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viernes, 7 de junio de 2013

gestos litúrgicos


POSTURAS Y GESTOS


1. Introducción
1. ¿Por qué razón son necesarios los gestos y actitudes corporales en la oración litúrgica? Por la naturaleza del hombre: por lo que es individualmente, y por lo que es colectivamente.
El hombre es alma y cuerpo, y si bien hay una supremacía del alma sobre el cuerpo -por el ser el alma espiritual-, no puede prescindir del cuerpo. Ambos elementos constituyen el ser humano, y hacen a la perfección del mismo. Por eso resucitaremos, es decir, volveremos a tomar nuestros cuerpos, sea para gozar eternamente en el Cielo, sea para sufrir eternamente en el Infierno. El alma no se santifica sino a través y en un cuerpo; recibe los efectos espirituales de los sacramentos a través de la materia (la que constituye el sacramento; la que conforma el cuerpo).

"En el hombre lo material y lo espiritual no están yuxtapuestos, sino unidos, y esta unión no es composición de dos cosas distintas, sino correlación interna de dos elementos de un mismo y único ser; esta unión es propiamente una unidad, y una unidad substancial; por eso un culto puramente espiritual no sólo no sería humano y debería rechazarse, sino que es sencillamente imposible" (Dom Capelle)

2. Por otro lado, el hombre es un ser social, y más aun, el cristiano pertenece a una sociedad sobrenatural, la Iglesia católica. Ahora bien, para manifestar los estados interiores del alma, los sentimientos del corazón, es necesario que ellos se hagan visibles a través de los gestos y actitudes. Pero en la liturgia no se trata de exteriorizar mis estados emocionales, mi devoción personal, sino de algo objetivo: la devoción de la Iglesia, maestra consumada de espiritualidad; la primera escuela de oración es la liturgia. Ella nos lleva de la mano al espíritu de adoración, de acción de gracias, de compunción, etc.
"La religión tiene actos interiores, que son como principales y pertenecen por sí mismos a esta virtud, y tiene actos exteriores que son como secundarios y ordenados a los interiores". (S.T., II-II, q.81, a.7)

2. De pie y con los brazos extendidos
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1. Ya rezaban así los egipcios, los griegos, los romanos y los judíos, aunque con pequeñas diferencias: más o menos abiertos los brazos; más o menos extendidos; las palmas en general mirando al cielo.
Ex.9, 29: "Respondióle Moisés: 'Cuando salga de la ciudad extenderé mis manos hacia Yahvé, y cesarán los truenos, y no habrá más granizo, para que sepas que la tierra es de Yahvé"
Isaías 1, 15: "Cuando extendéis vuestras manos, cierro ante vosotros mis ojos, y cuando multiplicáis las oraciones, no escucho; vuestras manos están manchadas de sangre"
Sal. 27, 2: "Escucha la voz de mi súplica cuando clamo a Ti, mientras levanto mis manos hacia el interior de tu Santuario"
Sal. 62, 5: "Así te bendeciré toda mi vida y hacia tu nombre levantaré mis manos"
Sal.140, 2: "Como el incienso, suba hacia Ti mi oración; sea la elevación de mis manos el sacrificio vespertino" [1]
Mt. 6, 5: "Cuando oréis, no seáis como los hipócritas que gustan orar de pie en las sinagogas..."
Mc.11, 25: "Y cuando os ponéis de pie para orar, perdonad lo que podáis tener contra alguien..."
Lc. 18, 11: "El fariseo, erguido, oraba en su corazón de esta manera: 'Oh Dios, te doy gracias de que no soy como los demás hombres...'"

2. El sacerdote siempre ha dicho la oración de pie, con los brazos extendidos y levantados, como intercesor, al igual que Moisés.[2] El estar de pie es la actitud propia del sacrificador. "Sacerdos non sedet sed stat; stare enim signum est actionis liturgicae" [3]
Hasta la Edad Media se le exigía que mirase al oriente.[4]
Algunos sacerdotes exageraban el gesto, por lo que se les pedía moderación. "No nos contentamos con levantar nuestras manos como los paganos, sino que las extendemos en memoria de la pasión del Señor...No elevamos las manos con ostentación (como los paganos), sino con moderación" (Tertuliano, De Orat., c.14)[5]
Por eso en el misal anterior al de Juan XXIII se prescribía el que las manos no sobrepasasen ni la altura, ni la anchura de los hombros.[6]
Por los gestos del sacerdote se pone de manifiesto el origen de las oraciones de la Misa:
- antiguas, romanas: brazos separados: Colecta, Secreta, Postcomunión; Prefacio, Canon y Pater;
-      galicanas: manos juntas (origen germánico; más bien carácter privado: oraciones antes de la comunión del sacerdote)

3. También los laicos extendían sus brazos y miraban al oriente. Así lo inculcaba san Pablo a los fieles: "Deseo, pues, que los varones oren en todo lugar, alzando manos santas sin ira ni disensión" (I Tim. 2, 8). Y lo mismo enseñaron los Padres de la Iglesia:
San Máximo de Turín: "El hombre no tiene más que levantar las manos para hacer de su cuerpo la figura de la cruz; he aquí por qué se nos ha enseñado a extender los brazos cuando oramos, para proclamar con este gesto la pasión del Señor" (Hom.2 de Cruce Domini, PL 57, 342)
San Ambrosio: "Debes in oratione tua crucem Domini demonstrare" (De sacram., VI, 4)[7]
Se le preguntó a San Macario: "¿Cómo debemos orar?" Y respondió: "No es necesario usar muchas palabras, basta tener las manos elevadas".
El concilio de Nicea prescribió esta forma de orar en el canon 20.
Es harto conocida la imagen del "orante" de las pinturas catacumbales.[8]

4. "Análoga disciplina se encuentra en las Reglas monásticas más antiguas del Oriente y del Occidente, según las cuales los monjes, durante la salmodia, debían estar en pie: 'Sic stemus ad psallendum, ut mens nostra concordet voci nostrae' (c.19), dice San Benito. La postura se hacía menos gravosa apoyándose en soportes en forma de tau o en forma de brazuelos ('cambutae'), que muchas veces se unía a los bancos del coro. La disciplina se conservó con alguna resistencia hasta el s.XI; en esta época comenzó por primera vez a mitigarse, aplicando a los sitiales del coro unos apéndices (llamados 'misericordia') sobre los que se apoyaba la persona sin estar propiamente sentada, hasta que entró la costumbre de sentarse sin más. Los asistentes al coro se levantaban, como constata el concilio de Basilea (1431, 39) solamente al Gloria Patri; pero la antigua severidad se conserva en diversas familias religiosas masculinas y femeninas" (Righ. t.I, p.339-40)

Simbolismo. Ya desde la antigüedad se relacionaba esta postura con Cristo crucificado.[9]
"El hombre está hecho según el modelo de la cruz" (Santo Cura de Ars)
Santo Tomás dice respecto a este gesto: "Gesticulationes non sunt ridiculosae; fiunt enim ad aliquid representandum. Quod enim sacerdos brachia extendit post consecrationem, significat extensionem brachiorum Christi in cruce. Levat etiam manus orando, ad designandum quod oratio eius dirigitur por populo ad Deum".

La plana extensión de los brazos, en forma de cruz, se prescribía en algunos misales antes del de San Pío V, para el "Unde et memores", regla que mantuvieron los dominicos. Más aún, los cartujos para todo el Canon.

El estar de pie

1. La posición recta del hombre es signo de su dignidad dentro del universo material. Dice Santo Tomás que el hombre "se halla dispuesto del modo más perfecto, dada la disposición del universo, porque con su estatura recta la parte superior, o sea, la cabeza, está en dirección a las regiones superiores del mundo, y su parte inferior hacia la inferior del mismo".
El tener el rostro en alto es también propio de su naturaleza racional "porque los sentidos han sido dados al hombre, no solamente para procurarse las cosas necesarias a la vida, como los demás animales, sino también para conocer. Por esto mismo, al paso que los otros animales no encuentran goces en las cosas sensibles sino en orden a su alimentación y reproducción, sólo el hombre es deleita a la vista de las bellezas de los objetos sensibles en sí mismas; y, como los sentidos funcionan principalmente en la cara, los demás animales la tienen inclinada hacia la tierra, como para buscar su alimento y proveerse de él, mientras que el hombre la lleva levantada, a fin de que pueda libremente por sus sentidos, y especialmente con el de la vista, que es el más penetrante y por el que aprecia en los objetos muchas diferencias, conocer en todos sus detalles las cosas sensibles, ya celestes, ya terrestres, recogiendo así de todas ellas la verdad inteligible" (I, 91, 3, ad 3).

2. "Ya hemos dicho que un profundo respeto al Dios infinito exige una postura conveniente. Dios es tan grande y nosotros somos ante Él tan pequeños que la conciencia de esto se manifiesta también exteriormente: ella nos hace pequeños, nos obliga a arrodillarnos.
Pero el respeto profundo se puede expresar además de otro modo. Piensa que estás sentado descansando, o leyendo, o conversando despreocupadamente. Si viene alguien que respespetas y se dirige a ti, enseguida te pondrás de pie y lo escucharás y le responderás en actitud respetuosa. ¿Qué significa esto?¿No está en contradicción con lo dicho antes? De ninguna manera. Es sólo otra expresión para el mismo pensamiento fundamental: algo grande o importante en el hombre que entra exige de nosotros una actitud conveniente.
Ciertamente eso significa estar de pie: que él se ha concentrado. Está atento, cortés, está dispuesto. Y está preparado. Pues quien está de pie puede ir inmediatamente hacia aquí o hacia allí, puede realizar sin demora un encargo, puede comenzar un trabajo que le ha sido asignado.
Este es el otro aspecto del profundo respeto a Dios. En el arrodillarse se trataba del respeto que adora, que permanece en el recogimiento; aquí se trata del respeto atento, activo. Tal respeto profundo lo tiene el ayudante atento, el soldado más dispuesto. Y tal respeto se revela en el estar de pie". (Guardini, p.22-23)

3. "...Ese mirar hacia donde sale el sol con los brazos levantados y abiertos era como unproyectarse hacia Cristo resucitado, del que el sol naciente era un símbolo.
Durante el primer milenio, a los cristianos no les estaba permitido arrodillarse en la liturgia de los domingos y dáis festivos; y ello porque el día del Señor, el domingo, era una pequeña Pascua, el día de la resurrección. Esa piedad pascual del estar de pie delante de Dios, del alzarse hacia Cristo, ha encontrado una expresión conmovedora en la tradición sobre la muerte de San Benito de Nursia. Según esa tradición, el santo habría muerto de pie, apoyándose en los hermanos de la orden que lo habían incorporado. Un manuscrito ilustrado antiquísimo, que se conserva en la Biblioteca Vaticana, reproduce esa escena. Es la postura de las vírgenes del Evangelio, que aguardan al esposo y le salen al encuentro". (Kapellari, p.99-100).

