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viernes, 2 de agosto de 2013

La Mística del Corazón: Tomás Spidlík s.j.



Ícono del Cristo Orante - Capilla del Eremitorio, Monasterio del Cristo Orante

La Mística del Corazón




Importancia del tema en la espiritualidad del Oriente.

En los autores espirituales del Oriente cristiano, ¡cuántas veces encontramos la palabra corazón! Hablan de la custodia del corazón, de la atención del corazón, de la pureza del corazón, de los pensamientos, deseos y resoluciones del corazón, de la oración del corazón, de las revelaciones del corazón, de la presencia divina en el corazón, etc.

Los autores rusos tomas gustosamente el corazón como emblema para distinguirse del Occidente “racionalista”, que ha llegado a olvidar que el fundamento de la vida cristiana es el corazón. En el opúsculo La paz en Cristo, P. Ivanov escribe: “Buscar el alimento para el corazón es volverse hacia Dios, porque Dios mismo es un corazón que abarca todo. Sólo con el corazón se puede conocer el universo, lo que Kant llama la cosa en sí. Entonces quien tiene el corazón percibe a Dios, a los hombres, a los animales, a la naturaleza. Sólo el corazón es capaz de dar la paz al espíritu.”

Si la religión es una relación con Dios, escribe un autor ruso, B. Vyseslavcev, el contacto real con la Divinidad no es posible más que “en la profundidad del yo”, en lo profundo del corazón, porque Dios, según Pascal, es sensible al corazón. Sólo en él es posible una auténtica experiencia religiosa, sin la cual no hay ni religión ni verdadera ética.” “El hombre ‘sin corazón’ es un hombre sin amor, sin religión, porque a fin de cuentas el ateísmo es el estado sin corazón.” En consecuencia, la noción de corazón, piensa el mismo autor, ocupa el lugar central en la mística, en la religión y en la poesía de todos los pueblos.

La enseñanza de los manuales de dogmática no es diferente. Citemos, entre otros, a T. Ornackij: “La fe es una disposición inmediata del corazón”; N. Malinovskij: “La fe se comprende sólo como un sentimiento religioso”; P. Sokolov: “La fe está motivada por el sentimiento”; J. Nikolin: “La fe nace en la esfera del sentimiento” y “debe ser encendida y alimentada por el sentimiento”.

Ambigüedad del término

Esta insistencia en los sentimientos del corazón no está carente de peligros, pensaban los teólogos de Occidente. La experiencia mística más profunda o la más vulgar banalidad, como un modernismo poco ortodoxo, pueden ser revestidos del mismo pomposo ornamento. ¿Son realmente conscientes siempre de qué se trata todos los que se lanzan tan fácilmente con frases enfáticas sobre el corazón y sobre los sentimientos? Es verdad que las expresiones de algunos podrían conducir al irracionalismo y al sentimentalismo. La fe se opondría completamente al conocimiento científico, y ya no habría nada que hacer con el fundamento racional de la fe.

El pecado de Occidente, replican los rusos, es, al contrario, el racionalismo, que olvida que el fundamento de la vida espiritual es el corazón. Teófanes el Recluso ve el inicio de la decadencia en el humanismo del siglo XV, primero en Italia, después en Inglaterra, en Francia, en Alemania. Como si el diablo, atado por mil años (cf. Ap 20,2), fuese liberado totalmente de golpe, comenzando a incitar a los doctos a estudiar las lenguas antiguas para atraer a continuación su espíritu hacia el orgullo pagano.

El Señor ha ordenado al fiel quedarse en su habitación y orar allí (Mt 6,6). Esta habitación es el corazón. En consecuencia, es el mandamiento del Señor el que nos obliga a orar en nuestro corazón.

Pero ¿es fácil decir qué oración se hace en el corazón? Vyseslavcev, que ha exaltado tanto  la función del corazón en la vida religiosa, rechaza por principio entrar en precisiones. El corazón, escribe, “es tan misterioso como Dios mismo y es totalmente accesible sólo a Dios. El profeta Jeremías dice: ‘Nada hay más engañoso que el corazón… ¿quién lo conocerá? Yo, el Señor, escruto el corazón, sondeo las entrañas’ (17, 9-10).

