante el año que precede a su compromiso con la comunidad, pues es esta Regla la que, si se vive honesta y auténticamente, formará y transformará al monje.
La vida común, y la Regla que la estructura, son medios de realizar el amor de Dios en el amor de los hermanos, prefiriendo el bien común a la propia voluntad; y al bien propio la voluntad divina expresada en la Regla y aplicada por el abad a las situaciones concretas. Del mismo modo, la obediencia mutua de que habla Benito, es vivida como un servicio y, por lo mismo, como un ejercicio de la unión de voluntades, que conduce a la pureza del corazón y a la visión de Dios.
Para el monje contemporáneo, la Regla no es solamente el texto de san Benito, sino también las Constituciones propias de la Congregación monástica a que pertenece y los reglamentos escritos u orales de su comunidad local. Todo este conjunto «legislativo» no es una simple «ley»: es la expresión objetiva de la identidad propia de una comunidad o de un grupo de comunidades. Igual que se adquiere una identidad cultural propia dejándose formar por la propia cultura o integrándose en otra, así también, dejándose formar gradualmente por una cultura monástica, integrándose en una comunidad y asumiendo la visión particular de ella, se llega a desarrollar una identidad monástica personal. Para un candidato, el signo de verdadera vocación es la capacidad de asumir la identidad colectiva de su comunidad, haciéndose, al mismo tiempo, cada vez más él mismo.
2.3. El Abad
En la tradición benedictina, el abad, en cuanto representante de Cristo en su comunidad, es el padre espiritual, el maestro y el médico. Evidentemente, su tarea es muy diferente a la de los superiores de comunidades religiosas de tradición más reciente. Aunque debe ser un hermano entre sus hermanos, no debe olvidar que ha sido llamado a ser padre, no porque los demás deban ser como niños o adolescentes ante él, sino porque tiene la responsabilidad de engendrar a Cristo en ellos.
Como padre, debe manifestar a sus monjes la dulzura y la bondad de Cristo, buscando ser más amado que temido, adaptándose al carácter de cada uno y exhortando a los hermanos a recorrer con corazón pronto y gozoso el camino al que han sido llamados por Dios. Por su parte, el monje debe saber mantener, a lo largo de toda su vida una relación filial adulta de cara a su abad, sea cual sea la edad de cada uno. Si un monje, después de su profesión, ya sólo ve en el abad a la persona a quien debe obedecer únicamente en las cosas verdaderamente importantes, es probable que ya no crezca como monje (aunque pueda tener grandes aptitudes humanas y utilizarlas para bien de la Iglesia y de la comunidad).
No es raro en nuestros días que el novicio busque reconstruir en el monasterio la familia que acaba de dejar o que, en muchos casos no ha tenido, tendiendo a identificar la figura del padre con la autoridad y la figura de la madre con la comunidad. Tal actitud impide un verdadero crecimiento, ya que consiste en reproducir, sin más, el modelo familiar.
Si la relación monje-abad no se vive adulta y libremente, se creará una actitud de pasividad, de inseguridad, de miedo. La vida monástica implica una separación de los lazos familiares. No hay que restablecer en el monasterio otros similares. Una comunidad debe ser un lugar donde viven personas con un fuerte deseo de caminar juntas hacia la vida eterna; y no un seno maternal protector. Desgraciadamente, la sociedad actual no nos prepara para esta relación sana con la autoridad y la ley. O bien se rechaza la autoridad, con una falta seria de todo tipo de respeto, o se busca la seguridad en una autoridad que lo decida todo.
Como maestro en la escuela de Cristo, el abad es el guardián de la fidelidad de los discípulos de cara a la tradición monástica. Para que la Regla y la tradición no sean letra muerta, tiene que interpretarlas continuamente de modo dinámico. Alimenta a sus monjes con la palabra y el ejemplo. Distribuye el pan de la Palabra de Dios, interpretada por la comunidad en cada momento nuevo de su evolución.
Como médico, debe cuidar las heridas y curar en nombre de Cristo a los hermanos heridos por el pecado. También debe ser un padre al que se puedan dirigir en los momentos de crisis personal.