3. De rodillas

1. Se utilizó esta postura desde el cristianismo primitivo, como lo atestigua Tertuliano: "En ellos - días penitenciales- toda oración se hace de rodillas porque debemos expiar nuestros pecados delante de Dios".[10]
Por el contrario - como ya dijimos-, en los domingos y en el tiempo pascual estaba prohibido arrodillarse y ayunar.[11]
2. Hasta el s.X se arrodillaban los fieles solo en los días no festivos y únicamente en la Antemisa. El diácono decía "Flectamus genua" y el pueblo se arrodillaba antes de la oración del sacerdote. Posteriormente esa postura se prolongó durante la oración misma.
Por otro lado, la inclinación que se acostumbraba ahcer durante el Canon y oraciones en los días festivos, se reemplazó por el estar de rodillas. El Ordo de San Amand (s.IX) pide que los sacerdotes que estén junto al altar se arrodillen durante el Canon.
El Sínodo de Tours, canon 37 (año 813) consideró que el estar de rodillas era la postura adecuada de la oración cristiana.
En el s.XIII pro el movimiento eucarístico se impone el estar de rodillas al menos durante la consagración (aun en domingos y días festivos).

Simbolismo

1. Indica la voluntad del hombre de hacerse pequeñito frenta a la majestad divina. "Nunca el hombre es más grande que cuando está de rodillas", porque en ese momento es cuando reconoce su verdadera estatura; la diferencia infinita entre el Creador y su creatura.
Ese postrarse puede significar adoración o puede significar súplica.
Cristo rezó así en Getsemaní; san Esteban y san Ignacio en el momento de su martirio. San Pablo dice "doblo mis rodillas antre el Padre de N.S.J.C" (Ef. 2, 14)

2. Es signo penitencial. "Inflexio genuum poenitentiae et luctus indicium est". (San Isidoro)[12]
Es como si el fardo de nuestros pecados nos pesara, y derribara por tierra. La santa tristeza que debilita y no permite mantenernos en pie. Como el publicano del Evangelio, que de rodillas y golpéandose el pecho, imploraba la misericordia divina.
"Cuando dobles las rodillas, que no sea un gesto presuroso y vacío. Dale un alma. Pero el alma del arrodillarse implica que también interiormente el corazón se inclina con profundo respeto ante Dios. Con este profundo respeto que sólo puede ser demostrado a Dios: porque lo adora.
Cuando entres en la iglesia, o la dejes, o pases frente al altar, arrodíllate con unción, lentamente, pues todo tu ser debe expresar: "¡mi gran Dios...!"
Esto es entonces humildad y verdad, y cada vez que esto ocurre hace buena a tu alma" (Guardini, p.21)

4. Las manos juntas

"La costumbre de las manos juntas nació en la Edad Media y provino verosímilmente de la forma de homenaje del sistema feudal germánico, según el cual el feudatario se presentaba a su señor con las manos juntas para recibir de él la señal externa de la investidura feudal. En el s.XII esta costumbre se había hecho ya popular. El cardenal Langton, en el Sínodo de Oxford (1222) recomendaba a los fieles el estar 'iunctis manibus' en la elevación de la sagrada hostia en la Misa.
El gesto con las manos juntas es el más común en la liturgia, lo mismo para el sacerdote como para los ministros asistentes. Durante la Misa es propio de las oraciones que van después de las tres clásicas del núcleo más antiguo" [13] (Righ., t.I, p.346)
El gesto mencionado nació hacia el s.IX. El siervo se arrodillaba frente a su señor, juntaba sus manos y las ponía entre las de su señor, prometiéndole fidelidad. El señor lo abrazaba y declaraba recibirlo como su hombre. Probablemente de aquí viene la ceremonia en la ordenación sacerdotal por la que el ordenado jura fidelidad y obediencia a su obispo.

Simbolismo

Conforme a su origen este gesto simboliza nuestra sumisión a Dios; somos sus siervos. Él es el Señor que asegurará nuestra defensa y nos permitirá habitar en sus dominios: la Santa Iglesia.
También las manos rectas y unidas simbolizan el orden interior del alma; el recogimiento y la ascensión espiritual.
Por otro lado, nos recuerda que Cristo fue atado en su Pasión (Jn.18, 12)
"El cuerpo es instrumento y expresión del alma. Esta no se encuentra meramente en el cuerpo, como un hombre que está en su casa, sino que vive y obra en cada miembro y en cada fibra. Ella habla en cada línea, forma y movimiento del cuerpo. Pero en modo particular rostro y manos son instrumentos y espejo del alma.
Respecto al rostro esto es sumamente claro. Pero observa alguna vez en cualquier hombre - o en ti mismo- cómo un impulso del ánimo, alegría, sorpresa, expectación, se traduce en la mano. Un rápido levantar de la mano o un leve movimiento involuntario de ella, ¿no delata a menudo más que la palabra misma? La palabra pronunciada, ¿no parece a veces grosera al lado del lenguaje delicado de las manos, tan expresivo?
Después del rostro, la mano es la parte más espiritual del cuerpo. Ciertamente firme y fuerte, instrumento de trabajo, arma de ataque y defensa, la mano es sin embargo también algo finamente hecho, articulada, movible, y delicadamente atravesada por sensibles nervios. Órgano adecuado en el cual el hombre puede revelar su propia alma y recibir al alma ajena, cuando uno estrecha la mano extendida de aquel que le sale al encuentro? ¿Con todo lo que en ellla expresa confianza, alegría, consentimiento, pena?
Es posible entonces que la mano tenga también su lenguaje allí donde el alma muy particularmente habla o escucha: ante Dios; donde ella quiere darse a sí misma y recibir a Dios: en la oración.
Cuando alguien se recoge en sí mismo está solo en su interior con Dios. Entonces una mano se junta firmemente con la otra, los dedos se entrecruzan, como si el torrente interior que quisiera derramarse debiera ser conducido de una mano a la otra y refluir en nuestro interior, para que todo permanezca dentro, en Dios. Esto es un recogerse en sí mismo, un guardar un tesoro oculto. El gesto dice: 'Dios es mío y yo soy suyo, y nosotros estamos uno con otro solos en el interior'...
Pero cuando alguien se presenta ante Dios con una actitud de corazón reverente se coloca una mano bien extendida junto a la otra. Así, se da entonces, en completo orden, un decir bien la propia palabra, y Dios se lo concede, se da también un atento escuchar la palabra divina. También la sumisión se manifiesta como entrega cuando presentamos las manos, con las cuales nos defendemos, como si estuvieran unidas a las manos de Dios.
A veces ocurre que el alma se abre completamente delante de Dios en gran júbilo o acción de gracias. Porque se abren en ella, igual que en el órgano, todos los registros, y fluye la plenitud interior; o en el anhelo se eleva y llama a Dios. Entonces el hombre abre las manos y las levanta lo más ampliamente posible, para que el torrente del alma fluya libremente y esta pueda recibir plenamente lo que ella desea ... Y puede ser que alguien comprenda a sí mismo con todo lo que es y tiene, para ofrecerse en más alta entrega, sabiendo que es una ofrenda. Entonces cruza manos y brazos sobre el pecho en la señal de la cruz.
Bello y grande es el lenguaje de la mano. La Iglesia afirma que Dios nos la ha dado para que 'llevemos al alma en ella'. Toma seriamente este lenguaje sagrado. Dios lo escucha. Habla desde el interior del alma. También puede hablar desde la apatía del corazón, desde la disipación o desde algún otro vicio. ¡Mantén las manos correctamente y preocúpate de que tu interior coincida verdaderamente con esto exterior!" (Guardini, o.c., p.17-19)

5. Estar sentado

1. En la época primitiva y en la Edad Media no había bancos en las iglesias para los fieles; sí para el obispo y el clero. Los fieles, cuando se sentaban, lo hacían sobre esteras o directamente en el suelo.
Ya en los primeros "Ordines" se establecen los momentos en los cuales estar de pie o estar sentado.

2. Solo a fines de la Edad Media se difundió el hecho de que los fieles se sentasen. Y se comenzó a introducir bancos en los países germánicos. Predicadores alemanes del s.XV mandan a los fieles sentarse durante la Epístola, Gradual y el sermón.[14]
En el Ordo de Bucardo se permite a los fieles sentarse en: el Kyrie, Gloria; Epístola y cantos intermedios; Credo, desde el Ofertorio hasta el Prefacio, desde la Comunión hasta la Postcomunión.

3. En la Baja Edad Media para las misas rezadas, se aplicaban las antiguas normas respecto de las misas de ferias simples: de rodillas durante el Confiteor, las oraciones y el Canon. Era obligación ponerse de pie para el Evangelio.
Para simplificar, es decir, para no estar cambiando de postura a cada rato, en el centro y en el norte de Europa se optó por quedarse de rodillas la mayor parte del tiempo (salvo el Evangelio).

Simbolismo

El sentarse era actitud propia del que enseñaba y del que escuchaba.
En la antigüedad el obispo hablaba siempre sentado en 'cátedra', y los fieles lo escuchaban sentados o parados.[15]
Según Lc.4, 20 se ve que en la sinagoga se sentaba el que hablaba. Vemos al Niño Jesús sentado en medio de los doctores de la Ley, enseñando y preguntando (Lc.2, 46); a María, a los pies de Jesús escuchando al Maestro (Lc.10, 39)

6. Genuflexión

1. Hasta el s.XVI no se usaba el gesto de genuflexión para honrar o adorar, sino una inclinación más o menos profunda. En la liturgia griega no se hace genuflexión.
No se hacía la genuflexión porque recordaba la burla de los judíos (Mt.27, 29). Pero por lo menos desde el s.XI se usaba en las devociones privadas.

