VIVIR
LA VIDA OCULTA
EN LA BANALIDAD DE LO COTIDIANO
Alguien ha dicho que “la poesía de la vida monástica es
su prosa”. Sí, es completamente verdadero, pero para comprenderlo y llegar a
admitirlo se necesita un cierto tiempo. Antes de entrar en el yermo, como en la
cartuja, normalmente se piensa que desde ese momento uno se dedicará a
actividades sublimes y que finalmente se vivirá con hombres excepcionales. En
realidad nuestra jornada está hecha de cosas muy pequeñas, a menudo bastante
banales que se repetirán en el mañana y en días sucesivos... hasta la muerte o
casi. Cuando al poco tiempo descubrimos que nuestros padres y hermanos son
limitados como nosotros, imperfectos, con heridas y pecados, como nosotros.
¿Vaya sorpresa? Pero no, ¡busquemos ser realistas y aceptar con humor esta
imprevista condición! Esta es una vía de vida y de santidad.
Tomemos, por ejemplo,
nuestro trabajo tan humilde, ¡a veces tan banal! Hace unos años había salido un
opúsculo bien editado que tenía por autor a uno de nuestros ermitaños, su fin
era presentar nuestro género de vida y que no hacía alguna alusión al trabajo
cotidiano asegurado por los ermitaños. Aunque nuestras Constituciones hablan
claramente que el trabajo forma parte integrante de nuestras jornadas34. También a esto vienen
dedicados diversos artículos.
El hecho de que nuestra
vida solitaria “enteramente orientada a la unión con Dios en la oración
continua y en la contemplación”35 prevea que todos lo ermitaños estén ocupados cada día
por diversas horas en varios trabajos manuales o intelectuales para el servicio
de la comunidad36 no es visto como un impedimento para nuestra vida contemplativa. Es cierto
que ha habido, y habrá todavía, formas de vida solitaria que rechazan el trabajo,
visto como un potencial obstáculo para la unión con Dios, que citan la parábola
de Jesús: “No trabajéis por el alimento perecedero” (Jn 6, 27). Pero en
nuestros yermos camaldulenses, animados por el espíritu de san Romualdo, no es así. Para nosotros el
trabajo ha tenido siempre un puesto importante. Se piense en la pequeña colonia
eremítica junto a san
Miguel de Cuxa. “Por tres
años —nos recuerda Pedro Damián— Romualdo y Juan Gradenigo
vivieron del trabajo de sus propias manos, cavando y sembrando grano”37. Del mismo modo, más
tarde, en el yermo de Pereo, se sustituirá el trabajo de artesanía por la
agricultura. “Todos los hermanos se ocupaban en trabajos manuales: quien hacía
cucharas, quien tejía, quien entretejía redes”38. En Camaldoli, en el siglo
XI, las Constituciones atribuidas al beato Rodolfo establecieron que “los
ermitaños trabajarán a veces fura de sus celdas, por ejemplo para la
recolección de los huertos y de la fruta, la cosecha o también el cultivo del
huerto”39.
Como se puede observar,
también en los ermitaños primitivos se desarrollaba actividades que ciertamente
no constituían una aportación significativa a la vida económica de su tiempo,
como al contrario sucederá en el siglo XII para la Orden cisterciense. ¡Estamos
bastante lejos de esto! Nuestros trabajos se cumplen muy sencillamente para
someter el cuerpo a la ley del trabajo, tal y como se lee en las primeras
páginas del Génesis, en las que el hombre ha sido puesto sobre la tierra para
cultivarla y custodiarla (cf. Gn 2, 15). Desde el momento en que el trabajo
constituye un dato fundamental de la existencia humana es perfectamente natural
que nosotros lo amemos en cuanto elemento que concurre a nuestra educación y a
nuestra maduración. Por lo tanto el Concilio Vaticano II recuerda que los
religiosos deben “obedecer a la ley común del trabajo, y mientras que de este
modo se procuran los medios necesarios para su sustento y para sus obras,
alejan de sí la excesiva preocupación y se confían a la Providencia del Padre
celeste”40. Vivir del propio trabajo, como pobres que se ganan el pan, es seguramente
una noble decisión para una comunidad monástica. Cierto, la experiencia muestra
que hoy, más que nunca, nuestro trabajo no puede asegurarnos del todo los
medios de sustentamiento; tenemos la necesidad de la ayuda de amigos y
benefactores, pero somos felices de poder hacer frente a la vida, cada uno
según sus propias capacidades y las propias fuerzas, sin recurrir a
subterfugios.