El abad es el padre, el maestro y el médico de todos los miembros de su comunidad. Aun cuando haya un maestro de novicios y juniores, el abad no puede renunciar a su tarea de padre de los novicios y profesos. En las comunidades activas modernas, en que hay un noviciado único para una provincia o para toda la congregación, el novicio no tiene más superior inmediato que su padre maestro; después de su profesión se le destinará a una casa de la congregación. En la vida benedictina no se entra en una congregación, sino en un monasterio muy concreto donde el abad es el padre de todos, incluidos los novicios. No puede renunciar a su responsabilidad aunque delegue buena parte de ella en el padre maestro.
Por tanto, es esencial que entre el padre maestro y el abad haya una profunda comunión de puntos de vista. Los esfuerzos de un padre maestro por formar una comunidad nueva, diferente del resto de la comunidad, o de una orientación monástica distinta a la del abad, llevarán a un fracaso casi seguro. El abad es el responsable último de la formación de los novicios, lo mismo que de los restantes miembros de la comunidad. El maestro, su delegado, sólo está encargado de acompañar más de cerca a los novicios en su andadura monástica y de transmitirles las enseñanzas necesarias al comienzo de la vida monástica.
La madurez de un monje (novicio o profeso) dependerá, en gran parte, de su capacidad de establecer una relación sana con la comunidad, la Regla y el abad.
III. Los principales elementos de la ascesis monástica
Entre los numerosos elementos que constituyen la conversatio monástica vivida en comunidad, bajo una regla y un abad, hay tres a los que san Benito concede una importancia particular y que tienen especial valor formador: el Opus Dei, la lectio divina y el trabajo. Pero aún es más fundamental la misión de la Cruz en la vida del monje.
3.1. Tomar la Cruz
El monje entra en el monasterio para seguir a Cristo y volver por el camino de la obediencia al Padre, de quien se había alejado por la desobediencia (Pról. de la RB). Ahora bien, el Hijo de Dios aprendió la obediencia a través del sufrimiento (Hb 5,8). No hay otro camino para el cristiano que quiere ponerse en seguimiento de Cristo. Cristo, por otra parte, en los Evangelios es muy explícito acerca de las exigencias de una talsequela: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga».
Esta es la primera actitud a contrastar en el que llega al monasterio. ¿Está dispuesto a aceptar la cruz? A continuación, en los primeros años de vida monástica, habrá que acompañarle y ayudarle a aceptar este duro camino. Benito quiere que se advierta muy claramente al recién llegado, desde el principio, de las cosas duras y ásperas por las que se va a Dios (RB 58,8).
No es rara en nuestras comunidades la triste experiencia de ver marchar, poco después de la profesión solemne, a un monje que parecía un excelente candidato. En casi todos los casos lo que posiblemente ha faltado ha sido esta formación para la cruz. El monje estaba feliz en la vida monástica mientras encontraba en ella un ambiente agradable donde realizarse, donde se valoraban sus talentos o se desarrollaban sus capacidades, etc. Pero cuando le llegó una prueba seria, cuando llego la cruz, toda su vida se hundió.
Esto hay que relacionarlo con el tema de la inculturación. Cuando ésta es verdadera no consiste en integrar en el cristianismo o en la vida monástica todas las actitudes propias de una cultura, sino en cristianizar cada cultura. El misterio de la cruz salvadora es propiamente cristiana; interpela a todas las culturas. Todos debemos aprenderla y reaprenderla cada día.
Sin la aceptación de la cruz no tiene sentido ninguno de los elementos de la ascesis monástica. Pero si el monje la acepta con gozo, lo formará a lo largo de toda su vida.
3.2. El Opus Dei
La oración propiamente monástica es la oración continua, preparada por la lectura, el estudio y la meditación de la Palabra de Dios. Se expresa comunitariamente en el Opus Dei y se desarrolla en la atención, tan continua como sea posible, a Dios. ElOpus Dei, además de ser una expresión comunitaria de la oración, es también unaescuela de oración. El monje aprende en ella, a lo largo de toda su vida, a alabar a Dios, a llorar sus pecados, a interceder ante Dios por sí mismo y por toda la humanidad, a contemplar todos los aspectos del misterio de la salvación.