2. En el O.R.XIV (primera mitad del s.XIV), como muchos libros litúrgicos del s.XV, se prescribe adorar al Santísimo Sacramento con una simple inclinación de cabeza.
Recién con el Ordo de Bucardo (año 1502) se introduce la genuflexión como gesto de adoración; y 70 años más tarde se incorpora en el Misal de San Pío V.

7. Inclinarse

1. En las Galias se usó esta postura desde muy temprano. Así, p.ej., San Cesareo de Arlés la prescribe para la oración sacerdotal y sobre todo para el Canon.[16]
En documentos de la época carolingia (s.IX) se prescribe que el pueblo se incline al oir el "Oremus" y permanezca en tal postura hasta el final de la oración.[17]
Igualmente el OR I prescribía dicha postura para los clérigos desde el Sanctus (acabado éste) hasta el fin del Canon.

2. Pero esta postura resulta bastante incómoda para hacer oración, por lo que pronto fue reemplazada:
- estar de pie, en las fiestas
- de rodillas, en los días de penitencia

3. Incluímos aquí tres tipos de inclinación:
a- "pequeña": la reverencia hecha con la cabeza solamente
b- "media": con los hombros y cabeza
c- "mayor": doblando todo el cuerpo, de manera que los manos puedan cruzarse sobre las rodillas.

4. En cuanto al significado es múltiple, y depende del contexto: puede significar adoración (antes de incensar al Santísimo); compunción (Confiteor), etc.






[1] Este vers. se utiliza en la incensación del Ofertorio
[2] Cf. Sal.105, 23
[3] S.J.Cris., Hom.18 ad Hebr., n.1
[4] OR I, n.8
[5] Cf. S.Cipr., De Dom. Orat., c.66
[6] Rit.Serv. V, 1. La disciplina actual se encuentra por primera vez en el "Ordinarium O.P." de 1256: "Manuum elevatio sic fieri debet ut altitudinem humerorum non excedet, extensio vero tanta sit ut retro stantibus manus appareant evidenter" . Cf. OR XIV, n.53
[7] San Ambrosio mismo murió en su lecho rezando con los brazos en cruz
[8] Cf. Clemente Romano, I Cor. c.29; San Cipriano, De Dom. orat., 23; S.J.Crisóstomo, In Phil. Hom.3, 4
[9] Tert., De Orat., c.14, 29; San Ag., Enarr. in Ps. 62
[10] De Orat., 14
[11] Según san Irineo, por mandato de los apóstoles. Cf."De corona", 3
[12] De Eccl.off. I, 33
[13] Colecta, secreta, postcomunión
[14] Según Righ. el uso popular de los bancos fue tomado del protestantismo
[15] Cf. San Ag, Serm.17, 2; San Justino, I Apol. 67
[16] Serm.76, PL 39, 2284 ss.; Serm. 73, PL 39, 2277
[17] Remigio de Auxerre, Expositio, PL 105, 1249 c

Fuentes: Ázcarate, c.VI; Dom Cabrol, c.VIII; Croegaert, passim; Eisenhofer-Tresns, p.41 ss; Guardini, o.c. passim; Jung., p.316-321; Kapellari, o.c., passim; Lubienska de Lenval, HélPne, "La liturgia del gesto" Centro de Est. S.Jerónimo, Santa Fe, 1994; Martimort, p.185-195; Righ, t.I, c.4

EL LENGUAJE DE LAS MANOS

El hombre de hoy—también el cristiano—parece que tiene cierta
dificultad en expresar con gestos sus sentimientos religiosos. No le cuesta tanto "decir" su oración, expresarla con palabras o con cantos. Pero a veces—tal vez por influencia de su entorno secularizado—siente un poco de pudor si se le invita a elevar los brazos o juntar las manos o hacer una genuflexión.
Sin embargo, nuestra oración, sobre todo en la celebración litúrgica, sólo es completa y expresiva cuando el gesto y la acción se unen a la palabra. Todo el cuerpo se convierte en lenguaje: los ojos que miran, las posturas del cuerpo, el canto, el movimiento, las manos...



Las manos hablan

Las manos son como una prolongación de lo más íntimo del ser
humano. Representan una admirable fusión del cuerpo y del espíritu. A veces unidos a la palabra, y otras veces sin ella, los gestos de una mano pueden expresar, con su lenguaje no-verbal e intuitivo, una idea, un sentimiento, una intención. Y lo hacen con elocuencia.
En nuestra vida social todos llegamos a entender la "gramática"de unas manos que se tienden para pedir, que amenazan, que mandan parar el tráfico, que saludan, que se alzan con el puño cerrado, que hacen con los
dedos la V de la victoria, que cogen en silencio la mano de la persona amada, que se tienden abiertas al amigo, que ofrecen un regalo, que dibujan en el aire una despedida...
El gesto de una mano no sólo subraya o indica una disposición interior, no solo es "instrumento" para que otros conozcan mi intención o mi sentimiento. El gesto—la mano misma—de alguna manera "realiza" ese sentimiento y esa voluntad íntima. Es algo integrante de mi expresividad total, con o sin palabras.
También en la oración o en la celebración litúrgica, el lenguaje de unas manos que se elevan al cielo o se tienden al hermano es el discurso más expresivo que en un momento determinado podemos pronunciar.
La mano poderosa y amiga de Dios
Cuando la Biblia quiere simbolizar el poder creador de Dios o sus
hazañas salvadoras o su cercanía de Padre, muchas veces recurre a la metáfora de sus manos.
Todo el mundo creado es "la obra de sus manos" (Ps 18,2) Pero
también lo es toda la serie de intervenciones en la historia de la salvación en favor de lo suyos: "Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido" (Dt 26,8); "ha desnudado Yahvé su santo brazo a los ojos de todas las naciones" (Is 52,10). Es la imagen magistral que Miguel Ángel nos dejó en la Capilla Sixtina con la escena de la creación de Adán: el brazo y el dedo de Dios extendido en un gesto creador.
Es el símbolo del poder y de la acción. Pero también de la amistad: alargué mis manos todo el día hacia mi pueblo" (Is 65,2). O, como dice la Plegaria Eucarística cuarta del Misal: "compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca".
Así pudo Lucas resumir la acción salvadora de Dios en las expresiones del Magníficat y del Benedictus: "desplegó la fortaleza de su brazo, dispersó a los soberbios" (1,51), arrancándonos "de la mano de los enemigos" (1,71). Y sobre el Bautista, ya desde su niñez: "la mano del Señor estaba con él" (1,66).
Hablar asi de la mano de Dios es el que salva, el que da, el que ejerce su poder, el que siempre está cerca para tender su mano.

Las manos del orante
También en la dirección contraria—desde nosotros hacia Dios—los
brazos y las manos pueden expresar muy bien la actitud interior y convertirse en símbolos de la oración.
a) Los brazos abiertos y elevados han sido desde siempre una de las posturas más típicas del hombre orante.
BRAZOS/ABIERTOS: Son el símbolo de un espíritu vuelto hacia arriba,
de todo un ser que tiende a Dios: "toda mi vida te bendeciré y alzaré las
manos invocándote" (Ps 62,5); "suba mi oración como incienso en tu
presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde" (Ps 140,2).
Unos brazos elevados, unas manos que tienden a lo alto, son todo un
discurso, aunque digan pocas palabras. Pueden ser un grito de angustia
y petición, o una expresión de alabanza y gratitud.
A los Santos Padres les gustaba comparar esta actitud del orante con
la de Cristo en la Cruz. Al cual, a su vez, veían prefigurado ya en la
famosa escena de Moisés, orando intensamente a Dios en favor de su
pueblo que luchaba contra Amalec (Ex 17): cuando lograba mantener sus brazos elevados, Israel llevaba las de ganar. Figura expresiva de un Cristo que intercede por la humanidad en la Cruz y consigue para todos la Alianza nueva. El que ora con los brazos abiertos y elevados es visto en esta misma perspectiva: "si statueris hominem manibus expansis, imaginem crucis feceris" (si colocas a un hombre con sus manos extendidas, tienes la figura de la cruz: Tertuliano, Nat. 1,12,7).
La primera Plegaria de la Reconciliación habla de Cristo en la Cruz: "antes de que sus brazos extendidos dibujaran entre el cielo y la tierra el signo imborrable de tu Alianza...".
El orar en esta postura tiene un tono expresivo no sólo de petición por sí mismo, sino de intercesión por los demas.

b) Las palmas de las manos hacia arriba: ésta es la postura que se suele encontrar en muchas imágenes antiguas del orante.
Manos abiertas, que piden, que reconocen su propia pobreza, que
esperan, que muestran su receptividad ante el don de Dios.
Manos abiertas: lo contrario del puño violento o de las manos cerradas del egoísmo.
Un cristiano que se acerca a comulgar y recibe el Pan de la Vida con la mano extendida, "haciendo a la mano izquierda trono para la derecha, como si fuera ésta a recibir a un rey", como ya en el siglo cuarto describía el rito S. Cirilo de Jerusalén, está dando a su gesto un simbolismo de fe muy expresivo.
c) Las manos unidas: palma contra palma, o bien con los dedos
entrelazados. Es una postura que parece que no se conocía en los
primeros siglos, y que puede haberse introducido por influencia de las culturas germánicas. Aunque en el Oriente es también muy conocida. Es la actitud de recogimiento, de la meditación, de la paz. El gesto de uno que se concentra en algo, que interioriza sus sentimientos de fe. La postura de unas manos en paz, no activas, no distraídas en otros menesteres mientras ora ante Dios.
Naturalmente, la postura de unas manos puede ser sólo algo exterior, sin que responda a la actitud interior. Sería merecedora de la queja de Dios: "no me agrada cuando venís a presentaros ante mí... y al extender vosotros vuestras palmas me tapo los ojos por no veros" (Is 1,11.15). Es la sintonía entre la actitud del alma y la de las manos la que puede expresar en plenitud los sentimientos de un cristiano en oración: "que los hombres oren en todo lugar, elevando hacia el cielo unas manos piadosas" (1 Tim 2,8).
Las manos del presidente
El que más elocuencia debe tener en sus manos, durante la
celebración cristiana, es el presidente. Su misma actitud corporal y los movimientos de sus brazos y de sus manos pueden ayudar a todos a entrar mejor en el Misterio que se celebra.
Un presidente, de pie ante la comunidad y ante Dios, con los brazos abiertos y las manos elevadas, proclamando la plegaria común, ofreciendo, invocando; un presidente que saluda con sus manos y sus palabras a la comunidad reunida, que la bendice, que le da la Eucaristía: es él mismo un signo viviente, que a la vez representa a Cristo y es el punto de unión y comunicación de toda la comunidad celebrante.
Muchos de sus gestos no le pertenecen: no son expresión sin más de sus sentimientos en ese momento, sino que están de alguna manera "ritualizados", porque son signo de un Misterio —tanto descendente como ascendente—que no le pertenece, sino que es de toda la Iglesia. Pero él da al rito su sentido vital, haciéndolo con elegancia, con pausa, con expresividad, con convicción. Sus manos son prolongación en este momento de las de Cristo: que tomó el pan "en sus santas y venerables manos" (como dice la Plegaria primera del Misal), lo partió y lo dio
El presidente expresa también con sus manos la comunión con la
asamblea, la dirección vertical hacia Dios, su propio compromiso de orante. Cuando se lava las manos, antes de empezar la Plegaria Eucarística, esta dando importancia al simbolismo que esas manos tienen. consciente de su debilidad, hace ante todos un gesto penitencial, porque no se siente digno, ni ante Dios ni ante la comunidad, de elevar esas manos en nombre de todos hacia Dios.
Manos que ofrecen
Hay unos momentos particularmente expresivos: cuando las manos del presidente se elevan con el pan y el vino.
Son tres estos gestos en la celebración de la Eucaristía:

a) cuando en el ofertorio el sacerdote presenta el pan y el vino,
elevándolos un poquito sobre el altar; este momento no tiene todavía mucha importancia: las palabras que los acompañan, el Misal supone que normalmente se dicen en secreto (aunque es facultativo que se digan en voz alta); es un gesto de presentación, no tanto de ofrecimiento: el ofrecimiento verdadero vendrá después, cuando ese pan y esevino se hayan convertido en el Cuerpo y la Sangre del Señor;
b) en la consagración, después de pronunciar sobre cada uno de los dones las palabras de Cristo, el sacerdote los eleva un poco,
mostrándolos a los fieles; es un gesto que se introdujo a principios del siglo XIII, con la intención de favorecer que los fieles "vieran" la Eucaristía; y como el sacerdote estaba de espaldas, tenía que elevar los Dones de una manera notable; ahora esta elevación no es necesario que sea tan pronunciada: no tiene todavía el sentido de ofrecimiento, sino de "mostración" u ostensión al pueblo;
c) y por fin el momento culminante, cuando al final de la Plegaria
Eucarística, mientras proclama la "doxología" ("por Cristo, con El y en El..."), el sacerdote eleva el Cuerpo y la Sangre de Cristo esta vez los dos juntos, uno en cada mano—hacia Dios, a quien dirige "todo honor y toda gloria"; es la "elevación" más antigua y la más importante, y la que con mayor énfasis debe hacer el presidente: precisamente por ese Cristo que tiene en las manos es como la comunidad rinde a Dios el mejor homenaje de adoración.

La jerarquía entre estos tres gestos de elevación se ve claramente en el Misal, que ha cuidado los términos en cada caso:

—en el ofertorio, el sacerdote "tiene la patena con el pan y la sostiene un poco elevada sobre el altar" (aliquantalum elevatam: un poquito elevada),
—en la consagración "toma el Pan y teniéndolo un poco elevado sobre el altar (parum elevatum: un poco elevado), lo muestra al pueblo...",

—mientras que en la doxología final, toma "la patena con la Hostia, y el  cáliz, y elevando ambos (utrumque elevans) dice...".

El momento en que más solemnemente ofrecemos a Dios nuestro mejor do —que es a la vez el suyo, el Cuerpo y Sangre de Cristo— es éste al final de la Plegaria. 


Una asamblea no maniatada

Durante los primeros siglos los fieles imitaban la postura y los gestos del presidente: oraban de pie, mientras escuchaban la Plegaria Eucarística, y en determinados momentos elevaban también sus brazos al cielo. Con ello seguían la tradición bíblica ("y todo el pueblo, alzando las manos, respondió: amén, amén", Neh 8,6) y la postura normal de la oración.
Más tarde cambiaron las cosas, porque a partir del siglo XI se fue
generalizando la postura de rodillas para los fieles, mientras el presidente quedaba en pie. Y los movimientos de brazos se reservaron a éste.
Ahora, en la celebración eucarística, la asamblea tiene contados
movimientos con sus manos: la señal de la cruz, los golpes de pecho, extender su mano para la comunión, dar la mano o el brazo en el momento de la paz...
Sería interesante que, al menos en celebraciones de grupos o en
circunstancias especialmente festivas, las manos de la asamblea también se liberaran para utilizar su lenguaje de fe. No es nada extraño que en el Vaticano los fieles aplaudan, o que en Lourdes desplieguen antorchas, o en momentos muy festivos (como el final de la Asamblea diocesana de Barcelona) agiten banderas de colores, o que reciten el Padrenuestro con los brazos elevados al cielo...
En la nueva edición del Misal italiano (1983) se dice expresamente de todos los fieles: "durante el canto o la recitación del Padrenuestro, se pueden tener los brazos extendidos; este gesto, oportunamente explicado, se haga con dignidad en clima fraterno de oración".
* * * * *
La liturgia también pasa por las manos.
Unas manos que dan, que ofrecen, que reciben, que muestran, que piden, que se elevan hacia Dios, que se tienden al hermano, que trazan la señal de la cruz...
Es bueno que haya sencillez, sobriedad y gravedad en la celebración. Pero no lo es que las manos queden como atrofiadas e inexpresivas. No hace falta llegar al éxtasis y a la teatralidad. Pero tampoco es propio de la celebración cristiana que todo lo encomendemos a las palabras, y no sepamos utilizar—sobre todo los ministros—el lenguaje corporal.
Ya sé que todo gesto presenta la tentación de dejar satisfecho por su sola ejecución, y no preocuparse por su contenido humano o espiritual.
Pero una recta educación al gesto litúrgico, y una motivación de cuando en cuando recordada, pueden llevar a que sean algo más que movimientos rituales sin sentido.
Gestos bien hechos, reposados, en sintonía con la riqueza interior de fe: gestos dirigidos a Dios, gestos dirigidos a los hermanos. Gestos no vacíos, o simplemente porque están mandados, sino llenos, auténticos.
JOSÉ ALDAZABAL
GESTOS Y SÍMBOLOS (I)
Dossiers CPL 24
Barcelona 1986.Págs. 13-18



SENTIDO LITURGICO DEL BESO

El beso es uno de los gestos más universalmente utilizados en nuestra vida social.
También en la liturgia, más veces de las que a primera vista parece, besamos a las personas o a los objetos sagrados, aunque la reforma litúrgica haya suprimido algunos besos redundantes.

En casi todos los sacramentos se besa a las personas como sig­no de lo que quieren comunicar eficazmente. Respecto al beso de objetos sagrados, son el altar y el libro de los Evangelios los que más expresiva­mente reciben este símbolo de aprecio "según la costumbre tradicional en la liturgia, la veneración del altar y del libro de los Evangelios se ex­presa con el beso" (IGMR 273).
Al comienzo de la Eucaristía se usa el beso como signo de veneración al altar. Es costumbre antiquísima en la li­turgia cristiana: al menos desde el siglo IV.
Su sentido es expresar simbólicamente el aprecio que se tiene a la "mesa del Señor", la mesa en la que va a realizarse la Eucaristía y donde vamos a ser invitados a participar del Cuerpo y Sangre del Señor.
Es co­mo un saludo simbólico, hecho de fe y de respeto, al comenzar la cele­bración.


 Con el correr de los siglos se habían añadido demasiados besos al al­tar.
Actualmente han quedado sólo dos:
- el del comienzo de la celebración, que es el más antiguo, y que realizan no sólo el presidente, sino también el diácono y todos los conce­lebrantes.
- y el de despedida, que da sólo el presidente y el diácono, y no los concelebrantes.
También se besa el Evangeliario. El que proclama la lectura del Evangelio, besa al final el libro.
Al hacerlo el sacerdote dice en voz baja: "Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados".
Esta frase expresa el deseo de que la Palabra evangélica ejerza su fuerza salvadora perdonando nuestros pecados. Besar el Evangelio es un gesto de fe en la presencia de Cristo que se nos comunica como la Palabra verdadera.
Si preside el obispo se le llevará para que también éste lo bese.
El beso al Evangeliario se inserta dentro de una serie de acciones simbólicas en tor­no al Evangelio: escucharlo de pie, reservarlo al ministro ordenado, hacer al principio la señal de la cruz, incensarlo, etc.
El beso de paz antes de la comunión es uno de los modos de realizar el gesto de la paz.
La paz de puede dar con una simple inclinación de cabeza, o con un apretón de manos, pero sobre todo en grupos más reducidos, o entre familiares, o en una comunidad religiosa, es más expresivo el beso.
El "ósculo de paz", como se llamaba en los primeros siglos, es algo más que un saludo o un signo de amistad. Es un deseo de unidad, una oración, un acto de fe en la presencia de Cristo y en la comunión que Él construye, un compromiso de fraternidad antes de acudir a la Mesa del Señor.
El beso a la Cruz es también frecuente.
El Viernes Santo ha quedado un beso lleno de sentido: el que damos a la Cruz en el rito de su adoración.
También besa la Cruz el obis­po, en la recepción en su Iglesia Catedral o al comienzo de la visita pastoral en una parroquia.Lo mismo en el rito de bendición de una nueva Cruz.
También son significativos otros besos, no litúrgicos, pero igualmen­te llenos de fe, como puede ser:
- el beso al Niño en las celebraciones de la Navidad, o
- el beso al crucifijo o a las imágenes sagradas, que mu­chos cristianos tenemos todavía la costumbre de dar.
Además de la Eucaristía, hay otras muchas celebraciones en que el beso se vuelve "litúrgico" y quiere expresar valores que contienen los diversos sacramentos. Sobre todo son significativos aquellos besos que se presentan como una bienvenida o una acogida oficial cuando una persona "entra en un estado" diferente dentro de su camino de fe:
- así, en las ordenaciones, al nuevo diácono le besan el obispo y los diáconos presentes; al nuevo presbítero, el obispo y los presbíteros presentes; al nuevo obispo, el obispo consagrante y los demás obispos presentes;
- lo mismo sucedía en los primeros siglos cuando un neófito, un recién bautizado, era besado por los ya cristianos, según describe Justino;
- en la Confirmación, el Ritual dice que el obispo saluda y desea la paz al confirmado, pero invita a las Conferencias Episcopales que piensen si es oportuno que le dé esa paz con algún gesto, podría ser el beso;
- en la celebración del Matrimonio, como una especie de ra­tificación del matrimonio, los mismos esposos "se dan la paz, según se juz­gue oportuno”. En muchos casos este modo oportuno y espontáneo suele ser el besarse.
- la misma idea de acogida y bienvenida tiene el que los religiosos que profe­san sus votos perpetuos sean abrazados y besados por los que ya los ha­bían hecho con anterioridad.
Fuera de la liturgia, hemos besado muchas veces la mano de los sacer­dotes - costumbre hoy en desuso - y muchos lo seguimos haciendo con los obispos.
Un beso que ha quedado en la celebración litúrgica, por su particular significado, es el beso de los pies en el lavatorio del Jueves Santo.
En aquellos lugares en los que besar no se considere una forma de reverencia se sustituirá este gesto por otro de reverencia de la cultura propia.
Fuente: http://musikliturgik.blogspot.com
 
