El
conocimiento y el recuerdo constante de Dios sirven mucho para
santificarnos;
igual se ha de decir del conocimiento de sí mismo.
Del conocimiento de sí mismo
infinitamente digno de ser amado; el conocimiento de nosotros mismos
también nos lleva, mas indirectamente, a demostrarnos la necesidad absoluta
que de él tenemos para hacer más perfectas las buenas cualidades que nos ha
regalado, y para remediar nuestras hondas miserias.
Expondremos, pues,
1º la necesidad de ese conocimiento;
2º su objeto,
3º los medios de llegar a él.
1º NECESIDAD DEL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO
Dos palabras bastarán para convencernos de ello.
A) Quien no se conozca, imposible moralmente es que pueda
perfeccionarse. Porque se forjará ilusiones acerca de su estado, y vendrá a
caer, ora en un optimismo presuntuoso, creyéndose ya perfecto, ora en el
desaliento, que exagerará las faltas y pecados; en ambos casos el resultado es
el mismo, o sea, la inacción, o, por lo menos, el cesar en la energía y
continuidad del esfuerzo: la tibieza. ¿Cómo, por otra parte, podremos
corregir las faltas que no conocemos, o no conocemos bien; practicar las
virtudes, fomentar las buenas cualidades de que solamente tenemos un
concepto vago y confuso?
B) Por el contrario, el conocimiento claro y verdadero de nuestra alma
nos estimula a la perfección: nuestras buenas cualidades nos mueven a dar
gracias a Dios correspondiendo con mayor generosidad a la gracia; nuestras
faltas, y la conciencia de nuestro poco poder, nos demuestran que aún nos
queda mucho por hacer, y que importa no perder ocasión alguna de
adelantar. Así, pues, nos valemos de todas las ocasiones para desarraigar, o,
por lo menos, debilitar, mortificar y refrenar nuestros vicios, y para fomentar
y desarrollar nuestras buenas cualidades. Y, porque tenemos conciencia de
nuestra incapacidad, pedimos humildemente a Dios la gracia de adelantar
cada día, y, confiados en su poder, esperamos y deseamos el triunfo: cosa que
da mucho aliento y constancia en el esfuerzo.
2º OBJETO DEL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO
Advertencias generales. Para que ese conocimiento sea más eficaz, es
menester que comprenda todo cuanto hay en nosotros,, buenas cualidades y
defectos, dones naturales y sobrenaturales, inclinaciones y repugnancias, y
juntamente la historia de nuestra vida, de nuestras faltas, nuestros trabajos,
nuestro adelantamiento; hemos de estudiar todo ello sin pesimismo, pero con
imparcialidad, con recta conciencia iluminada por la fe.
a) Se han de comprobar sinceramente, sin falsa humildad, las buenas dotes
con que Dios nos haya adornado; no para vanagloriarnos, sino para dar las
gracias convenientes al que nos las ha dado; y para cultivarlas
cuidadosamente: son ellas los talentos que nos ha confiado el Señor, y de los
cuales nos habrá de pedir cuenta. Vastísimo es el campo que en ellas hemos
de explorar, porque en él se encierran los dones naturales y los
sobrenaturales: unos, que hemos recibido directamente de Dios; otros, que
nos han comunicado nuestros padres con la educación; y otros, que hemos
adquirido nosotros con nuestro propio esfuerzo, ayudados de la gracia.
b) Pero también es menester mirar valerosamente de frente nuestras
miserias y pecados. Sacados de la nada, hacia ella tendemos sin cesar; no
podemos subsistir ni obrar sin el concurso de Dios. Inclinados al mal por la
triple concupiscencia (n.193 ss.), hemos hecho más fuerte esa inclinación con
nuestros pecados actuales y los malos hábitos que son consecuencia de ellos;
es menester confesarlo así humildemente, y, sin caer en el desaliento, poner
manos a la obra, con la gracia divina, para curar esas heridas con el ejercicio
de las virtudes cristianas para acercarnos de esa manera a la perfección de
nuestro Padre celestial.
