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viernes, 13 de noviembre de 2015

VIVIR LA VIDA OCULTA (Anonimo camaldulense)




Anonimo camaldulense






VIVIR LA VIDA OCULTA

EN LA BANALIDAD DE LO COTIDIANO



Alguien ha dicho que “la poesía de la vida monástica es su prosa”. Sí, es completamente verdadero, pero para comprenderlo y llegar a admitirlo se necesita un cierto tiempo. Antes de entrar en el yermo, como en la cartuja, normalmente se piensa que desde ese momento uno se dedicará a actividades sublimes y que finalmente se vivirá con hombres excepcionales. En realidad nuestra jornada está hecha de cosas muy pequeñas, a menudo bastante banales que se repetirán en el mañana y en días sucesivos... hasta la muerte o casi. Cuando al poco tiempo descubrimos que nuestros padres y hermanos son limitados como nosotros, imperfectos, con heridas y pecados, como nosotros. ¿Vaya sorpresa? Pero no, ¡busquemos ser realistas y aceptar con humor esta imprevista condición! Esta es una vía de vida y de santidad.

Tomemos, por ejemplo, nuestro trabajo tan humilde, ¡a veces tan banal! Hace unos años había salido un opúsculo bien editado que tenía por autor a uno de nuestros ermitaños, su fin era presentar nuestro género de vida y que no hacía alguna alusión al trabajo cotidiano asegurado por los ermitaños. Aunque nuestras Constituciones hablan claramente que el trabajo forma parte integrante de nuestras jornadas34. También a esto vienen dedicados diversos artículos.

El hecho de que nuestra vida solitaria “enteramente orientada a la unión con Dios en la oración continua y en la contemplación”35 prevea que todos lo ermitaños estén ocupados cada día por diversas horas en varios trabajos manuales o intelectuales para el servicio de la comunidad36 no es visto como un impedimento para nuestra vida contemplativa. Es cierto que ha habido, y habrá todavía, formas de vida solitaria que rechazan el trabajo, visto como un potencial obstáculo para la unión con Dios, que citan la parábola de Jesús: “No trabajéis por el alimento perecedero” (Jn 6, 27). Pero en nuestros yermos camaldulenses, animados por el espíritu de san Romualdo, no es así. Para nosotros el trabajo ha tenido siempre un puesto importante. Se piense en la pequeña colonia eremítica junto a san

Miguel de Cuxa. “Por tres años nos recuerda Pedro Damián Romualdo y Juan Gradenigo vivieron del trabajo de sus propias manos, cavando y sembrando grano”37. Del mismo modo, más tarde, en el yermo de Pereo, se sustituirá el trabajo de artesanía por la agricultura. “Todos los hermanos se ocupaban en trabajos manuales: quien hacía cucharas, quien tejía, quien entretejía redes”38. En Camaldoli, en el siglo XI, las Constituciones atribuidas al beato Rodolfo establecieron que “los ermitaños trabajarán a veces fura de sus celdas, por ejemplo para la recolección de los huertos y de la fruta, la cosecha o también el cultivo del huerto”39.

Como se puede observar, también en los ermitaños primitivos se desarrollaba actividades que ciertamente no constituían una aportación significativa a la vida económica de su tiempo, como al contrario sucederá en el siglo XII para la Orden cisterciense. ¡Estamos bastante lejos de esto! Nuestros trabajos se cumplen muy sencillamente para someter el cuerpo a la ley del trabajo, tal y como se lee en las primeras páginas del Génesis, en las que el hombre ha sido puesto sobre la tierra para cultivarla y custodiarla (cf. Gn 2, 15). Desde el momento en que el trabajo constituye un dato fundamental de la existencia humana es perfectamente natural que nosotros lo amemos en cuanto elemento que concurre a nuestra educación y a nuestra maduración. Por lo tanto el Concilio Vaticano II recuerda que los religiosos deben “obedecer a la ley común del trabajo, y mientras que de este modo se procuran los medios necesarios para su sustento y para sus obras, alejan de sí la excesiva preocupación y se confían a la Providencia del Padre celeste”40. Vivir del propio trabajo, como pobres que se ganan el pan, es seguramente una noble decisión para una comunidad monástica. Cierto, la experiencia muestra que hoy, más que nunca, nuestro trabajo no puede asegurarnos del todo los medios de sustentamiento; tenemos la necesidad de la ayuda de amigos y benefactores, pero somos felices de poder hacer frente a la vida, cada uno según sus propias capacidades y las propias fuerzas, sin recurrir a subterfugios.