El corazón en la Biblia

En la Biblia, la palabra corazón (lev, o levav, kardía) no indica apenas más de diez veces el órgano corporal, pero es empleada más de mil veces en sentido metafórico para significar la sede de las distintas funciones psicológicas. Es el corazón el que piensa, reflexiona, concibe proyectos, toma resoluciones y decisiones, asume responsabilidades. Es él, y no el alma, el que juega el papel central en la vida interior. Sede de la vida moral, el corazón lo es también de la vida religiosa. Es el corazón el que experimenta el temor de Dios y es sobre todo en él donde reside la fidelidad de YHWH (cf. 1 R 11,3-4).

En la Biblia, el corazón, por tanto, contiene en sí toda la plenitud de la vida espiritual, que debe abrazar al hombre por entero, con todas sus actividades.

Pero el corazón que sustraído a las miradas. Normalmente, el comportamiento de un hombre debe manifestar lo que hay en su corazón. Se conoce así el corazón, indirectamente, a través de lo que expresa el rostro (Sir 13,25), a través de lo que dicen las palabras (Pr 16,23), por lo que testimonian los actos (Lc 6,44-45). Sin embargo, en vez de manifestar, las palabras y los comportamientos pueden también disimular (Pr 26,23-26; Sir 12,16): el hombre tiene la temible posibilidad de tener doblez.

El corazón en la antropología cristiana

La antropología cristiana distingue desde el principio dos niveles en la persona humana. Al mismo tiempo, comienza, sobre todo con los alejandrinos, a apoyarse en la doctrina platónica del alma y del cuerpo para definir su posición respecto a los problemas filosóficos.

La oposición bíblica entre el “hombre exterior” y el “hombre interior” les parecía a los Padres que respondía a la distinción entre el alma y el cuerpo. Por otro lado, Platón tenía una concepción dualista del alma, al menos así fue interpretada en la época de los Padres: el noûs, la parte superior, racional, y la psyché, una función animal, inferior, lo que Evagrio llama la “parte pasional del alma”.

Se sabe que para Platón el noûs es “lo que hay de mejor en el alma”, el “piloto del alma”, la facultad que está en contacto con Dios. Esta tradición, corregida y cristianizada, se mantiene en la definición clásica de la oración: una “elevación delnoûs hacia Dios”. Como la pupila del ojo es, por así decir, el punto de contacto entre los dos mundos, el exterior y el interior, de la misma manera, piensan los Padres, debe haber en el hombre un punto misterioso por medio del cual Dios entra en la vida del hombre con todas sus riquezas (Teófano el Recluso).

Fieles a la tradición especulativa de su cultura, los Padres griegos ciertamente no han sustituido por casualidad el lev, levav bíblico por el noûs. Y la inteligencia, es según Gregorio Nacianceno, “el corazón purificado del Salmo 50,2).

Se podrían citar gran número de autores del medioevo latino para los cuales el corazón se identifica con la inteligencia. Pero el siglo XII es bajo muchos aspectos el siglo de los affectus. Esforzándose por definir la relación del alma con Dios en un lenguaje que es el del amor, este siglo ha introducido la espiritualidad por nuevos caminos. Y puesto que el corazón, que para los poetas era ya el lugar del amor, permanece el lugar de la vida religiosa y de la experiencia espiritual, no hay que sorprenderse de que los términos cor y affectus se hayan acercado cada vez con más frecuencia el uno al otro. Y dado que se oponía el cordis affectus al intellectus, para Tomás de Aquino el precepto de amar a Dios con todo el corazón (cf. Lc 5,27) no es más que un actus voluntatis quae hic significatur per cour.

Bien pronto, sin embargo, habría de manifestarse, sobre todo en la piedad popular, una reacción contra el “voluntarismo” en favor de los “sentimientos”. Para la espiritualidad rusa, como ya se ha visto, la “parte del corazón” o la “parte del sentimiento” no son más que una sola y misma cosa.