Aplicaciones.
Para hacer con orden ese examen podemos repasar uno
por uno nuestros dones naturales y sobrenaturales guiándonos por una
especie de cuestionario que hará más fácil la tarea.
A) Por lo que hace a los dones naturales, preguntémonos, puestos en la
presencia de Dios, cuáles son las tendencias principales, que son como las
características de nuestras facultades, siguiendo un orden estrictamente
filosófico, pero sencillamente práctico.
a)Con respecto a la sensibilidad
:¿domina ella en nosotros, o la razón y la voluntad?
Andan siempre las dos mezcladas en cada uno de nosotros, mas
nunca en la misma proporción en todos. Nuestro amor, ¿es más de
sentimiento que de voluntad o de abnegación?
¿Somos señores de nuestros sentidos externos, o esclavos suyos? ¿Qué
dominio tenemos sobre la imaginación y la memoria? ¿Acaso son
inconstantes en demasía, y andan siempre ocupadas con vanos sueños?
Acerca de nuestras pasiones: ¿están bien dirigidas y moderadas? ¿Predomina
en ellas la sensualidad, la soberbia o la vanidad?
¿Somos apáticas, flojos, descuidados, perezosos? Si fuéremos tardos, ¿somos
siquiera constantes en nuestros esfuerzos?
b) El entendimiento:
¿es vivo y claro, pero superficial; o tardo y
penetrante? ¿Somos dados a las cosas de entendimiento, especulativos; o
somos hombres prácticos, que estudiamos para el amor y la acción? ¿Cómo
cultivamos nuestra inteligencia? ¿Con descuido, o con energía? ¿Qué éxito
hemos tenido? ¿Cuáles son nuestros métodos de trabajo? ¿No podríamos
perfeccionarlos?
¿Somos apasionados en nuestros juicios; obstinados en nuestras opiniones?
¿Escuchamos a los que no piensan como nosotros, y asentimos a lo que está
puesto en razón de lo que ellos dicen?
c) La voluntad:
¿es floja, inconstante; o fuerte y perseverante? ¿Qué
hacemos para educarla? Ella es la reina de nuestras facultades; mas no puede
serlo sino con mucho tacto y energía. ¿Qué hacemos para asegurar su
señorío sobre nuestros sentidos exteriores e interiores, sobre el ejercicio de
nuestras facultades intelectuales, para comunicarle mayor energía y
constancia? ¿Somos hombres de convicciones? ¿Las reafirmamos de vez en
cuando? ¿Ejercitarnos nuestra voluntad en las cosas menudas, en los
sacrificios pequeños de cada día?
d) El carácter tiene importancia capital en nuestro trato con el prójimo:
un buen carácter, que sabe acomodarse al carácter de los demás, es un
poderoso auxiliar para el apostolado; un mal carácter es uno de los mayores
obstáculos para hacer el bien. Un hombre de carácter es aquel que tiene
firmes convicciones, y se esfuerza con firmeza y perseverancia en conformar
a ellas su conducta. El buen carácter es una mezcla de bondad y de firmeza,
de dulzura y de fortaleza, de franqueza y de tacto, que hace sea estimado
quien lo posee y amado de cuantos tienen trato con él. El mal carácter es el
falto de franqueza, de bondad, de prudencia o de fortaleza, o el que, dejando
prevalecer el egoísmo, es áspero en sus maneras, y su dueño se hace
desagradable y, a veces, odioso al prójimo. Es, pues, un elemento capital muy
digno de ser estudiado.
e) Los hábitos: nacen de la repetición de los mismos actos, y dan cierta
facilidad para volver a poner actos análogos con prontitud y delectación.
Importa mucho, pues, ver cuáles hemos ya contraído, para confirmarlos, si
son buenos; para desarraigarlos, si fueren malos.
Lo que en la segunda parte diremos sobre los pecados capitales y las
virtudes, nos ayudará mucho en su investigación.
B) Nuestros dones sobrenaturales.