Por otra parte, nuestro hermano Pablo Giustiniani observa: “El trabajo... aunque si no fuese necesario procurarse la comida, no sólo es útil, sino indispensable para evitar el ocio, enemigo del alma”41. A
veces pensamos que para llevar bien nuestra vida de oración es importante o al menos deseable tener mucho tiempo para si mismo para leer, estudiar y por lo tanto, estar libres de las actividades de tipo manual. Pero nuestros predecesores en la vida solitaria no eran de tal opinión. Tenían la opinión de que el otium fuese un peligro para el alma y que el trabajo no sólo no fuese un obstáculo para la vida de oración, sino que era un medio para quedar unidos a Dios

sin distracciones. “Haz siempre algún trabajo manual escribe san

Jerónimo al monje Rústico de modo que el diablo te encuentre siempre ocupado”42. De la misma opinión es también Casiano que nos refiere una sentencia de los padres del desierto: “El monje que se dedica al trabajo es tentado por un solo demonio; aquel que vive en el ocio se hace presa de numerosos espíritus!”43. Y podemos interpretar esta palabra en el sentido de que quien trabaja tiene que superar menos obstáculos para estar unido a Dios de aquel que está en el ocio. Por tanto el beato Pablo Giustiniani recomienda: “Cada uno debe hacer de tal modo que tenga más actividad para hacer que tiempo en hacerlas”44; haciendo observar al mismo tiempo que su parecer sobre tales actividades no comprenden solamente los trabajos materiales sino también los elementos constitutivos de la vida contemplativa: la lectio, el estudio, el rezo del salterio, la oración. En otra parte dice a propósito de los estudios:

A los ermitaños les es lícito atender a aquellos estudios de letras que no están prohibidos por la iglesia... Sin embargo han elegido la parte mejor aquellos que dan preferencia al estudio de las santas Escrituras... antes que a otro género literario... para que todo esto sirva para profundizar más en las sagradas Escrituras... Es sabido por la experiencia que el estudio de las letras para las almas religiosas es estímulo de toda virtud45.

Si en este punto nos volvemos a la tradición monástica para saber que relación hay entre la oración y el trabajo, tenemos a grosso modo tres respuestas: que la oración y el trabajo se alternan, que se mezclan una con la otra, que son en oposición. Por el contrario no encontramos nunca la extraña idea, nacida en tiempos recientes, de que el trabajo sea en sí mismo oración, y que por consiguiente la oración explícita sea superflua.

La alternancia entre trabajo y oración ha encontrado su formula más feliz en la Regla de san Benito. Ciertamente ya Antonio había
aprendido de un ángel a alternar los momentos de oración con los momentos de trabajo, para poner así remedio a la tentación de la acedia. Según él el cansancio de la oración nace de la continua atención de la mente. Ahora bien tal fatiga viene ciertamente aliviada por un trabajo que desarrolle una forma de distensión, sin que llegue a ser por esto una distracción. Nuestras Constituciones afirman:

Las obras corporales están ordenadas a aquellas espirituales. Es legítimo, por lo tanto, que estando en la celda preferimos tal vez alguna ocupación manual, aunque sea simplemente para reposar el espíritu. Tal vez el trabajo manual es como un ancla que sirve para hacer estable la mente; de hecho este frena el fluctuar de los pensamientos y consiente al corazón de permanecer largamente unido a Dios, sin que la mente se canse46.