En el origen de estas divergencias se encuentra el esfuerzo, en sí loable pero demasiado precoz, de traducir la experiencia espiritual en términos psicológicos. Se ha tratado, ante todo, de situar el corazón bíblico en la estructura metafísica del hombre y sólo después se ha planteado qué función tal “corazón” pudiese tener en la vida espiritual. Ahora bien, es necesario invertir el procedimiento. Son los problemas religiosos los que el concepto de corazón plantea con prioridad.

La elevación del espíritu a Dios.

El problema religioso por excelencia es la oración. Según Teófano el Recluso, la oración es “un todo, ella resume todo”. Pero la definición clásica de la oración como “elevación del espíritu (noûs) hacia Dios” no expresa, sin más matizaciones, esta plenitud de vida. Cuando Jesús nos enseña a rezar el “Padre Nuestro”, nos coloca ante un misterio inaccesible a los pensamientos humanos, en la vida trinitaria del Padre, del Hijos y del Espíritu Santo. En consecuencia, si la oración se hace “en el Espíritu”, más que una elevación de nuestro espíritu (con minúscula), será elevación del Espíritu (con mayúscula); será la “respiración del Espíritu” (Teófano).

Entonces, la oración será “espiritual” en el verdadero sentido de la palabra. Pero ¿se trata todavía de nuestra oración? El Espíritu Santo ¿permanece exterior a nuestra alma humana? Si es verdad que hay símbolos que expresan la venida desde fuera de este “huésped divino”, se nos da el Espíritu de tal modo que se convierte en lo que hay de más espiritual en nosotros, en nuestro verdadero yo. Según la tricotomía explicada por Ireneo, “el hombre perfecto está compuesto de tres elementos: la carne, el alma y el Espíritu”. La oración en el Espíritu se identifica, por tanto, con nuestra oración espiritual.

El Espíritu en el corazón

¿En qué facultad humana reside el Espíritu? Lo que los autores místicos notan ante todo es una marcada semejanza entre la vida espiritual de la persona humana y su experiencia del universo visible. De la misma manera como la pupila del ojo es, por así decir, el punto de contacto entre los dos mundos, el exterior y el interior, así debe existir en el hombre un punto misterioso por medio del cual Dios entra en la vida del hombre con todas sus riquezas, un “órgano del Espíritu” (Teófano)

La palabra “órgano” esconde, sin embargo, un peligro. Con razón se ha reaccionado contra la teoría ética del siglo XIX que hacía de la relación con Dios una de las diversas relaciones sociales. No se puede colocar en el mismo plano la obediencia a los superiores, la caridad hacia el prójimo y la religión, porque ésta es el fundamento y el motor de las otras dos. Lo mismo sucede con nuestra estructura interna. Para los cristianos, es hacia la piedad donde deben converger las actividades visuales, intelectuales y las demás, porque todas las facultades humanas, sin excepción, tienen y se dirigen hacia el Señor.

Es de esto de lo que los Padres no se han dado cuenta suficientemente en sus discusiones sobre cuál de las facultades del hombre sea portadora de la “imagen de Dios”. Sin aportar soluciones definitivas, los místicos posteriores sin embargo han iluminado mejor el problema. Ellos no hablan ya de un “órgano”, de una “facultad” especial, sino del “fondo del alma”, de su “centro”, de su “esencia”. “Dios está escondido en el fondo del alma, allí donde el fondo de Dios y el fondo del alma no son más que un único y mismo fondo”, dice Eckhart. La verdadera unión con Dios no se realiza más que en la esencia del alma: “En cuanto verdadero, sub ratione veri, Dios es conocido por la inteligencia; en cuanto bien, sub ratione boni, por la voluntad; inteligencia y voluntad son las potencias del alma; en cuanto Ser, él penetra la intimidad de la esencia del alma”. De aquí se sigue la conclusión: “No trates de fundar tu santidad sobre el actuar, hay que fundarla sobre el ser; porque las obras no nos santifican, somos nosotros los que debemos santificar las obras.” (Fischer)

En cuanto a saber cómo interpretar las palabras “esencia” y “ser”, se trata de otra cuestión, y de las más delicadas. Limitémonos a constatar que Eckhart trata de situar el punto de contacto con la gracia en una zona que es la “raíz” de la misma vida, el centro de todas las fuerzas humanas, de la vida con su multiforme actividad. Pues bien, según el lenguaje común de los pueblos y de la misma Escritura, este centro es el corazón, “sede del Espíritu” (Teófano).