Sin embargo, el Opus Dei no se comprende fuera del universo sacramental en su conjunto, donde el monje es conformado a imagen de Cristo en la celebración eucarística, curado de sus heridas en la penitencia, fortalecido para cumplir sus obligaciones mediante diversas bendiciones y, por fin, preparado para pasar positivamente las crisis de la vida y sobre todo la crisis de último paso mediante el sacramento de los enfermos.
3.3. Lectio (y estudios)
Es interesante constatar que en la literatura cristiana primitiva, al menos hasta la época de san Benito, la expresión lectio divina designa siempre la Sagrada Escritura en sí misma y no una actividad humana hecha con la Escritura. Si se quisiera traducir esta expresión habría que decir «lección divina» y no «lectura divina». La Sagrada Escritura no sólo instruye al monje sino que lo transforma a través del contacto cotidiano. Toda su vida debe enraizarse en esta lectio divina, en esta «lección divina», ya lea, escrute, estudie, interprete y medite sin cesar, sin hacer separaciones entre estas diversas actividades. Si el monje se deja impregnar gradualmente por la Escritura, ésta lo forma, lo hace gradualmente un verdadero contemplativo, es decir, no una persona que tenga necesariamente experiencias de las llamadas «místicas», sino una persona que ve a Dios en todo y que mira a la luz de Dios.
Habría que saber desprenderse de las teorías contemporáneas que han hecho de la «lectio divina» una forma especial de «lectura» y que, por lo mismo, la han transformado en una observancia entre otras aun cuando se la considere la más importante. Si se hace de la «lectio divina» una actividad especial que hay que cumplir en un momento preciso de la jornada y durante un determinado tiempo, se la convierte en una observancia que, por lo mismo, pierde la gratuidad que la caracteriza. También se corre el riesgo de vaciar el resto de la jornada y las restantes actividades del monje de la dimensión de atención amorosa a Dios que se quiere concentrar en esta observancia privilegiada.
El monje, desde el comienzo de su vida monástica, debe iniciarse en mantenerse lo más constantemente posible a la escucha de Dios. Debe, incesantemente, dejarse penetrar, interpelar, transformar por la Palabra de Dios que le llega a través de su lectura lenta y sabrosa de la Escritura, a través del estudio científico de ella, de su lectura o estudio de los Padres, de su trabajo y sus encuentros fraternos. Si el monje desarrolla esta actitud, aparece artificial toda distinción absoluta entre lectio divina y estudio de la Escritura o de los Padres, u otra lectura. Tal distinción puede ser incluso dañina si lleva a ver el estudio como algo árido y seco.
Porque el estudio tiene su lugar en la vida del monje. Para que un monje viva bien su vida monástica necesita aprender cierto número de cosas. Como la Escritura es la Regla fundamental de la vida monástica, según se ha dicho, y la fuente principal de la liturgia, el monje deberá recibir desde el comienzo de su vida monástica una buena iniciación a la Biblia. Deberá iniciarse en una lectura contemplativa de la Escritura; pero necesitará también una iniciación a los principales Libros Sagrados, a los diversos niveles de interpretación, etc. También habría que iniciarle en la tradición monástica, en su historia y su espiritualidad. Deberá tener una buena formación doctrinal cristiana y una iniciación a la Patrística. Esta formación es necesaria para todos aunque puede revestir formas muy variadas. En ciertos monasterios en los que haya un grupo de novicios con buena formación básica, se podrán formar a través de un ciclo de cursos bien organizados. En otros casos será preferible un sistema de tutorías. Algunos se aprovecharán con una presentación científica, mientras que para otros será preferible algo más sencillo. No todos tienen las mismas necesidades ni la misma capacidad intelectual. Pero habrá que saber discernir bien las motivaciones de los candidatos que, con bastante frecuencia en nuestros días, quieren una vida muy sencilla, «sin estudios». La sed por las «apariciones» y las cosas extraordinarias, que se dan en ciertas comunidades, proceden con frecuencia de un conocimiento insuficiente del mensaje cristiano esencial.