Por estar nuestras facultades sumergidas en lo sobrenatural,
no nos conoceremos del todo, si no
pusiéremos nuestra consideración en los dones sobrenaturales con los que
nos enriqueció el Señor. Ya los expusimos más arriba (n. 119 ss.); pero es
muy diversa la gracia de Dios en su modo de obrar, multiformis gratia Del e
importa mucho estudiar su acción especial dentro de nuestra alma.
a) Los impulsos que nos comunica hacia ésta o la otra vocación, hacia una u
otra virtud de la docilidad en corresponder a estos movimientos de la gracia,
depende nuestra santificación.
1) Hay momentos decisivos en la vida, en los que la voz de Dios se oye más
fuerte y con mayor imperio: escucharla y obedecer a ella es de capital
importancia.
2) Hemos de ver si de esos impulsos hay alguno que
a) Sea dominante, que nos
venga con mayor frecuencia, inclinándonos hacia un determinado género de
vida, o modo de hacer la oración, o ejercicio de virtud: ésa será la vía especial
por la que el Señor quiere que caminemos; importa mucho entrar por ella
para que nos coja la corriente de la gracia.
b) Además de los impulsos, hemos de examinar nuestras resistencias a la
gracia, nuestros desfallecimientos, nuestros pecados, para detestarlos,
repararlos y evitarlos en lo venidero. Es un estudio penoso y humillante,
sobre todo si se hace como es debido y por menudo, pero es muy provechoso;
porque por un lado nos ayuda a practicar la humildad, y por otro nos obliga
a ponernos confiadamente en las manos de Dios, que es el único que puede
sanarnos de nuestras flaquezas.
3º DE LOS MEDIOS A PROPÓSITO PARA ALCANZAR ESTE CONOCIMIENTO
Advirtamos primeramente que el conocimiento perfecto de sí mismo es cosa difícil
a) Atraídos, como lo somos, por las cosas de fuera, no gustamos de entrar
dentro de nosotros mismos para ver y examinar el pequeño mundo invisible
que dentro llevamos; soberbios, aún menos queremos comprobar nuestros
defectos.
b) Nuestros actos interiores son muy complejos: hay en nosotros dos
hombres, como dice San Pablo, y muchas veces sobreviene un conflicto y
alboroto entre ellos. Para separar lo que procede de la naturaleza de lo que
procede de la gracia; lo que es voluntario de lo que no le es, hace falta mucha
atención, perspicacia, buena intención, valor y perseverancia. Solamente así
y poco a poco veremos claro; una verdad traerá consigo otra, y ésta
preparará el camino para un conocimiento aún más profundo.
Puesto que por medio de los exámenes de conciencia llegamos a
conocernos a nosotros mismos, vamos ahora, para facilitar su ejercicio, a dar
algunas reglas generales, proponer un método, y señalar los afectos que han
de ir juntos con los dichos exámenes.
A) Reglas generales.
a) Para examinarse bien, lo primero que es
menester es invocar las luces del Espíritu Santo, que registra los riñones y el
corazón, y rogarle nos muestre los pliegues de nuestra alma,
comunicándonos para ello el don de ciencia, uno de cuyos oficios es
ayudarnos a conocernos a nosotros mismos para llevarnos a Dios.
b) Luego hemos de ponernos delante de Jesús, dechado perfecto, que
debemos copiar en nosotros todos los días, adorarle, y admirar, no solamente
sus obras exteriores, sino más aún sus buenas cualidades interiores. Entonces
conoceremos más claramente nuestras faltas e imperfecciones, por la
oposición que echaremos de ver entre nosotros y el divino modelo. Mas no
hemos de desalentarnos, porque también es Jesús el médico de las almas, que
no otra cosa desea que curar nuestras llagas y sanarlas. Confesarnos, por
decirlo así, con él, y pedirle perdón es un excelente ejercicio.
c) Entonces será cuando entraremos en lo más hondo de nuestra alma:
de los actos exteriores subiremos hasta las cualidades interiores que los
inspiran y son su causa. Así, cuando hubiéremos faltado a la caridad,
miraremos si fue por ligereza, odio o envidia o por hacer gracia, o por hablar.