El corazón, principio de la unidad de la persona

Si el corazón es el centro vital de toda la actividad humana, él será el principio de la unidad de la persona humana e, identificado con el hombre mismo, indicará su integridad. “El corazón mantiene la energía de todas las fuerzas del alma y del cuerpo”, dice Teófano el Recluso. Para ilustrar su afirmación, Teófano se sirve de un parangón tomado del teatro. Cuando un actor interpreta su parte fuera de la escena, su actuación pierde mucho; así sucede con el ejercicio de una facultad aislada: es artificial y su eficacia queda disminuida. El parangón es, sin embargo, muy débil, porque la escena es un elemento puramente externo a la interpretación, mientras el corazón participa activamente en el papel de las otras facultades. “No sólo es la escena en la que los personajes interpretan su papel, sino él mismo toma parte en la interpretación. Con sus movimientos todas las demás fuerzas se reflejan en él y, a la inversa, él se refleja en ellas”.

Detengámonos en otro aspecto de esta unidad. Si llamamos a la primera unidad “estática”, la segunda sería “dinámica” o “histórica”. […]El presente no es más que un instante incesante en una rapidez fugaz. Nuestra existencia se halla continuamente “lacerada” en actos múltiples. Nosotros no somos capaces de vivir un acto que dure siempre. Bossuet ve un error en el “poner la perfección de esta vida en un acto que no conviene más que a la vida futura”.

Pero el ideal cristiano de Oriente fue siempre el “estado de oración”, es decir, una disposición habitual que merezca de alguna manera el nombre de oración por sí misma, fuera de los actos que produce más o menos frecuentemente. Esta disposición es llamada “oración del corazón”, porque el corazón da una estabilidad a la multiplicidad de los momentos sucesivos de la vida.

El “estado” del hombre.

Se afronta aquí uno de los graves problemas de la vida espiritual: la certeza de la salvación. Cada uno de los actos diarios de que se compone nuestra vida espiritual posee una cierta independencia. Es esto lo que salva al pecador. A diferencia del ángel, el hombre caído no es inmutablemente prisionero de su culpa; él puede cambiar de decisión, hacer penitencia y reconciliarse con el Señor. Sin embargo, esta independencia es un riesgo terrible y los momentos posteriores de la vida permanecen  siempre como un peligro para los justos. […]

La voluntad es libre y dueña de sus decisiones. Ella no debe satisfacer ciegamente sus deseos. Del mismo modo que defienden la libertad de Dios en la providencia, los Padres griegos insisten en la libre responsabilidad del hombre: el libre arbitrio es condición y fundamento del mérito.

Sin embargo, no habría que identificar el acto libre con el acto aislado. Todo lo que sucede en nosotros o se produce fuera impresiona a nuestro corazón, nos deja huella; y el corazón mantiene en la unidad una gran variedad de sentimientos encerrados en sí. Se forma entonces una disposición estable, que da una orientación a las futuras decisiones: “Notad, escribe Teófano el Recluso, cómo se realiza rápidamente lo que nos gusta, mientras se nos caen las manos y los pies se quedan clavados al suelo cuando se debe hacer un trabajo que no agrada al corazón”.

Aunque siempre en movimiento, como un barómetro durante la tempestad, el corazón está en el origen de una cierta estabilidad. Mantiene nuestra vida en una dirección dada y forma en el hombre una estructura interna bien determinada. Que las buenas disposiciones se enraícen en él, y entonces el corazón será, en esta vida, la única garantía de nuestra futura salvación. “Por eso la formación del corazón tiene una importancia tan grande desde el principio de la vida espiritual” (Teófano).

La atención del corazón

La tradición de las Iglesias orientales insiste en la atención que se debe prestar al corazón como la “obra más importante y primordial en la vida espiritual” (Teófano). No es suficiente hacer buenas acciones exteriores, es necesario además concebir buenos pensamientos y tener buenos sentimientos; es necesario “adquirir el arte de gobernar los movimientos de nuestro corazón, cosa que los santos Padres llaman atención, sobriedad, actividad interna”.