Una comunidad debe saber preparar un programa de estudios que forme parte de su programa general de formación. Una parte de tal programa se ve durante el noviciado y juniorado. El resto queda para estudiar a lo largo de toda la vida.
Si en más de un monasterio actual hay cierto antintelectualismo, puede que en parte sea por reacción, ya que muchos «formadores» tienden a considerar toda la formación monástica como una serie de cursos. Desde hace algunos decenios, en las Ordenes monásticas se estudia mucho a los Padres del monacato. Lo enseñamos a los novicios y profesos temporales. No estoy seguro de que con ello se hayan obtenido los resultados esperados. ¿Por qué? Quizás porque se ha puesto demasiado pronto a los monjes jóvenes en contacto con esta literatura, antes de que adquieran la identidad monástica que les permitiera asimilarla personalmente y dejarse formar por ella más que «estudiarla».
El padre maestro ideal sería el que, habiendo asimilado perfectamente la tradición monástica, pudiera transmitir fielmente su contenido sin tener que citar jamás a ninguno de los Padres del monacato. Tomemos un ejemplo. Los Padres del Císter, en el siglo XII, que conocían bien a los Padres griegos y latinos y se habían dejado formar por ellos, no parecen haberlos «enseñado» nunca. Incluso se puede decir que jamás enseñaron la Escritura, aunque la sabían de memoria, la citaban constantemente y a veces utilizaban el artificio literario que consistía en comentar un Libro de la Escritura como medio de transmitir su enseñanza espiritual. Transmitieron lo que vivían.
Los Padres, como la Escritura, revelan su secreto únicamente si se leen en el contexto de una cultura monástica que encarna los mismos valores. De ahí, una vez más, la importancia de desarrollar una cultura monástica que englobe todos los elementos de la vida. Y uno de esos elementos es también el trabajo.
3.4. Trabajo
Para san Benito, el trabajo es un elemento esencial de la vida monástica: Son verdaderos monjes, cuando viven del trabajo de sus propias manos (RB 48,8). El trabajo, manual, intelectual o pastoral en algunos casos, es el lugar en que se manifiesta la capacidad creadora o la capacidad de colaborar con otros y con Dios. Un monje debe aprender a hacer trabajos serios en servicio a su comunidad o, en nombre de la comunidad, al servicio de la Iglesia y de la sociedad.
El trabajo no cumplirá misión formadora si tiene carácter de diletantismo, o si, como puede ocurrir fácilmente, se convierte en un medio de sed de poder y expresión de la propia voluntad.
En una comunidad monástica, el trabajo tiene tal impacto sobre la atmósfera general de la comunidad y afecta a su equilibrio hasta tal punto que el abad no puede dejar sólo al cillerero el cuidado de organizar la vida material de la comunidad. Es responsabilidad suya velar para que el trabajo esté organizado de tal modo que concurra al crecimiento monástico de los monjes, jóvenes o mayores.
IV. Las etapas de la formación
Aunque la formación es un proceso que dura toda la vida, como he dicho anteriormente, es cierto que este proceso tiene fases muy diversas. Cada una con sus desafíos, sus gracias y sus problemas. No se trata de analizar aquí con detalle cada una de estas fases; pero querría, al menos, enumerarlas y mencionar ciertos aspectos más significativos de cada una.
Están las etapas iniciales, en que el postulante y el novicio necesitan más dirección y ayuda, o cuando el profeso temporal tiene muchas cosas que aprender. Está el período central de la vida durante el cual se crece a través de las responsabilidades que hay que asumir en la comunidad. Hay también, en cada época, la crisis; y, finalmente, la crisis última de la vejez y la muerte. Pero, antes que nada, la fase del discernimiento de la vocación antes de entrar al monasterio.
4.1. La fase de discernimiento
No se entra al monasterio para ensayar, para ver si nos agrada o si seremos capaces de responder a sus exigencias. Se entra para vivir la vida monástica.
Por supuesto, sobre la base de una experiencia secular, la legislación eclesiástica ha introducido varias fases sucesivas en el compromiso monástico antes de llegar a un compromiso definitivo en él. No deja de ser cierto que si el candidato sólo viene para «ver» y no con una firme decisión de darse enteramente a esta vida desde que comienza, tiene pocas posibilidades de permanecer.