 

LOS GESTOS SACRAMENTALES

Los gestos sacramentales son dos:
a) La imposición de las manos.
b) La señal de la cruz.
La imposición de las manos.
El gesto más importante, más aún, el primero entre todos los gestos litúrgicos, por estar directamente tomado de la dignidad sacramental, es la imposición de las manos, que entró como elemento esencial en la colación de la confirmación y el orden. Los Hechos indican expresamente que los apóstoles invocaban al Espíritu Santo sobre los neobautizados y consagraban los nuevos ministros del culto imponiéndoles las manos.
Pero en la liturgia de la Iglesia antigua se empleaba también en el rito de los demás sacramentos, sin excluir la Eucaristía. Entraba en la preparación de los catecúmenos para el bautismo. Después de la oración, advierte laTradivocuando el que instruye ha impuesto las manos sobre los catecúmenos... los despedirá; en la confirmación y en la absolución de los pecadores y en la reconciliación de los penitentes, la frase imponere manum in poenitentiamera ya antigua en tiempo de San Cipriano (+ 258); en la celebración de la Eucaristía: imponens manum in eam(oblationem) cum omni presbyterio, prescribe la Traditio a propósito del obispo consagrado, dicat gratias agens...; entraba también en la unción de los enfermos, pues ya Orígenes traduce el conocido texto de Santiago orent super eum así: imponant ei manum. También en otros muchos ritos extrasacramentales, la imposición de las manos tenía y tiene xtodavía una amplia aplicación. Así lo encontramos en la consagración de las vírgenes, en la bendición de los abades y abadesas, en los exorcismos, en el canon de la misa, en muchas bendiciones; tanto que, en no pocos textos escriturísticos y antiguos, el término benedicere equivale a imponer las manos. Podemos decir que desde comienzos del siglo III, a medida que los documentos son más numerosos, la imposición de las manos se presenta en el ceremonial litúrgico como un rito tan tradicional, que no pueda dudarse un momento de su antigvedad.
El gesto, evidentemente, era casi igual en todos los ritos antes citados; la mano derecha o ambas manos extendidas o levantadas sobre o hacia una persona o cosa, o bien puestas en contacto con ella; pero el significado simbólico era diverso en cada caso. Unas veces quería indicar la elección o designación de una persona para un determinado oficio; otras, la transmisión de un poder o de un carisma; otras, la consagración a Dios de una persona o cosa; bien el auspicio de la bendición celestial sobre alguno, o el conjuro y la purificación de un influjo demoníaco, o la invocación del perdón y de la gracia de Dios, o, como en el Hanc igitur, la declaración tácita de poner sobre una víctima expiatoria (Cristo) los pecados del mundo. Es corriente encontrar que la imposición de las manos esté acompañada de una fórmula que precise el sentido de la misma y una señal de la cruz, que indica la causa eficiente de la misma. Escribe San Cipriano: Praepositis Ecclesiae offeruntur (los neófitos) et per nostram orationem ac manus impositionem Spíritum Sanctum consequuntur ac signáculo dominico consummantur.
La imposición de las manos está reservada alguna vez al obispo, como en la confirmación; en ciertos casos, al obispo y al presbiterio colectivamente, como en la concelebración eucarística y en las ordenaciones, o al sacerdote, como en el bautismo, y también a los diáconos y a los exorcistas en el cumplimiento de sus funciones. A los laicos está siempre expresamente prohibida.
El gesto de la imposición de las manos tiene precedentes antiquísimos en las religiones paganas y en el culto hebreo. Las manos, que entre los miembros del cuerpo son el medio principal con que el hombre desarrolla su actividad propia, fueron muy pronto consideradas en el lenguaje religioso como sinónimo de potencia y de fuerza. De aquí las expresiones bíblicas manus Def, dextera Domini, y el arte cristiano antiguo, que pone "una mano entre las nubes extendida hacia abajo" para simbolizar a Dios Padre, que bendice y transmite el poder a los hombres.
Los libros del Antiguo Testamento hacen frecuente mención de la imposición de las manos en el ritual de los sacrificios (Lev. 24:14; 16:21); en las bendiciones (Gen. 48:14; Lev. 9:22); en las ordenaciones de los levitas (Num. 8:6). Nuestro Señor la usó también con frecuencia para sanar los enfermos (Mc. 16:18; Lc. 4:10); para bendecir a los niños (Mc. 10:16) y a los discípulos, y quizá también para consagrar en la última cena el pan y el vino. Bastan, por tanto, la tradición hebrea y el ejemplo de Jesús para dar razón del rito litúrgico cristiano, sin calificarlo de plagio o de una derivación de liturgias paganas o darle un sentido mágico que obra infaliblemente, prescindiendo de toda interna disposición del sujeto. La imposición de las manos en la liturgia, como dijimos, estuvo siempre unida a una fórmula que determina exactamente el sentido y el fin de la misma y sirve de invitación al fiel para que la acompañe con correspondientes actos interiores.
La señal de la cruz.
También la señal de la cruz, si bien de un modo menos esencial, va estrechamente unida a la colación de todos los sacramentos. Lo notaba ya San Agustín: con la señal de la cruz se consagra el cuerpo de Señor, se santifica la fuente bautismal, se ordenan los sacerdotes y los de más ministros; se consagra, en suma, todo lo que con la invocación del nombre de Cristo debe hacerse santo. Deja esto suponer una tradición litúrgica antiquísima. En efecto, los Hechos agnósticos de San Juan, de Santo Tomás, de San Pedro, en el siglo II, aluden claramente a esto. In tuo nomine — dicen estos últimos, dando a entender que el gesto debía tener también su propia fórmula — mox lotus et signatus est sancto tuo signo. Tertuliano alude a este mismo gesto, echando en cara al mitraísmo sus adulteraciones de la liturgia cristiana. Mithra signat illis in frontibus milites saos. Los cristianos, sin embargo, solían persignarse en la frente contra las tentaciones del demonio, como leemos en la Tradvio: Signo frontem tuam signo crucis, ad vincendum satanam.
Tertuliano atestigua también lo mucho que se extendió la práctica de signarse aun en el campo no estrictamente litúrgico. Al ponernos en camino, al salir o entrar, al vestirnos, al lavarnos, al ir a la mesa, a la cama, al sentarnos, en estas y en todas nuestras acciones, nos signamos la frente con la señal de la cruz. Otro tanto afirma para el Oriente, poco tiempo después, San Cirilo de Jerusalén: Ne nos igitur teneat verecundia, quominus crucifixum confiteamur. In fronte confidenter, idque ad omnia, digitis crux pro signando efficiatur: durn panes edimus et sorbemus pocala; in ingressibus et egressibus; ante somnum, in dormiendo et surgendo, cundo et quiescendo. La costumbre de hacer la señal de la cruz estaba tan arraigada entre los cristianos, que hasta el emperador Juliano, ya apóstata, se signaba maquinalmente en los momentos de peligro.
Los textos antes citados, así como otros de la época patrística, se refieren a la pequeña señal de la cruz, la única entonces en uso, que se trazaba principalmente sobre la frente, in fronte depingitur, según las visiones de San Juan en el Apocalipsis, con el pulgar o el índice de la mano derecha. El gesto lo llamaban los Padres latinos signum, signaculum, tropaeum, y los griegos, σφραγις συμβολον, y tenνa su expresión más augusta en el rito prebautismal.