Tal atención al corazón tiene, sin embargo, una dimensión negativa: alejar todo pensamiento malo que viene del exterior del corazón. Se trata de una vigilancia. Se la representa como un ángel delante de la puerta del Paraíso del corazón (Juan Mosco). El parangón no funciona más que en parte. Vigilar la puerta no es suficiente; se custodia para gozar de lo que se encuentra dentro, para conducir la vida paradisíaca en un diálogo con Dios. La atención a aquello hacia lo que nos llevan los sentimientos del corazón prepara el camino a la contemplación. En su recopilación La oración, Teófano cita entre otras esta palabra de Hesiquio: es “en el corazón” como los fieles ven a Dios. Isaac el Sirio habla de ello a menudo en el mismo sentido. Para él, la purificación sigue esta progresión: purificar las pasiones y conservar sin cesar la memoria de Dios. Entonces el corazón se convierte en fuente de revelación. Se concentra en él toda la fuerza del espíritu, el fiel es deslumbrado por un gran resplandor espiritual y contempla al Señor en su corazón (Teófano).

El conocimiento del corazón

Lo que precede no es todavía concluyente, porque queda por aclarar una importante cuestión. Presentémosla bajo la forma de una objeción: “No trates de fundar tu santidad sobre el actuar”, enseña Eckhart. Ahora bien, en Occidente, todo manual de moral no hace sino distinguir los actos buenos de los actos malos o también de los indiferentes. Se mide el grado de rebelión contra Dios según que un acto constituya un pecado venial o mortal. Los confesores aparecen como grandes maestros en estas distinciones. En el Oriente cristiano, por el contrario, los “Padres espirituales”, los famosos “starcy” de Rusia, se interesaban poco por las confesiones detalladas de los penitentes. Ellos poseían la kardiognosía, una clarividencia que leía el corazón de los hombres. Psicológicamente hablando, se podría decir que ellos eran más “maternos” que “paternos”. Por otra parte, ¿no leemos en nuestros días también en Occidente críticas que condenan la moral basada en la perfección o imperfección de los actos? Y es precisamente esta última perspectiva la que se juzga responsable de la crisis de la actual dirección espiritual.

El juicio de Teófano es incomparablemente más equilibrado que el de un gran número de nuestros críticos modernos. Él aprecia el gran valor de los actos hechos con libre voluntad y en la observancia de los mandamientos. Para él, la cuestión no debe ser “la moral de los actos o del corazón”, sino “de los actos en el corazón”. “Aquellos que observan los mandamientos de Dios saben que Dios está junto a ellos, porque los mandamientos de Dios entran en sus costumbres con la observancia constante y producen en el alma diversos rasgos de semejanza con Dios” (Teófano). En términos modernos, podemos decir: la moral de los mandamientos debe convertirse cada vez más en moral del corazón. ¡Exhortación fácil, pero difícil de describir! Los actos son visibles, palpables y medibles, ¿pero el corazón? (Jr 17, 9-10). Para los hombres, escribe Vyseslavcev, el corazón es “impenetrable a la mirada de los demás, pero –cosa que sorprende todavía más- es igualmente impenetrable a la propia mirada”.

La cardiognosía supone, por tanto, que se supere esta incomunicabilidad. Si se insiste para saber cómo el hombre puede conocerse –y debe hacerlo-, hay una respuesta: porque el alma está presente a sí misma (Pseudo Macario). Ella tiene según el grado de su limpidez, una intuición directa de sí misma. La noción de corazón incluye una forma de conocimiento intuitivo e integral. Se trata de los “sentimientos” del corazón. “La función del corazón, escribe Teófano, consiste en experimentar todo lo que afecta a nuestra persona. En consecuencia, siempre y sin cesar, el corazón experimenta el estado del alma y del cuerpo, así como las impresiones multiformes que producen las acciones particulares, espirituales y corporales, los objetos que nosotros encontramos y que nos encuentran, nuestra situación externa y, de una manera general, el curso de la vida”.