Por eso tiene importancia capital el discernimiento previo al ingreso. Aceptar candidatos sin haber hecho tal discernimiento no es un servicio útil ni para la Iglesia ni para la comunidad, mientras que un discernimiento serio es trabajo de Iglesia.
Cuando alguien se presenta en el monasterio hay que discernir ante todo las razones por las que viene. Como en muchos casos los candidatos no son conscientes de sus motivaciones verdaderas, hay que ayudarles, a través de un acompañamiento bastante largo a discernirlas. No es extraño que llegue alguno con una especie de vocación «genérica» a la vida religiosa, o incluso a la vida cristiana, o que haya tenido una conversión repentina y quiera darse enteramente a Dios; o que haya recibido una gracia profunda de oración y quiera consagrarse a la vida de oración, o se trata de un sacerdote o un religioso de vida apostólica profundamente comprometido en un ministerio que le deja poco tiempo libre y que aspira a la oración contemplativa. En todos esos casos hay que ayudarles a discernir si Dios los llama verdaderamente a la vida monástica o si los llama más bien a profundizar, allí donde estén, en los valores cristianos cuya necesidad sienten con tanta fuerza.
Otro aspecto del discernimiento consiste en ver si el candidato posee las cualidades necesarias para vivir de forma constante aquello a lo que quiere comprometerse: salud física y psíquica suficiente, disciplina de vida o capacidad de adquirirla, constancia, etc. Necesitan especial atención los que están más heridos por la vida: infancia desgraciada, experiencias sexuales prematuras y negativas, fracaso de un matrimonio, etc. Si todavía no han asumido estas pruebas de forma positiva, un buen discernimiento podrá consistir en ayudarles a curar suficientemente sus heridas antes de entrar en el monasterio. Si la comunidad monástica puede ser considerada legítimamente como una comunidad terapéutica, en el sentido de que todos somos heridos de la vida, aunque sólo sea por nuestros propios pecados, y que la comunidad es un lugar normal de crecimiento humano, psicológico y espiritual, se requiere, no obstante, un equilibrio y una salud suficientes para poder aprovecharse de ello. Una persona cuyas heridas precisen de la ayuda de un psicó1ogo profesional debería recibir esta terapia antes de entrar al noviciado. Tal terapia requiere toda la energía psíquica de una persona, lo mismo que la formación del noviciado. Difícilmente pueden hacerse las dos cosas al mismo tiempo.
Una comunidad sólida con una larga tradición monástica puede permitirse más fácilmente recibir candidatos cuya vocación monástica sea todavía incierta. Porque el discernimiento final se va haciendo fácilmente a través de la vida concreta. Pero ésta no es posible en una comunidad reciente joven y pequeña. En tal caso, la identidad de la comunidad todavía no esta sólidamente establecida como para que un candidato descubra rápidamente, al confrontarse con ella, si está o no en su lugar; y, por otra parte, la presencia de uno o varios candidatos sin verdadera vocación monástica obligará al padre maestro a dedicar un tiempo precioso a problemas que nada tienen que ver con esta vida, de modo que las verdaderas vocaciones no serán atendidas debidamente.
Entre las falsas motivaciones que pueden conducir a una persona al monasterio está, ante todo, la búsqueda de seguridad material. A fin de cuentas, se pueden tener aseguradas tres comidas al día y un techo, además de los cuidados médicos en caso de enfermedad. Quizás esta motivación no sea muy frecuente en los países modernizados, pero puede serlo en otros. Igualmente, puede darse una búsqueda de promoción social.
En una época coma la nuestra, de gran inseguridad a todos los niveles, no es raro que se busque en el monasterio una seguridad psicológica y espiritual. Esto sólo tiene de malo que sea la motivación principal. Sobre todo, hay que ayudar a esas personas a encontrar su seguridad en una relación confiada con Dios y no en el apoyo artificial de estructuras rígidas y de observancias trasnochadas. No hay que convertir nuestros monasterios en campos de refugio cultural.