Para apreciar debidamente el carácter moral del acto, o sea, la
responsabilidad, examinaremos si fue voluntario en sí o en su causa; sí lo
hicimos con pleno conocimiento de su malicia, o sólo con una
semiadvertencia; si con consentimiento pleno, o a medias. Al principio todo
esto parece oscuro, pero va aclarándose poco a poco.
Para ser más imparciales en nuestros juicios, hemos de ponernos en la
presencia del Soberano Juez, y oírle que nos dice con mucha bondad, pero
también con autoridad: redde rationem villicationis tuae. Entonces
procuraremos responderle con tanta verdad, con cuanta le responderemos en
el día postrero.
d) Es a veces útil, especialmente para los que comienzan, hacer el
examen por escrito, para fijar más la atención y poder comparar el resultado
de cada día y de cada semana. Mas, si así se hiciere, se ha de huir de toda
vanagloria y pretensión literaria, y tomar las debidas precauciones para que
los apuntes no puedan ser vistos de ojos profanos. Si se usare de un tablero o
pizarra, importa mucho precaverse contra la rutina o la superficialidad en el
examen. De todas las maneras, llega generalmente un tiempo en que valdrá
más prescindir de ese medio y acostumbrarnos a examinarnos sencillamente,
en la presencia de Dios, al final de nuestras obras principales, para hacer
luego el resumen al cabo del día.
En esto, como en todo lo demás, seguiremos los consejos de un sabio
director, y le pediremos nos ayude a conocernos a nosotros mismos; por ser
un observador desinteresado y experimentado, ve generalmente mejor que
nosotros el fondo de nuestra conciencia, y aprecia con mayor imparcialidad
el valor de nuestros actos.
B) Métodos para examinar la propia conciencia.
Todos confiesan que
San Ignacio los perfeccionó mucho. En sus Ejercicios espirituales distingue
cuidadosamente el examen general del particular: el primero versa sobre
todas las obras del día; el segundo, sobre un punto especial, que puede ser un
defecto que se quiere corregir, o una virtud que se desea alcanzar. Pero
pueden hacerse los dos al mismo tiempo, y entonces basta, para el examen
general, con echar una ojeada sobre las obras del día para ver las faltas
principales; y luego se pasa al examen particular, que es mucho más
importante que el otro.
a) El examen general, que todo buen cristiano debe hacer para
conocerse y reformarse, encierra cinco puntos, nos dice San Ignacio.
1) «El primer punto es dar gracias a Dios nuestro Señor por los beneficios
recibidos». Es un excelente ejercicio, que consuela y santifica a la vez,
porque prepara para la contrición al poner de manifiesto nuestra ingratitud,
y hace que pongamos en Dios nuestra confianza.
2) «El segundo pedir gracia para conocer los pecados, y lanzallos». El querer
conocernos es para enmendarnos, y ninguna de estas dos cosas podremos
hacer sin la ayuda de la gracia de Dios.
3) «El tercero, demandar cuenta al ánimo desde la hora que se levantó hasta
el examen presente, de hora en hora o de tiempo en tiempo: y primero del
pensamiento, y después de la palabra, y después de la obra, por la misma
orden que se dijo en el examen particular».
4) «El cuarto, pedir perdón a Dios nuestro Señor de las faltas.» Es menester
no olvidar que la contrición es el elemento principal del examen, y obra de la
gracia.