De origen algo posterior es la costumbre de signar junto con la frente el pecho, a la que alude Prudencio (+ 410):Frontem locumque coráis signet.
Debió introducirse primeramente en Oriente, de donde pasó a las Galías y después al ritual romano del bautismo, en el cual se practica todavía.
La pequeña signatio crucis, de la que hemos hablado hasta aquí, sobre la frente y sobre el pecho, incluida más tarde la de los labios, continúa teniendo, como puede verse, una amplísima aplicación en muchos ritos de la Iglesia latina relativos a la misa, al oficio, a los sacramentos, a los sacramentales; su significado simbólico aparece claro.
En Oriente, después de la herejía monofisita y en conformidad con las tendencias alegóricas del tiempo, se introdujo en el siglo VI la costumbre de hacer la señal de la cruz con dos (pulgar e índice) o tres dedos abiertos (pulgar, índice y medio) y los otros dos cerrados, para simbolizar las dos naturalezas de Cristo, o la Santísima Trinidad, o el trinomio sagrado IXΣ Jesús Cristo Salvador). Esta costumbre pasó después al Occidente. Y a mediados del siglo IX, laAdmonitio Synodalis manda a los sacerdotes: Calicem et oblationem recta cruce sígnate, id est, non in circulo et variatione digitorum, ut plurimi faciunt, sed strictis duobus digitis et pollice intus recluso, per quos Trinitas innuitur. Hoc signum recte faceré studete, non enim alíter quidquam potestis benedicere. Podemos creer que fuera éste el método seguido por los fieles al hacer la señal de la cruz, porque los liturgistas del siglo XII y los monumentos de aquel tiempo nos hablan de ella como de una práctica común. Decayó, sin embargo, muy pronto.
Los griegos, en efecto, a finales del siglo XIII ya echaban en cara a los latinos el bendecir con la mano abierta en vez de hacerlo con tres dedos. El gesto antiguo ha quedado en la Iglesia griega y en el rito de la bendición papal.
El signo grande de la cruz que se traza desde la frente hasta el pecho y desde el hombro izquierdo hasta el derecho, según la costumbre moderna, parece que se introdujo primeramente en los monasterios en el siglo X; pero quizá fuera más antiguo. Se hacía con los tres dedos abiertos y los otros cerrados, como dijimos, trazando, sin embargo, del hombro derecho al izquierdo. A los tres dedos del siglo XII se fue poco a poco substituyendo la mano extendida e invirtiéndose el movimiento de la izquierda a la derecha. Esta práctica, como devoción privada, se conocía ya en el siglo V; definitivamente no entró en la liturgia hasta la reforma piaña del siglo XVI.
La signatio crucis iba generalmente acompañada de una fórmula. Aquella antiquísima que se hacía sobre la frente del catecúmeno llevaba consigo la invocación trinitaria: In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti, y se ha convertido actualmente en la oficial. San Agustín, a su vez, habla de un saludo al nombre de Cristo.
Los griegos usan ésta: Sanctus Deus, Sanctus fortis, Sanctus ímmortalis, miserere nobis. Otras fórmulas comunes en la liturgia latina son: Adiutorium nostrum in nomine Domini... Domine labia mea apenes..., Deus in adiutorium meum intende, y esta que se encuentra frecuentemente en los rituales de la Edad Media, todavía conservada en el ritual romano: Ecce crucem Domini, fugite partes adversae: vicit leo de tribu luda, Radix David, amen!
No estará de más aludir al uso, muy antiguo y todavía conservado en la Iglesia, de bendecir no con la mano, sino con una cruz. El mosaico de San Vital en Rávena (s.VI), que representa al arzobispo Maximiano, lo presenta en el acto de tomar con la derecha una cruz de este género (cruces de bendición). Eran de dimensiones muy pequeñas, como aquella de oro del emperador Justiniano I, conservada en el Museo Vaticano, que no mide más que veintidós centímetros de altura.
La señal de la cruz en la liturgia toma diversos significados, que podemos esquematizar así:
a) Es el sello (signum) de Cristo, que se imprime en el cuerpo del catecúmeno e indica que se ha convertido totalmente en suyo. Se señala, por lo tanto, no sólo en la frente, sino también en el pecho, en las espaldas y en cada uno de los cinco sentidos.
b) Es una profesión de fe en Cristo, de quien no se debe nunca avergonzar. Decía San Agustín: Sí dixerimus catechumeno: Credis in Christum? respondet: Credo, et signat se; iam crucem Christi portat in fronte et non erubescit de cruce Domini sui.
c) Es una afirmación del soberano poder de Cristo contra los malos espíritus: Ecce crucem Domini, fugite, partes adversae. Por esto, la fórmula bautismal dice: Et hoc signum sanctae crucis, quod nos eius fronti damus, tu maledicte diabole, numquam audeas violare. Por el mismo motivo, las señales de la cruz en los exorcismos se multiplican sobre la persona poseída de demonio.
d) Es una invocación de la gracia de Dios, implorada eficazmente merced a los méritos infinitos de la cruz de Cristo. Por este motivo van acompañados de la señal de la cruz todos los sacramentos y sacramentales. Y ya que la triple infusión del agua bautismal se hace en forma de cruz, en nombre de las tres divinas personas, ha llegado a quedar constituido como práctica litúrgica que siempre que se nombren en una fórmula vayan acompañadas por la señal de la cruz. Esto explica la razón de muchas señales de la cruz en el ritual; por ejemplo, la que se hace en la terminación del Gloria y del Credo (fórmulas trinitarias).
e) Es una bendición de cosas o de personas mediante la que se les consagra a Dios, de forma análoga a lo que sucede en el bautismo con el cristiano. Por esto, desde la más remota época se unió a todas las fórmulas de bendición la señal de la cruz: Quia crux Christi, omnium fons benedictionum, omnium est causa gratiarum; hasta puede decirse que cuando un texto litúrgico lleva consigo los vocablos bcnedicere, consecrare, sanctificare, lleva necesariamente la señal de la cruz. Pero no siempre fue así, pues, por ejemplo, en Francia se comenzaba a signarse al Sit et benedictio del Tantum ergo, al Benedicamus Domino, donde benedicere significaba, sin embargo, alabar, glorificar. El obispo se signa todavía sobre el pecho al Sit nomen Domini benedictum, y la rúbrica prescribe una señal de la cruz al Benedictus del Sanctus y al principio del cántico de Zacarías, de donde después ha pasado, por asimilación, a los otros dos cantos, el Magníficat y el Nunc dimittis.
f) Es alguna vez una señal demostrativa para designar personas o cosas. Rufino de Aquileya recuerda que en aquella iglesia los fieles hacían la señal de la cruz sobre la frente en estas palabras del símbolo local: Huius carnis resurrectionis. Las tres primeras cruces señaladas en el canon al haec dona, haec muñera, haec sancta sacrtfícia illibata, y quizá también las otras después de la consagración tienen el mismo carácter. La signatio ha sido también alguna vez un signo convencional; así, en el Ordo romano el sub diácono regional hace una señal de la cruz sobre la frente para indicar a la schola que interrumpa el salmo de la comunión y termine.
 