Gran parte de la literatura llamada «espiritual» confunde lamentablemente el «abandonar el mundo» en sentido joánico, con volver la espalda a la cultura actual. Si alguien se presenta en el monasterio porque considera que el mundo esta enfermo y es malo, y quiere abandonarlo para lograr su salvación dentro del claustro, conviene remitirlo al mundo enfermo y educarle a amarlo como Dios lo ha amado. Sólo entonces podrá huir al desierto, como los Padres del Desierto, no por miedo a la lucha sino para luchar contra las fuerzas del mal que no sólo actúan en el mundo en general, sino también, y sobre todo, en su propio corazón.
Algunos vienen al monasterio después de haber tenido la experiencia en particular, carismática o de otro tipo, de haber vivido en una comunidad cristiana con una espiritualidad concreta y un sentido muy fuerte de la fraternidad. En principio esto puede ser una excelente preparación para la vida comunitaria; pero no es raro que cree problemas si «vida comunitaria» se identifica con su forma particular de verla. Estas personas encuentran que en el monasterio no hay «vida comunitaria» porque no encuentran la misma intensidad de fusión colectiva que conocieron antes. Hay una intensidad de relaciones fraternas que se puede vivir en reuniones de fin de semana, pero que no puede permitirse de forma constante sin riesgo de indigestión.
El mismo principio cabe aplicar a diversas formas de oración que alguno puede haber conocido antes de entrar al monasterio. Hay, a veces, peligro de identificar la «oración» con alguna de dichas formas. Un signo de vocación será la capacidad de entrar en un estilo de oración típicamente monástico: es decir, el Opus Dei, por una parte, y la oración personal, alimentada por la lectio divina, por otra.
4.2. El postulantado
Aunque no esté explícitamente previsto en el Derecho Canónico (el canon 597,2 habla, sin embargo, de preparación adecuada antes de comenzar el noviciado) la mayor parte de las comunidades tienen un postulantado cuya duración varía según los casos.
No obstante, es pena que ese postulantado se utilice con frecuencia para enseñar los elementos de doctrina cristiana (que tenían que haber sido enseñados antes de entrar) o para comenzar la enseñanza del noviciado. Esto quita al postulantado su carácter propio de momento importante de transición, pues la entrada al monasterio es un momento importante en la vida de una persona. Se trata de la transición de un estilo de vida a otro. Comienza por una separación psíquica y afectiva de las actividades y relaciones personales de las que, hasta ese momento, dependía en gran parte la identidad personal del candidato. Si tuvo la gracia de una vida familiar feliz y muchos amigos, esta separación se siente más todavía.
Al dejar una forma de vida sin estar todavía plenamente integrado en la otra, es normal que experimente cierta alienación, cierta no-pertenencia, y que sienta un vacío profundo y, a veces, como cierta frustración. Es un período de muerte y resurrección durante el cual el postulante se enfrenta con el significado de cuanto ha vivido anteriormente, de aquello por lo que ha llegado a ser quien es, de cuanto ha dejado y continua amando (familia, amigos, etc.).
El padre maestro debe estar atento a lo que viven en ese momento los postulantes. Pero sería un grave error privarlos de ese momento de «duelo». Hacer bien y conscientemente ese duelo es de importancia capital para el resto de la vida monástica. Sería grave error llenar esos primeros días -e incluso todo el postulantado- con numerosas actividades, reuniones, conferencias para «ocupar» a los postulantes. Sería privarles de la posibilidad de hacer conscientemente ese paso al desierto.
El postulante, pues, no debería dedicar un tiempo a cursos y conferencias, salvo lo estrictamente necesario para integrarse en la marcha de la comunidad. Es un tiempo de habituarse gradualmente a vivir la vida monástica. Debe hacer el descubrimiento del nuevo «lugar» en que vive, de la comunidad, de la Regla y del abad.
4.3. El noviciado y el juniorado
Aunque el discernimiento de la vocación prosiga durante el noviciado, éste no es, en primer lugar, tiempo de discernimiento, ya que no se debe aceptar para comenzarlo más que a aquellos en quienes se ha creído discernir una vocación monástica. Es tiempo de crecimiento y maduración, bajo la dirección de un maestro: crecimiento en el conocimiento y aceptación de sí mismo, en las relaciones comunitarias, y, ante todo, crecimiento en la relación personal con Dios.