5) «El quinto, proponer enmienda con su gracia. Pater noster». El propósito,
para ser práctico, ha de versar sobre los medios para la enmienda: porque
quien quiere el fin, quiere los medios. El rezo del Padre nuestro,
poniéndonos delante de los ojos la gloria de Dios que debemos procurar, y
uniéndonos con Jesucristo para pedir el perdón de nuestras faltas, y gracia
para evitarlas en lo venidero, termina muy a propósito el examen.
b) El examen particular es, según San Ignacio, aún más importante que
el examen general y que la misma oración, porque, por medio de él, peleamos
derechamente con nuestros defectos, uno después de otro, para mejor
vencerlos. Además que, examinándonos a fondo sobre una virtud de
importancia, no sólo adquiriremos ésta, sino también todas las demás que a
ella se refieren: así, el adelantar en la obediencia, es hacer al mismo tiempo
actos de humildad, de mortificación, y de fe; y, de la misma manera, el
conseguir la humildad, es justamente hacerse perfecto en la obediencia, en el
amor de Dios, en la caridad; por ser la soberbia el mayor obstáculo para el
ejercicio de esas virtudes. Mas para esto es necesario guardar algunas reglas
en la elección de la materia del examen, y en el modo de hacerle.
Elección de materia.
1) En general hemos de atacar el defecto
dominante esforzándonos en practicar la virtud contraria: el dicho defecto es
el gran obstáculo, el general en jefe del ejército contrario, y, una vez vencido,
todo su ejército se pondrá en huida.
2) Luego de escogida la materia, se comenzará por evitar las manifestaciones
exteriores del defecto aquel, para quitar todo aquello que turba o escandaliza
al prójimo, así, en la caridad, se comenzará por disminuir o suprimir las
palabras o acciones contrarias a esa virtud.
3) Mas no hemos de quedarnos ahí, sino pasar enseguida adelante, a la causa
interna de nuestras faltas, por ejemplo, a los afectos de odio, o al deseo de
sobresalir en la conversación, etc., que pudieran ser el origen de ellas.
4) Importa mucho no limitarse al aspecto negativo de las virtudes, o a la
lucha contra los defectos; sino que se ha de practicar cuidadosamente la
virtud opuesta a ellos: no se suprime de verdad sino lo que se sustituye.
5) Por último, para adelantar con mayor seguridad, dividiremos la materia de
nuestro examen según los grados de las virtudes, de manera que no
acometamos de una vez toda la virtud., sino sólo algunos actos que dicen
mejor con nuestras particulares necesidades. Así, en la humildad, nos
ejercitaremos primeramente en los que se podrían llamar la negación u olvido
de sí mismo, hablando poco, dejando a los otros, por medio de discretas
preguntas, el uso de la palabra, gustando de la oscuridad, de la vida oculta, etc.
Modo de hacerle.
Contiene en sí, nos dice San Ignacio, tres tiempos y
dos veces de examinarse cada día.
1) «El primer tiempo es, que a la mañana, luego en levantándose
debe el hombre proponer de guardarse con diligencia de aquel pecado
particular o defecto que se quiere corregir y enmendar.» Este tiempo es
breve: basta con dos o tres minutos mientras nos vestimos.
2) «El segundo, después de comer, pedir a Dios nuestro Señor lo
que el hombre quiere, es a saber, gracia para acordarse cuántas veces ha
caído en aquel pecado particular o defecto, y para se enmendar adelante, y
consequenter haga el primer examen, demandando cuenta a su ánima de
aquella cosa propósita y particular de la cual se quiere corregir y enmendar,
discurriendo de hora en hora o de tiempo en tiempo, comenzando desde la
hora que se levantó, hasta la hora y punto del examen presente, y haga en la
primera línea de la = tantos puntos cuantos ha incurrido en aquel pecado
particular o defecto; y después proponga de nuevo enmendarse hasta el
segundo examen que hará.» El tiempo que generalmente dedican a este
examen las almas fervorosas es un cuarto de hora.
El examen particular se hace según el método que se indicó
para el examen general. Pero además se apuntan las faltas para mejor
acordarse de ellas, y hacer luego las comparaciones de que habla San Ignacio
en las adiciones que siguen: «como la primera línea de la significa el primer
examen, y la segunda línea el segundo examen, mire a la noche si hay
enmienda de la primera línea a la segunda, es a saber, del primer examen al
segundo. Conferir el segundo día con el primero, es a saber, los dos exámenes
del día presente con los otros dos exámenes del día pasado, y mirar si de un
día para otro se ha enmendado. —Conferir una semana con otra, y mirar si
se ha enmendado en la semana presente de la pasada.» La utilidad de estas
comparaciones es que estimulan nuestros deseos de enmienda: al comparar
las pérdidas con las ganancias, nos sentimos movidos a redoblar los esfuerzos
para aumentar éstas y disminuir aquellas.