veces pensamos que para llevar bien nuestra vida de oración es importante o al menos deseable tener mucho tiempo para si mismo para leer, estudiar y por lo tanto, estar libres de las actividades de tipo manual. Pero nuestros predecesores en la vida solitaria no eran de tal opinión. Tenían la opinión de que el otium fuese un peligro para el alma y que el trabajo no sólo no fuese un obstáculo para la vida de oración, sino que era un medio para quedar unidos a Dios
sin distracciones. “Haz
siempre algún trabajo manual —escribe san
Jerónimo al monje Rústico— de modo que el diablo te
encuentre siempre ocupado”42. De la misma opinión es también Casiano que nos refiere
una sentencia de los padres del desierto: “El monje que se dedica al trabajo es
tentado por un solo demonio; aquel que vive en el ocio se hace presa de
numerosos espíritus!”43. Y podemos interpretar esta palabra en el sentido de que
quien trabaja tiene que superar menos obstáculos para estar unido a Dios de
aquel que está en el ocio. Por tanto el beato Pablo Giustiniani recomienda:
“Cada uno debe hacer de tal modo que tenga más actividad para hacer que tiempo
en hacerlas”44; haciendo observar al mismo tiempo que su parecer sobre tales actividades
no comprenden solamente los trabajos materiales sino también los elementos
constitutivos de la vida contemplativa: la lectio, el estudio, el rezo
del salterio, la oración. En otra parte dice a propósito de los estudios:
A los
ermitaños les es lícito atender a aquellos estudios de letras que no están
prohibidos por la iglesia... Sin embargo han elegido la parte mejor aquellos
que dan preferencia al estudio de las santas Escrituras... antes que a otro
género literario... para que todo esto sirva para profundizar más en las
sagradas Escrituras... Es sabido por la experiencia que el estudio de las
letras para las almas religiosas es estímulo de toda virtud45.
Si en este punto nos volvemos a la tradición
monástica para saber que relación hay entre la oración y el trabajo, tenemos a
grosso modo tres respuestas: que la oración y el trabajo se alternan, que se mezclan
una con la otra, que son en oposición. Por el contrario no encontramos nunca la
extraña idea, nacida en tiempos recientes, de que el trabajo sea en sí mismo
oración, y que por consiguiente la oración explícita sea superflua.
aprendido de un ángel a alternar los momentos de oración con los momentos de trabajo, para poner así remedio a la tentación de la acedia. Según él el cansancio de la oración nace de la continua atención de la mente. Ahora bien tal fatiga viene ciertamente aliviada por un trabajo que desarrolle una forma de distensión, sin que llegue a ser por esto una distracción. Nuestras Constituciones afirman:
Las
obras corporales están ordenadas a aquellas espirituales. Es legítimo, por lo
tanto, que estando en la celda preferimos tal vez alguna ocupación manual,
aunque sea simplemente para reposar el espíritu. Tal vez el trabajo manual es
como un ancla que sirve para hacer estable la mente; de hecho este frena el
fluctuar de los pensamientos y consiente al corazón de permanecer largamente
unido a Dios, sin que la mente se canse46.
La experiencia muestra que es propiamente así. ¿El
horario mismo de la jornada no es quizás expresión de una similar alternancia
entre la oración y el trabajo? Por otra parte el ideal de cada uno de nosotros
debe ciertamente ser la unión continua del alma a Dios, a imagen de la comunión
de Jesús con el Padre, y es por esto que las horas litúrgicas sobresalen en
nuestra jornada: estas quieren contribuir a dar a nuestro trabajo y a todas
nuestras otras ocupaciones su calidad de servicio a Dios, en la paz y en el
silencio. Según los antiguos no hay ni separación ni oposición entre la hesychía
y el trabajo. Es verdad que a veces nos lamentamos de tener
demasiado trabajo (algo que puede suceder, naturalmente) y pensamos que ello
nos impide vivir como verdaderos contemplativos, pero quizás la solución está
en el comportamiento contemplativo con el que hacemos este o aquel trabajo.
Thomas Merton hizo un día esta afirmación: “En nuestros monasterios hay
religiosos que hacen todo, oración incluida, con una mentalidad de trabajadores
asalariados, mientras otros hacen todo como hombres de oración”. Y lo que
hacemos es menos importante que el modo como lo realizamos. Podría afirmar de
algunos hermanos aquello que Juan Casiano escribe de ciertos monjes de Egipto:
asiduidad del trabajo que adquieren un notable progreso espiritual y una gran luz de la ciencia47.
¿Cuál será nuestra espiritualidad del trabajo?
El beato Pablo Giustiniani
piensa que nada impide estar unidos a Dios en el trabajo, aunque demasiado a
menudo hacemos experiencia de lo contrario. Lo que impide la unión con el Señor
no es de hecho el trabajo en sí mismo, sino aquello que normalmente lo
acompaña: charlas fútiles e inútiles, murmuraciones, críticas, juicios
temerosos, fantasmadas, fantasmas interiores. Por lo tanto se recomienda el
canto de las “divinas cantinelas”, la meditación de la palabra de Dios que
arroja los “pensamientos” de nuestro corazón y nos mantiene con gran dulzura
atentos a lo esencial. “Una pacífica
ocupación —dicen los padres— es reposo en Dios”. Cuidado con el trabajo frenético, a aquella especie de
voracidad que, en ciertos momentos, traiciona el vacío del corazón, el
aburrimiento que se prueba en el silencio de la celda, las tentaciones de fuga
al mundo; tal vez es también una forma de vanagloria la confrontación con los
hermanos: “Soy yo el que llevo adelante la casa, el que mantengo a la
comunidad”. Nada sería más dañoso para la libertad de nuestra vida interior que
un hermano que se sienta útil.