 

LOS GESTOS DE LA PLEGARIA

En todo culto, la actitud del cuerpo en la oración es de lo más noble, porque traduce al exterior los sentimientos más elevados del alma, los que se dirigen a la divinidad; pero en la liturgia cristiana quiere expresar especialmente aquella eminente dignidad sobrenatural a la que ha sido elevado el fiel y aquella universal paternidad que venera él en Dios.
Los gestos de la oración son cuatro:
a) La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados.
b) La plegaria hacia el oriente y con los ojos dirigidos al cielo.
c) La plegaria de rodillas.
d) La oración con las manos juntas.
La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados.
La posición rígida era la postura acostumbrada de los pueblos antiguos durante el servicio religioso y en general ante una persona de autoridad. También los hebreos oraban en el templo y en la sinagoga de pie, con la cabeza descubierta, elevando las manos al cielo. Los primeros cristianos, en memoria de Cristo y del Apóstol, usaron en sus costumbres rituales el mismo gesto simbólico, pero imprimiéndole un nuevo significado: el sentimiento del ser humano, que no es ya más esclavo del pecado, sino libre, por ser hijo de Dios, hacia el cual puede elevar confiadamente sus ojos y manos como a su Padre. Una representación viva de tal postura cristiana en la oración es la figura del orante, que nos han dejado con profusión los frescos y sarcófagos antiguos. En ellos, el orante aparece en pie, la cabeza elevada y erguida, los ojos elevados al cielo, las manos extendidas en forma de cruz. Que los fieles oraban ordinariamente así en los primeros siglos nos lo atestiguan ampliamente los escritores de aquel tiempo, comenzando por Clemente Romano, Tertuliano y San Cipriano, hasta San Juan Crisóstomo, San Ambrosio y San Máximo de Turín (+ 465). El canon 20 del concilio de Nicea lo manda expresamente.
La práctica de orar en pie se mantuvo siempre en la Iglesia; aun hoy día muchas antiguas basílicas están desprovistas de medios para sentarse. Pero la liturgia la prescribe en particular los domingos, durante el tiempo pascual, en la lectura del evangelio, de los cánticos y de los himnos. Análoga disciplina se encuentra en las Reglas monásticas más antiguas del Oriente y del Occidente, según las cuales los monjes, durante la salmodia, debían estar en pie: S’cstemus ad psallendum, ut mens nostra concordet voci nostrae, dice San Benito. La postura se hacía menos gravosa apoyándose en soportes en forma de tau, en forma de brazuelos (cambutae)que muchas veces se unían a los bancos del coro. La disciplina se conservó con alguna resistencia hasta el siglo XI; en esta época comenzó por vez primera a mitigarse, aplicando a los sitiales del coro unos apéndices (llamados "misericordia") sobre los que se apoyaba la persona sin estar propiamente sentada, hasta que entró la costumbre de sentarse sin más. Los asistentes al coro se levantaban, como constata el concilio de Basilea (1431, 49), Bolamente al Gloria Paírí. Esta mayor amplitud se tomó del ceremonial de los obispos; pero la antigua severidad se conserva todavía en diversas familias religiosas masculinas y femeninas.
La posición erguida en la oración, si era para los fieles una práctica vivamente inculcada, para el sacerdote fue siempre considerada una regla precisa cuando cumplía los actos del culto, es decir, en las funciones de mediador entre Dios y los hombres. Al ejemplo de Moisés, del cual está escrito: Stetit Moyses in confractionem. San Juan Crisóstomo observa: Sacerdos non sedet sed stat; stare enim signum est actionis liturgicae. La más antigua representación de la misa en el cementerio de Calixto, del final del siglo II, nos muestra al sacerdote de pie y con las manos dirigidas hacia el tríbadion que lleva las oblatas. Por eso en la misa, en la administración de los sacramentos y en los sacramentales, en el oficio divino, el sacerdote adopta la posición erguida. Sobre este particular, la Iglesia fue siempre rígido guardián de la antigua costumbre; sólo cedió en un punto, como antes decíamos: la salmodia.
El gesto en la plegaria con los brazos abiertos en forma de cruz fue el predilecto de las primeras generaciones cristianas por su místico simbolismo con Cristo crucificado. Tertuliano lo presenta, en efecto, con una postura original cristiana frente a un gesto pagano similar: Nos vero non aitollimus tantum, sed etiam expandimus (manus) et dominica passione modulati, orantes, confitemur Domino Christo. La vigésimo séptima de las odas que llevan el nombre de Salomón (siglo II) delinea poéticamente la figura: Tengo extendidas mis manos y he alabado a mi Señor; porque el extender mis manos es la señal de El; y mi postura erguida, el madero del medio. Alleluia!
Así, Santa Tecla (c.190) se presentó, poco antes de morir en la arena, de pie, orando con los brazos abiertos, en espera del asalto de las fieras. San Ambrosio exhortaba a rezar así: Debes in (oratione tua crucem Domini demonstrare; y él mismo, según su biógrafo Paulino, extendido sobre el lecho de muerte, oró con los brazos en cruz. San Máximo de Turín (+ d.465) insiste particularmente sobre este gesto en la plegaria. "El hombre — dice él — no tiene más que levantar las manos para hacer de su cuerpo la figura de la cruz; he aquí por qué se nos ha enseñado a extender los brazos cuando oramos, para proclamar con este gesto la pasión del Señor."
Esta expresiva actitud en la oración continuó durante toda la Edad Media, especialmente en los monasterios de Italia e Irlanda, Los monjes usaban de ella como de un estímulo para un fervor mayor; a veces también, prolongada, sirvió como un duro ejercicio de penitencia, que se ejecutaba apoyando el tronco y los brazos en una cruz. Pero es sobre todo en la liturgia donde se mantuvo unida a las oraciones más solemnes y antiguas de la misa: las oraciones y el prefacio con el canon. Es verdad que para ambas la rúbrica actual del misal prescribe una idéntica modesta elevación y expansión de los brazos; pero una secular tradición litúrgica hasta todo el siglo XV imponía al sacerdote que durante el canon, y sobre todo después de la consagración, tuviese los brazos abiertos en forma de cruz. Quizá en Roma la costumbre era menos conocida, que en otras partes.
La antigua práctica no ha desaparecido; sobrevive en alguna congregación religiosa y en ciertos países de fe más viva, y es conmovedor verla de hecho alguna vez en algún monasterio por grupos enteros de peregrinos.
La plegaria en direccióa al oriente y con los ojos hacia el cielo.
El gesto era muy común en los cultos paganos y entre los hebreos, quienes oraban en dirección al templo de Jerusalén; pero los cristianos, adoptándolo, le dieron un motivo enteramente propio y original. Jesús, según el salmista, subió al cielo por la parte de oriente, donde actualmente se encuentra (el cielo), y del oriente había dicho que debíamos esperar su retorno. Maranatha! Veni, Domiíne lesu! oraba ya el autor de la Didaché. Las Constituciones Apostólicas se refieren a este primordial significado cuando prescriben que después de la homilía, estando de pie y dirigidos hacia el oriente... todos a una sola voz oren a Dios, que subió al cielo superior por la parte del oriente. Además, del oriente sale la luz, los cristianos son llamados hijos de la luz, y su Dios, la verdadera luz del mundo, el oriente, el sol de justicia. En el oriente estaba situado el paraíso terrenal, "y nosotros — escribe San Basilio —, cuando oramos, miramos hacia el oriente, pero pqcos sabemos que buscamos la antigua patria."
Debemos tener en cuenta que la orientación en la plegaria era, sobre todo, una costumbre oriental, mucho menos conocida en Occidente, al menos en su origen. Solamente más tarde, hacia los siglos VII-VIII, por influencias bizantino-galicanas, se sintió el escrúpulo de la orientación, que se manifestó en la construcción de las iglesias, así como en la posición de los fieles y del celebrante durante la oración. El I OR lo atestigua para Roma. Terminado el canto delKyrie, nota la rúbrica: Dirigens se pontifex contra populum, dicens "pax vobis" et regirans se ad orientem, usquedum finiatur. Post hoc dirigens se iterum ad populum, dicen "pax vobis" et regirans se ad orientem, dicit oremus." Et sequitur oratio. Todavía algún tiempo después, un sacramentarlo gregoriano del siglo IX prescribe que en el Jueves Santo el obispo pronuncie en la solemne oración consecratoria del crisma respiciens ad orientem. Después, la práctica, si bien no desconocida por la devoción privada medieval, tuvo entre nosotros una escasa aceptación y ningún reconocimiento oficial en la liturgia.
Sin embargo, un gesto que se puede considerar equivalente, común también a los hebreos y gentiles, prevaleció en Roma y en África: el de orar no sólo con los brazos, sino también con los ojos dirigidos al cielo. Ya Tertuliano lo ponía de relieve: Illud (ad caelum) suspicientes oramus. Y es cierto que el antiquísimo prólogo de la anáfora, cuando amonestaba con el Sursum corda... invitaba a adoptar el gesto que mejor expresaba aquel sentimiento: levantar los ojos al cielo, como leemos en una fórmula del Testamentum Domini (Proclamatio diaconi):Sursum oculos cordium vestrorum; Angelí inspiciunt.
En esta postura, el emperador Constantino mandó acuñar algunas monedas, de las cuales poseemos todavía algunos ejemplares: vultu in caelum sublato, et manibus expansis instar precantis.
Las actuales rúbricas del misal prescriben varias veces al celebrante que adopte este gesto de filial confianza en Dios, distinguiendo una doble forma del mismo:
a) Una simple mirada al cielo (indicado por la cruz) al Munda cor meum antes del evangelio; al Suscipe, Sánete Pater,del ofertorio; al Suscipe, sancta Trinitas, antes de la bendición, y al Te igitur, al comienzo del canon; después de aquella mirada, los ojos se repliegan súbitamente sobre el altar (statím demissis oculis).
b) Una mirada fija y prolongada mientras se profieren las palabras Veni, sanctificator omnipotens aeterne Deus, en el ofertorio, y Benedicat vos, omnipotens et misericors Deus, en la bendición final.
La oración de rodillas.
Como veremos más adelante, esta plegaria, en la liturgia, es, sobre todo, un gesto de carácter penitencial; sin embargo, en la devoción privada es la actitud que mejor responde a las ordinarias elevaciones de la criatura hacia Dios. San Pablo nos habla de ella en este sentido: Flecto genua mea ad Patrem D. N. lesu Christi. Debía ser tal como es todavía la postura normal del cristiano en sus oraciones privadas. Constantino, según Eusebio, in intimis palatií sui penetralibus, quotidie, statis horis, sese includens, remotis arbitris, solus cum solo colloquebatur Deo et in genua provoluius, ea quibus opus haberet, supplici prece postulabat. Algunas veces, sin embargo, el ponerse de rodillas es el efecto de una intensa emoción religiosa del alma. Cristo, posatis genibus, oró en Getsemaní; San Esteban se arrodilló para unirse a Dios en el momento supremo; San Ignacio, de rodillas, oró por las iglesias antes de su martirio:cum genuflexione omnium fratrum. Por un motivo parecido es por lo que la rubrica prescribe arrodillarse durante el solemne momento de la consagración y de la elevación, ante el Santísimo Sacramento expuesto y en el canto de algunas invocaciones enfáticas: Veni, Sánete Spiritus; O crux, ave; Ave, maris stella.
La oración con las manos juntas.
Es un gesto muy expresivo y edificante, pero que no encontró precedentes en los antiguos, salvo un texto de laPassio Perpetuaeescrita alrededor del 200. Describiendo una de sus visiones, Perpetua dice haber visto a un anciano con traje de pastor que le daba de cáseo quod mulgebat quasi buccellamet ego accepi iunctis manibus, et manducavi et universi círcumstantes dixerunt: Amen.
El gesto con las manos juntas es el más común en la liturgia, lo mismo para el sacerdote como para los ministros asistentes. Durante la misa es propio de las oraciones que van después de las tres clásicas del núcleo más antiguo.
 
 

EL GESTO DE LA OFRENDA: LA ELEVACIÓN

La elevación es esencialmente el gesto simbólico del que ofrece alguna cosa. En la misa son tres las elevaciones propiamente dichas:
1.a La de la hostia y el cáliz en el ofertorio, con la que el celebrante presenta a Dios las oblatas del sacrificio. No es antigua; fue introducida en el siglo XIII, en relación con las dos oraciones del ofertorio que la acompañan.
2.a La que sigue inmediatamente a la consagración del pan y del vino. La primera, como es sabido, fue instituida a principios del siglo XIII en París y se extendió rápidamente por todas las iglesias occidentales; la otra le siguió poco tiempo después. Las dos elevaciones no tienen evidentemente un carácter simbólico, sino que sirven solamente para mostrar a los fieles las especies consagradas, con el fin de excitar en ellos un acto de fe y de adoración.
3.a La que se encuentra al final del canon. Es la más importante, y antiguamente era la única. El celebrante, que entonces jamás hacía ninguna genuflexión en la misa, tenía levantados la hostia y el cáliz durante toda la conclusión de la solemne doxología, omnis honor et gloria per omnia saecula saeculorum; amen. El gesto está todavía en vigor; pero ha perdido algo de la solemnidad de un tiempo despues de que entre las dos frases et gloria... per omnia saecula... fue inserta la genuflexión con una separación de tiempo y de palabras. De todos modos, aquí, sobre todo, el gesto de la elevación reviste el carácter de oferta, en armonía con el sentido expresado poco antes de la oraciónSupplices te rogamus, con la cual Cristo se ofrece sobre el altar celeste víctima al Padre.
 