La experiencia muestra que es propiamente así. ¿El horario mismo de la jornada no es quizás expresión de una similar alternancia entre la oración y el trabajo? Por otra parte el ideal de cada uno de nosotros debe ciertamente ser la unión continua del alma a Dios, a imagen de la comunión de Jesús con el Padre, y es por esto que las horas litúrgicas sobresalen en nuestra jornada: estas quieren contribuir a dar a nuestro trabajo y a todas nuestras otras ocupaciones su calidad de servicio a Dios, en la paz y en el silencio. Según los antiguos no hay ni separación ni oposición entre la hesychía y el trabajo. Es verdad que a veces nos lamentamos de tener demasiado trabajo (algo que puede suceder, naturalmente) y pensamos que ello nos impide vivir como verdaderos contemplativos, pero quizás la solución está en el comportamiento contemplativo con el que hacemos este o aquel trabajo. Thomas Merton hizo un día esta afirmación: “En nuestros monasterios hay religiosos que hacen todo, oración incluida, con una mentalidad de trabajadores asalariados, mientras otros hacen todo como hombres de oración”. Y lo que hacemos es menos importante que el modo como lo realizamos. Podría afirmar de algunos hermanos aquello que Juan Casiano escribe de ciertos monjes de Egipto:

No es fácil decidir a que se deba atribuir sus resultados [es decir su alegría interior]: si es que ellos se aplican sin pausa al ejercicio del trabajo manual gracias a su intensidad espiritual, o bien si es por la
asiduidad del trabajo que adquieren un notable progreso espiritual y una gran luz de la ciencia47.

¿Cuál será nuestra espiritualidad del trabajo?

El beato Pablo Giustiniani piensa que nada impide estar unidos a Dios en el trabajo, aunque demasiado a menudo hacemos experiencia de lo contrario. Lo que impide la unión con el Señor no es de hecho el trabajo en sí mismo, sino aquello que normalmente lo acompaña: charlas fútiles e inútiles, murmuraciones, críticas, juicios temerosos, fantasmadas, fantasmas interiores. Por lo tanto se recomienda el canto de las “divinas cantinelas”, la meditación de la palabra de Dios que arroja los “pensamientos” de nuestro corazón y nos mantiene con gran dulzura atentos a lo esencial. “Una pacífica

ocupación dicen los padres es reposo en Dios”. Cuidado con el trabajo frenético, a aquella especie de voracidad que, en ciertos momentos, traiciona el vacío del corazón, el aburrimiento que se prueba en el silencio de la celda, las tentaciones de fuga al mundo; tal vez es también una forma de vanagloria la confrontación con los hermanos: “Soy yo el que llevo adelante la casa, el que mantengo a la comunidad”. Nada sería más dañoso para la libertad de nuestra vida interior que un hermano que se sienta útil.

Ahora quisiera, después de estas reflexiones teóricas, decir alguna cosa sobre los trabajos que hacemos concretamente en nuestros yermos. Dejemos aparte, evidentemente, todos aquellos trabajos que son verdaderamente incompatibles con nuestra vocación solitaria. Por ejemplo: “A los ermitaños presbíteros, por más urgente que sea la necesidad del apostolado activo, no les está permitido prestar ayuda fuera del yermo”48, como recitan las Constituciones. O también: “En el yermo no está admitido el trabajo que disturbe la soledad, lugar de la búsqueda de Dios”49. Este texto es ciertamente bastante claro, pero aplicarlo tal vez puede hacerse difícil. De este modo, por ejemplo, el ruido de un tractor o de una motosierra no le gusta a nadie, pero hacer un uso discreto parece en cierta medida