Ahora quisiera, después de
estas reflexiones teóricas, decir alguna cosa sobre los trabajos que hacemos
concretamente en nuestros yermos. Dejemos aparte, evidentemente, todos aquellos
trabajos que son verdaderamente incompatibles con nuestra vocación solitaria.
Por ejemplo: “A los ermitaños presbíteros, por más urgente que sea la necesidad
del apostolado activo, no les está permitido prestar ayuda fuera del yermo”48, como recitan las
Constituciones. O también: “En el yermo no está admitido el trabajo que
disturbe la soledad, lugar de la búsqueda de Dios”49. Este texto es ciertamente
bastante claro, pero aplicarlo tal vez puede hacerse difícil. De este modo, por
ejemplo, el ruido de un tractor o de una motosierra no le gusta a nadie, pero
hacer un uso discreto parece en cierta medida
celda, del jardín, del conjunto de la casa y de otras ocupaciones análogas: ¡trabajos de los que los ermitaños nunca deberían ser dispensados! De hecho son todas ocupaciones no solamente útiles, sino necesarias y plenamente compatibles con la comunión con Dios, que es ciertamente posible, si es verdad que sólo una parte de nuestros trabajos se cumple en el secreto de la celda solitaria (algo que constituiría el ideal). Por otra parte, también esta última no viene jamás olvidada: tenemos todos el deber de conservar en orden nuestra celda, de limpiar, cultivar y cuidar el pequeño huerto. También debemos hacer un poco de colada personal, reparar esto o lo otro, y cosas similares. Sería verdaderamente deplorable si las actividades que se desarrollan fuera no nos permitiesen este género de trabajo. Sería una señal de alarma: un desequilibrio peligroso para nuestra vida solitaria. Tanto más que el dedicarse a cualquier trabajo tranquilo en la celda comporta una gracia un tanto peculiar. Sin olvidar aquella preocupación por la belleza del yermo de la que hablan nuestras Constituciones, que debe ser objeto de la solicitud de todos los hermanos. Es un aspecto de nuestro trabajo que puede hacernos pensar en los monasterios zen japoneses donde los monjes, con las cestas de jardinero en la mano, cuidan sus maravillosos jardines que rodean sus monasterios.
Nuestros yermos deberían ser espacios de belleza y
sobretodo de belleza espiritual, cierto, aquella belleza que irradia del rostro
de los ermitaños, pero sin olvidar la belleza estética y material. La limpieza,
el orden, el buen gusto influyen mucho más de lo que pensamos sobre nuestras
almas y sobre aquellas personas que nos visitan. Desde el momento en que casi
siempre nuestras comunidades están compuestas por pocos ermitaños, nuestro
trabajo es raramente un trabajo rentable. Este se limita a hacer posible el
tranquilo desarrollo de nuestra vida. ¡Sea bendito el Señor por esto! Al final
de nuestra carrera quizás tendremos la impresión de tener las “manos vacías” o
de la banalidad de nuestras vidas. Sin embargo, si miramos a Nazaret, en la
vida oculta de lo cotidiano no se buscaba la santidad de las cosas, sino la
santidad en las cosas. Solamente el amor da valor a la vida.
-
NOTES
34 Constituciones de la
Congregación de los Eremitas Camaldulenses de Montecorona 51.
35 Ibid. 9,
p. 100.
36 Cf. Ibid. 126.
37
Pedro Damián, Vita di Romualdo 6, en Alle origini di Camaldoli,
p. 115.
38Pedro Damián, Vita di Romualdo 26, en Alle
origini di Camaldoli, p. 142
39 Constituciones del beato Rodolfo 34-35.
40 Concilio Vaticano II, Perfectae caritatis
13.
41B. Paul Giustiniani, Livre de vie des
solitaires et des reclus 10, p. 42
43 Juan Casiano, Instituciones
cenobíticas 10,23, a cargo de L. Dattrino, Ed. Scritti monastici, Abbazia di Praglia 1989, p.
269.
44 Pablo Giustiniani, Regla de la vida
eremítica, p. 90.
45 Pablo Giustiniani, Regla de la vida
eremítica, pp. 73-74.
46 Constituciones de la Congregación de los Eremitas
Camaldulenses de Montecorona 35, p. 112.
47Juan Casiano, Instituciones cenobíticas
2,14, p. 85.
48 Constituciones de la
Congregación de los Eremitas Camaldulenses de Montecorona 87, p.129.
49 Pablo Giustiniani, Regla de la vida
eremítica, p. 87.
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