LA GENUFLEXIÓN

La genuflexión es la actitud natural de aquel que, sintiéndose culpable, demanda perdón y gracia: Injlexio genuum poenitentiae et luctus indicium est. Cristo ha trazado el retrato en el publicano del Evangelio, que de rodillas, con la cabeza inclinada y golpeándose el pecho, implora piedad del Señor. La oración de rodillas fue por esto, desde el siglo II, característica de los días de estación, dedicados a la penitencia y al ayuno. "En ellos — escribe Tertuliano —, toda oración se hace de rodillas, porque debemos expiar nuestros pecados delante de Dios." Al contrario, en las dominicas en el tiempo de Pascua a Pentecostés, conmemorativas de la gloria de la resurrección de Cristo, por una tradición que San Ireneo hace remontar a los apóstoles estaba absolutamente prohibido arrodillarse y ayunar.
Esta disciplina primitiva, que asociaba la genuflexión con la penitencia, fue siempre observada en la Iglesia y se ha transmitido hasta nosotros en la liturgia de la Cuaresma y en los días de penitencia (fémporas, vigilias, rogativas) y de luto (difuntos), durante los cuales gran parte de las oraciones deben ser recitadas de rodillas. Más aún, en los formularios de muchos de estos oficios ha quedado la invitación a arrodillarse, que ya hacía el diácono: Flectamus genua! Actualmente la rúbrica del misal hace añadir en seguida: Lévate!; pero no hay duda de que no sólo antiguamente, sino que todavía en la Edad Media los fieles a aquella advertencia se arrodillaban y rezaban durante algún minuto en silencio. San Cesáreo (+ 542), en efecto, deplorabla ya en su tiempo que algunos, a pesar de la invitación del diácono, quedasen erguidos como columnas. En la Edad Media la oración de rodillas con el fin penitencial, repetida determinado número de veces dentro de cierto tiempo tanto de día como de noche, era una devoción totalmente propia de los celtas, que la habían empujado más allá de los límites de lo verosímil; éstos la hacían remontar a San Patricio (+ 493), al cual, se decía, se la había enseñado un ángel.
El ponerse de rodillas es también la actitud del cristiano cuando en el sacramento de la penitencia confiesa los propios pecados. San Clámente Romano y Hermas aluden ya a esta actitud del pecador en la exomologesis; más aún, Tertuliano deja entender que en África, y quizá también en Roma, la genuflexión fuese acentuada como una postración hasta la tierra. San Agustín para el África y Sozomeno en el siglo V lo confirman por lo que respecta al uso de la iglesia de Roma. "Allá — dice él — los penitentes ocupan un lugar determinado y están en una actitud de tristeza y de compunción. Pero cuando el servicio divino está para terminar, sin que ellos hayan participado en los santos misterios, se postran en tierra gimiendo y llorando. El obispo se asocia a sus lágrimas, se postra a su vez sobre el pavimento, y con él la multitud que llena el templo, y llora y gime. Después de algún tiempo, el obispo se levanta, hace surgir la asamblea, pronuncia una oración sobre los penitentes y los despide."
La genuflexión y postración en uso en la penitencia pública de la Iglesia antigua pasó al ritual de la reconciliación de los penitentes el Jueves Santo, y en la de la confesión privada, como fue generalmente practicada durante toda la Edad Media. Actualmente, el ritual romano no prescribe más que genuflexión.
Fuera del sacramento de la penitencia, la postración, quizá por derivación del ceremonial bizantino, está conservada en la liturgia en la apertura de la función del Viernes Santo, resto de aquella que antes era común al principio de la misa; en la adoración de la cruz, en el ritual de las órdenes mayores, en la vigilia de Pascua y de Pentecostés, en la profesión monástica y en la bendición de un abad. Esta, además, se encuentra generalmente unida con la fórmula penitencial de las letanías de los santos.
 
 

EL GESTO DEL SALUDO Y DE LA FRATERNIDAD: EL BESO LITÚRGICO

San Pablo es el primero que habla de este gesto, hasta entonces extraño al culto, como gesto de saludo y de espiritual fraternidad:Salutate fratres omnes in ósculo sancío. No podemos precisar si el Apóstol tuviese como mira un rito litúrgico; pero esto es sumamente probable, porque San Justino, a mitad del siglo II, lo recuerda expresamente como tal.
Nada impide el creer que en esta época el beso se diese sobre los labios, como era costumbre en la vida civil, y sin distinción de sexo; tal promiscuidad estaba en vigor todavía en África en tiempo de Tertuliano, el cual no disimula la dificultad para un marido pagano de permitir a la mujer cristiana alicui fratrum ad osculum convenire. Pero es fácil comprender que cuando la simplicidad y la pureza de las costumbres primitivas comenzó a disminuir, un gesto tal podía dar lugar a abusos, los cuales se trató de remediar con varios medios. El principal fue el de limitar el beso a cada uno de los sexos, hombres con hombres, mujeres con mujeres, como prescribe la Traditio. La carta del Pseudo-Clemente (siglos II-III) no sólo atestigua que los hombres se cambiaban solamente entre ellos el beso, viri viris, sino que añade el particular curioso de que las mujeres besaban la mano derecha de los hombres, envuelta por ellos en el pliegue del vestido.
El abrazo y el beso fraterno entre los fieles fue un rito siempre admitido en la sinaxis eucarística por todas las iglesias de Oriente y de Occidente, si bien en momentos diversos. Para eso el diácono invitaba a los presentes con San Ambrosio, cuenta que éste, cuando era niño, se hacía besar la mano por sus hermanas, fingiendo ser obispo. Se besaba la mano del sacerdote en el acto de dar la comunión; Geroncio lo atestigua al final del siglo V para Melania, la cual al final de su vida, habiendo recibido del obispo Juvenal el santo viático, le besó la mano y exhaló su espíritu. También después del 1000, en el norte de Francia se mantenía todavía el uso de besar la mano al sacerdote mientras daba la comunión. A los obispos de la Iglesia antigua se les besaba también los pies en señal de mayor veneración, como refiere San Jerónimo, y tal práctica quedó en vigor durante mucho tiempo en la Iglesia. Cuatro son las circunstancias en las cuales se besan los pies al pontífice: inmediatamente después de su elevación y coronación, en el recibimiento solemne y en la coronación de herejes 122 en la celebración de la misa solemne, de parte del diácono, antes de cantar el evangelio, y en la consagración de los obispos hecha por él.
 

I SEGNI ESTERNI DI DEVOZIONE DEL CELEBRANTE

La fede nella presenza del Signore nella Chiesa, in specie quella eucaristica, il sacerdote la esprime esemplarmente con l’adorazione che si documenta nella riverenza profonda delle genuflessioni durante la Santa Messa e fuori di essa. Nella liturgia postconciliare sono ridotte al minimo: la ragione addotta è la sobrietà; il risultato è che son diventate rare, oppure sono appena abbozzate. Siamo diventati avari di gesti verso il Signore; però elogiamo ebrei e musulmani per il loro fervore nel modo di pregare.

La genuflessione più delle parole manifesta l’umiltà del sacerdote, che sa di essere solo un ministro, e la sua dignità per il potere di rendere presente il Signore nel sacramento. Ma vi sono altri segni di devozione. Le mani levate in altodal sacerdote stanno ad indicare la supplica del povero e dell’umile: «Ti preghiamo umilmente», si sottolinea nelle preghiere eucaristiche II e III del messale di Paolo VI. L’Ordinamento Generale del Messale Romano (OGMR) stabilisce che il sacerdote, «quando celebra l’Eucaristia, deve servire Dio e il popolo con dignità e umiltà, e, nel modo di comportarsi e di pronunziare le parole divine, deve far percepire ai fedeli la presenza viva di Cristo» (n. 93). L’umiltà dell’atteggiamento e della parola è consona a Cristo stesso, mite e umile di cuore. Egli deve crescere e io diminuire.
Nell’incedere all’altare, il sacerdote deve essere umile, non ostentato, senza indulgere nello sguardo a destra e a manca, quasi a cercare l’applauso. Invece, deve guardare a Gesù Cristo crocifisso e presente nel tabernacolo: a Lui si fa l’inchino e la genuflessione; poi alle immagini sacre esposte nell’abside dietro o ai lati dell’altare, la Vergine, il santo titolare, gli altri santi. Sono lì per essere contemplate o solo per decorare? È in sintesi la presenza divina. Segue il bacio riverente dell’altare ed eventualmente l’incensazione; il secondo atto è il segno di croce e il saluto sobrio ai fedeli; il terzo è l’atto penitenziale, da compiere profondamente e con gli occhi bassi, mentre i fedeli potrebbero inginocchiarsi – perché no? – come nella forma straordinaria, imitando il pubblicano gradito al Signore.
Il sacerdote celebrante non alzerà la voce e manterrà un tono chiaro per l’omelia ma sommesso e supplice per le preghiere, solenne se in canto. Si preparerà inchinato «in spirito di umiltà e con animo contrito» alla preghiera eucaristica o anafora: è la supplica per definizione e va recitata in modo che la voce corrisponda al genere del testo (cf. OGMR 38); il celebrante potrebbe pronunziare con tono più alto le parole iniziali dei singoli paragrafi, e recitare il resto in tono sommesso per permettere ai fedeli di seguire e raccogliersi nell’intimo del cuore. Toccherà i santi doni con stupore, e purificherà i vasi sacri con calma e attenzione, secondo il richiamo di tanti padri e santi. Si inchinerà sul pane e sul calice nel pronunziare le parole di Cristo consacrante e nell’invocazione allo Spirito Santo (epiclesi). Li eleverà separatamente fissando in essi lo sguardo in adorazione e poi abbassandolo in meditazione. Si inginocchierà due volte in adorazione solenne. Continuerà con raccoglimento e tono orante l’anafora fino alla dossologia, elevando i santi doni in offerta al Padre. Il Padre nostro lo reciterà con le mani alzate e non tenendo per mano altri, perché ciò è proprio del rito della pace; il sacerdote non lascerà il Sacramento sull’altare per dare la pace fuori del presbiterio, invece frazionerà l’Ostia in modo solenne e visibile, quindi genufletterà davanti all’Eucaristia e pregherà in silenzio chiedendo ancora di essere liberato da ogni indegnità per non mangiare e bere la propria condanna e di essere custodito per la vita eterna dal santo Corpo e prezioso Sangue di Cristo; poi presenterà ai fedeli l’Ostia per la comunione, supplicando Domine non sum dignus, e inchinato si comunicherà per primo. Così sarà di esempio ai fedeli.
Dopo la comunione, il silenzio per il ringraziamento si può fare in piedi, meglio che seduti, in segno di rispetto, oppure inginocchiati, se è possibile, come ha fatto fino all’ultimo Giovanni Paolo II, quando celebrava nella sua cappella privata, col capo inchinato e le mani congiunte, al fine di chiedere che il dono ricevuto ci sia rimedio per la vita eterna, come nella formula che accompagna la purificazione dei vasi sacri; molti fedeli lo fanno e ci sono di esempio. La patena o coppa e il calice (vasi che sono sacri per ciò che contengono) per quale ragione non dovrebbero essere «lodevolmente» ricoperti da un velo (OGMR 118; cf. 183) in segno di rispetto – e anche per ragioni d’igiene – come fanno gli orientali? Il sacerdote, dopo il saluto e la benedizione finale, salendo all’altare per baciarlo, ancora alzerà gli occhi al crocifisso e si inchinerà, e genufletterà al tabernacolo. Quindi tornerà in sacristia, raccolto, senza dissipare con sguardi e parole la grazia del mistero celebrato.
Così i fedeli saranno aiutati a comprendere i santi segni della liturgia, che è una cosa seria, in cui tutto ha un senso per l’incontro col mistero presente di Dio (per approfondire: cf. il mio recente Come andare a Messa e non perdere la fede, Piemme 2010).
 

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