admisible. “Los ermitaños también aparece subrayado busquen los trabajos más humildes y más abyectos”50. ¿De que se trata aquí sino de aquellos trabajos que quizás no procura particular satisfacción, pero que son absolutamente indispensables al bienestar de los hermanos del yermo? Me refiero por ejemplo a la preparación de las comidas, a la colada, a la limpieza, al mantenimiento de la
celda, del jardín, del conjunto de la casa y de otras ocupaciones análogas: ¡trabajos de los que los ermitaños nunca deberían ser dispensados! De hecho son todas ocupaciones no solamente útiles, sino necesarias y plenamente compatibles con la comunión con Dios, que es ciertamente posible, si es verdad que sólo una parte de nuestros trabajos se cumple en el secreto de la celda solitaria (algo que constituiría el ideal). Por otra parte, también esta última no viene jamás olvidada: tenemos todos el deber de conservar en orden nuestra celda, de limpiar, cultivar y cuidar el pequeño huerto. También debemos hacer un poco de colada personal, reparar esto o lo otro, y cosas similares. Sería verdaderamente deplorable si las actividades que se desarrollan fuera no nos permitiesen este género de trabajo. Sería una señal de alarma: un desequilibrio peligroso para nuestra vida solitaria. Tanto más que el dedicarse a cualquier trabajo tranquilo en la celda comporta una gracia un tanto peculiar. Sin olvidar aquella preocupación por la belleza del yermo de la que hablan nuestras Constituciones, que debe ser objeto de la solicitud de todos los hermanos. Es un aspecto de nuestro trabajo que puede hacernos pensar en los monasterios zen japoneses donde los monjes, con las cestas de jardinero en la mano, cuidan sus maravillosos jardines que rodean sus monasterios.

Nuestros yermos deberían ser espacios de belleza y sobretodo de belleza espiritual, cierto, aquella belleza que irradia del rostro de los ermitaños, pero sin olvidar la belleza estética y material. La limpieza, el orden, el buen gusto influyen mucho más de lo que pensamos sobre nuestras almas y sobre aquellas personas que nos visitan. Desde el momento en que casi siempre nuestras comunidades están compuestas por pocos ermitaños, nuestro trabajo es raramente un trabajo rentable. Este se limita a hacer posible el tranquilo desarrollo de nuestra vida. ¡Sea bendito el Señor por esto! Al final de nuestra carrera quizás tendremos la impresión de tener las “manos vacías” o de la banalidad de nuestras vidas. Sin embargo, si miramos a Nazaret, en la vida oculta de lo cotidiano no se buscaba la santidad de las cosas, sino la santidad en las cosas. Solamente el amor da valor a la vida.
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NOTES
 


34 Constituciones de la Congregación de los Eremitas Camaldulenses de Montecorona 51.

35 Ibid. 9, p. 100.

36 Cf. Ibid. 126.

 37 Pedro Damián, Vita di Romualdo 6, en Alle origini di Camaldoli, p. 115. 


38Pedro Damián, Vita di Romualdo 26, en Alle origini di Camaldoli, p. 142


39 Constituciones del beato Rodolfo 34-35.

40 Concilio Vaticano II, Perfectae caritatis 13.

41B. Paul Giustiniani, Livre de vie des solitaires et des reclus 10, p. 42

42 Jerónimo, Lettere 125,11, a cargo de S. Cola, Città Nuova, Roma 1962-, vol. IV, p. 125.

43 Juan Casiano, Instituciones cenobíticas 10,23, a cargo de L. Dattrino, Ed. Scritti monastici, Abbazia di Praglia 1989, p. 269.


44 Pablo Giustiniani, Regla de la vida eremítica, p. 90.

45 Pablo Giustiniani, Regla de la vida eremítica, pp. 73-74.

46 Constituciones de la Congregación de los Eremitas Camaldulenses de Montecorona 35, p. 112.

 47Juan Casiano, Instituciones cenobíticas 2,14, p. 85.

48  Constituciones de la Congregación de los Eremitas Camaldulenses de Montecorona 87, p.129.
         
49 Pablo Giustiniani, Regla de la vida eremítica, p. 87.

50 Ibid..

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