Los sentimientos espirituales

Todos los sentimientos del corazón no pueden tener evidentemente el mismo valor. Para orientarse en este campo lleno de matices innumerables, Teófano el Recluso se atiene fielmente a la división tripartita del hombre: hay sentimientos del cuerpo, del alma y del Espíritu. Es evidente que los sentimientos del cuerpo pueden coincidir con los deseos naturales, pero es verdad también que la corrupción de la naturaleza causada por el pecado puede manifestarse aquí mucho más.

“Los sentimientos del alma son los sentimientos del corazón que surgen en ella como consecuencia de los cambios que se producen en el alma por su propia operación. Ellos se distinguen en sentimientos teóricos, prácticos y estéticos, de lo que se sigue que provienen del entendimiento, de la voluntad o que son una consecuencia de la reflexión del corazón sobre sí, de su volverse a su propia riqueza” (Teófano). En este contexto, Teófano explica las diversas “intuiciones” que nos conducen en nuestra actividad intelectual, moral, pero sobre todo en la apreciación estética de los valores de la vida, que nace en el corazón bajo la atracción de objetos caracterizados por la belleza.

El hombre debe ante todo embellecerse con “sentimientos espirituales”, cultivarlos y desarrollarlos, acrecentar su simpatía natural por “Dios mismo y el orden divino de las cosas o el mundo espiritual” (Teófano). De aquí nacen las “intuiciones”, percibidas solo por aquel que las ha experimentado, de forma que el conocimiento de los misterios divinos llega a ser como un bien propio. “Hay en el hombre que ha abandonado el pecado y que se ha convertido a Dios, y esto por la gracia divina plenamente renovada, una simpatía con el mundo espiritual” (Teófano). Ésta depende del grado del parentesco entre Dios y el hombre. Prestar atención a las voces de esta “connaturalidad” es percibir los misterios divinos tal cual son en nosotros y tal como entran en nuestra vida. Entonces el corazón se convierte en una fuente de revelación: “Entonces quizá el aire sensible estará menos presente en la respiración de nuestros sentidos exteriores de lo que el Espíritu de Dios llegará a hacerse íntimo a nuestro corazón, insuflando en él sin cesar su recuerdo y permaneciendo cada vez más en nosotros…” (Martyrius Sahdona).

Así la oración, según las enseñanzas de Teófano que sigue la larga tradición oriental, sobre todo la de los hesicastas, no será nunca perfecta si no desciende “de la cabeza al corazón”. El Señor ha mandado quedarse en la propia habitación para orar. Esta habitación es el corazón. “La oración es, en el verdadero sentido de la palabra, un suspiro del corazón hacia Dios; si falta este impulso, no hay oración” (Teófano). Ésta debe ser como la respiración natural del corazón que espontáneamente aspira a la unión con Dios y con una intuición natural siente la presencia del Espíritu Santo en todo lo que el hombre hace, piensa y desea.

Una oración así es continua, es la conciencia de nuestro estado de hijos de Dios, de nuestra divinización, en la medida en que es posible sentir y gustar la presencia del Espíritu en esta vida.

Las consolaciones espirituales

“La vestidura del espíritu es el sentimiento” (Teófano). El progreso de la vida espiritual se mide, por tanto, en la constancia de las buenas disposiciones del corazón, como un árbol echa raíces.

Las realidades celestes no pueden ser senderos para el corazón, a causa de la impureza de este último. En consecuencia, la victoria última sobre el pecado es conseguida sólo cuando se comienza a experimentar sentimientos contrarios a las tentaciones, cuando se llega a ser insensible a la llamada del mundo, cuando no se gusta más que lo divino.

Pero en esta vida el sentido de lo divino está sujeto a múltiples variaciones. Resumiendo los pasos característicos de Diádoco de Foticé, Teófano establece una regla normal de la pedagogía divina: 1) La gracia divina está presente desde el principio como una sola sustancia con el alma. 2) Al comienzo de la vida espiritual, ella se hace sentir a menudo como una consolación, una recompensa por los trabajos.3) Más tarde con frecuencia la gracia se esconde y Dios deja a los santos en los sufrimientos, en las desolaciones, para probarlos y purificarlos. 4) Al final, cuando el período de la purificación se ha cumplido, Dios concede de nuevo sus consolaciones y la plenitud del Espíritu Santo.