Para eso, habrá que ayudar al novicio a profundizar en su vida de oración y a alimentarse de la Palabra de Dios. Se le pondrá gradualmente en contacto con la gran tradición monástica y con la enseñanza de los grandes maestros espirituales para ayudarle a definir su propia identidad espiritual.
El juniorado se concibe con demasiada frecuencia como tiempo de estudio pues éste ocupa un gran lugar en este período; pero es, ante todo, el tiempo en que el monje joven se enraíza en su comunidad, comenzando a ejercer en ella responsabilidades, y donde se prepara para su compromiso definitivo.
No nos detendremos más en estas etapas porque ya se han publicado muchos trabajos a cargo de especialistas.
4.4. Las crisis
Normalmente, al comienzo de la vida monástica, el novicio siente bienestar personal. No es raro oír decir a un novicio que nunca en su vida se sentía tan bien. Pero tampoco es raro que, incluso durante el noviciado, o pocos años después, nazca un sufrimiento que procede de la consciencia de problemas personales que se creían resueltos desde hacía mucho tiempo y que se manifiestan con nueva intensidad. Si durante los primeros años se ha estado constantemente inmerso en estudios u otras actividades que gustaban, esta «crisis» puede venir mucho más tarde. No es extraño que se manifieste poco después de la profesión solemne o, en el caso de monjes sacerdotes, poco después de la ordenación.
Estos problemas personales pueden ser de diversa naturaleza. Puede tratarse de una sexualidad insuficientemente integrada o desorientada, o de heridas psicológicas procedentes de un contexto familiar conflictivo. Puede tratarse de poseer un temperamento difícil o de cambios imprevisibles y bruscos de humor, etc. El silencio y la soledad del desierto monástico, la falta de apoyos humanos y la gran dificultad para conservar indefinidamente las máscaras en una vida comunitaria, permiten que estos problemas se manifiesten.
Evidentemente, no se trata de problemas propios de la vida monástica. En el mundo, seguramente no se hubieran manifestado todos a la vez y, quizás, hubieran podido encontrar solución en una profesión con éxito, con una ayuda psicológica o con la terapia de un buen matrimonio. En el monasterio no es extraño que se manifiesten todos al mismo tiempo. Es el momento de constatar si la casa está construida sobre roca o sobre arena (Mt 7,25).
Si la vida común favorece el estallido de tal crisis, un contexto comunitario sano ofrece también el medio de vivirla positivamente con la gracia de Dios, el discernimiento de un padre espiritual y el apoyo de los hermanos. Todo paso a una etapa nueva de crecimiento implica una especie de desintegración positiva de la personalidad que debe reconstruirse sobre nuevas bases. Muchos estados considerados en nuestros días como depresiones nerviosas (y tratados como tales) son probablemente estas crisis, llamadas «noches oscuras» en el lenguaje de los místicos y que ofrecen la posibilidad de dar un salto cualitativo en el crecimiento humano y espiritual. Este es el elemento más esencial de la formación continua, que, con demasiada frecuencia, se identifica con reciclajes periódicos.
Una comunidad monástica debe estar particularmente atenta a ayudar a cada uno de sus miembros a pasar serenamente a través de la gran crisis final, la que nadie puede evitar, y que pone el sello del Espíritu sobre su configuración con Cristo.
V. Conclusión
Según la RB, el recién llegado al monasterio se forma viviendo la vida de la comunidad. Para eso se confía a un monje maduro, lleno de discernimiento y de celo por las almas, cuya tarea esencial consiste en discernir si es asiduo a los elementos de lavida monástica que deben formarle, ante todo en la oración de la comunidad, la obediencia, y las humillaciones.
Es el camino de formación que nos ofrece la vida monástica para llegar a la libertad del corazón, que nos permita correr con el corazón dilatado por el ardor de la caridad en el camino de los mandamientos divinos y llegar, con la gracia de Dios, a la plena transformación a imagen de Cristo en el día del Encuentro.
Armand Veilleux, ocso
Roma, 4 de octubre 1995
en Boletín de la A.I.M. para la ayuda y el diálogo.
59(1996)17-35.
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