Sin duda es difícil describir estos sentimientos; sin embargo, la lengua posee toda una gama de términos análogos susceptibles de dar cierta idea sobre lo que se “siente” interiormente: el calor, la paz, la alegría, las lágrimas… Es de las lágrimas de lo que se habla con más frecuencia en Oriente.

Las lágrimas

Ciertas emociones pueden provocar una mayor o menor abundancia de lágrimas. En el lenguaje corriente, “tener el don de lágrimas” significa llorar fácilmente. El dolor místico y más aún el dolor moral son sus causas habituales. Se puede también llorar de rabia, de impotencia, de piedad, de emoción estética. Que la oración intensamente vivida sea una fuente de emociones específicas y de sentimientos diversos que se traducen en lágrimas no tiene, pues, nada de sorprendente en sí mismo.

Juan Casiano aporta la primera clasificación que conocemos sobre el fenómeno de las lágrimas. Ellas no vienen, dice, sólo por el sentimiento espiritual, sino que son provocadas también por el recuerdo y el deseo del cielo, por el temor del infierno. Están además las lágrimas que nos hacen derramar el endurecimiento y los pecados de los demás, y las que derrama el justo aplastado bajo el peso de las angustias y las aflicciones de este mundo.

Para los antiguos orientales, lágrimas y compunción van juntas de tal modo que la metonimia las ha reducido a sinónimos. “¿Existe un penthos sin lágrimas?”, pregunta Doroteo de Gaza a Barsanufio. Éste se contenta con destacar que, una vez rota la voluntad propia, los pensamientos se recogen, y una vez recogidos engendran en el corazón la compunción, y la compunción las lágrimas. La compunción no mira solamente, como la simple penitencia, a la adquisición del perdón divino: se esfuerza por cancelar los restos, las huellas y las múltiples cicatrices del pecado que perduran siempre. He aquí por qué estas lágrimas son perpetuas.

Los documentos orientales sobre las lágrimas son numerosos. Ammonas resume en una sentencia la doctrina de los Padres sobre la virtud curativa del penthos: “Elpenthos expulsa todas la culpas, sin excepción”. Purificados de las pasiones, aquellos que lloran siempre gozan de una verdadera paz. El luto equivaldrá a la consolación.

Si hay lágrimas que vienen sin que nosotros hagamos esfuerzo alguno, hay otras que vienen por nuestra voluntad, declara Juan Clímaco. Juan Casiano no tiene una buena opinión de las lágrimas forzadas. Sobre este punto, él se separa de sus maestros orientales. Éstos enseñan que la compunción es una gracia de Dios, dada a veces “sin esfuerzo, automáticamente” (Basilio). […]

Las lágrimas místicas son concedidas a aquel que ha recibido la contemplación de la luz inaccesible, escribe Nicetas Stethatos, su maestro, Simeón el Nuevo Teólogo, en sus visones más altas no cesaba de derramar torrentes de lágrimas. Sin embargo, la mayor parte de los antiguos ponen aquí en guardia contra la tentación de la vanagloria. “No te ensalces porque derramas lágrimas en tu oración”, dice Marcos el Eremita. Hay que servirse del temor de Dios, advertía Juan Clímaco, para discernir la causa de las lágrimas. El sirio Juan el Solitario, que tiene una teoría muy original sobre la distinción de las lágrimas según las tres clases de hombres (somáticos, psíquicos y pneumáticos), admite su desaparición: “Cuando la inteligencia del hombre está  en la región del Espíritu… el ángel no llora más”. ¡Pero se ha juzgado siempre muy peligroso tenerse por un ángel! Llorar los propios pecados es, por el contrario, un mandato para todos, un carisma general (Gregorio Nacianceno).
  

  
Tomas Spidlík s.j.
La oración según la tradición del Oriente Cristiano.
Monte Carmelo. 2004. Burgos.
Págs. 311-327

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