También para conseguir el mismo efecto aconseja San Ignacio que,
cada vez que el hombre cae en aquel pecado o defecto particular, ponla la
mano en el pecho, para moverse interiormente a contrición. Echase de ver a
las claras que, tanto cuidado en reparar las faltas, aun las más pequeñas, no
puede menos de apresurar le enmienda de nuestra vida.
Aunque este método parece un poco complejo a primera vista, no lo es
tanto en la práctica; y, si no se puede dedicar mucho tiempo a ello, puede
condensarse lo esencial de los actos en un tiempo menor, por ejemplo, en diez
minutos por la noche. Si previéremos que no podremos hacer el examen de la
noche, puédese dedicar a ello un rato de la visita al Santísimo Sacramento.
C) Disposiciones con que ha de hacerse el examen.
Para que el examen
de conciencia, general o particular, pueda unirnos con Dios más
estrechamente, ha de ir junto con afectos o disposiciones de ánimo, que son,
por decirlo así, el alma del examen. Señalaremos los principales que son:
agradecimiento, contrición, propósito y súplica
a) Lo primero de todo ha de ser un afecto de vivo agradecimiento a Dios,
que, durante todo el día, nos ha guardado con paternal providencia,
defendido contra las tentaciones, y librado de muchas faltas; porque, sin el
socorro de su gracia, habríamos caído en innumerables pecados. Nunca
podremos darle las gracias debidas, sino de un modo práctico, usando de
mejor manera de los dones divinos.
b) Este afecto producirá dentro de nosotros una contrición verdadera,
tanto más profunda, cuanto mayores han sido los beneficios recibidos y el
abuso que de ellos hemos hecho para ofender a un Padre tan bueno y
misericordioso. De aquí brotará una humildad sincera, que nos hará ver, por
propia experiencia, nuestra fragilidad, impotencia e indignidad; y nos
abrazaremos gozosos con la confusión que nos produce la consideración de
nuestras repetidas caídas, teniéndonos por dichosos de ensalzar por ello la
infinita misericordia de un Padre siempre inclinado a perdonar, y nos
gozaremos de que nuestra miseria haga resaltar más la infinita perfección de
Dios. Estas disposiciones de ánimo no serán de momento, sino que
perdurarán con el espíritu de penitencia, que nos pondrá a menudo delante
de los ojos nuestras faltas: «Peccatum meum contra me est semper!»
c) De aquí nacerá la voluntad firme de purgarlos y de enmendarnos: de
purgarlos por medio de las obras de penitencia, cuidando de imponemos
alguna por nuestras faltas para refrenar el amor al placer, origen de nuestros
pecados; de enmendarnos, determinando los medios que hemos de poner
para disminuir el número de nuestras faltas. Esa voluntad estará muy limpia
de presunción, que, haciéndonos confiar demasiado en nuestra buena
voluntad y energía, nos privaría de muchas gracias y nos expondría a nuevas
imprudencias y caídas. Mas se apoyará con toda confianza en la
omnipotencia e infinita bondad de Dios, que siempre está pronto para acudir
en nuestro socorro, cuando estamos convencidos de nuestra falta de poder.
d) Y, para implorar ese socorro divino, acabaremos con una súplica,
tanto más humilde y apremiante, cuanto que la consideración de nuestros
pecados nos ha hecho perder la confianza en nosotros mismos. Sabiendo que
no somos capaces de evitar el pecado con nuestras propias fuerzas, ni, mucho
menos, subir hasta Dios por la práctica de las virtudes, pediremos a Dios
desde lo más hondo de nuestra miseria, fundándonos en los méritos infinitos
de Jesús, que baje hasta nosotros, nos saque de esta ciénaga el, que nos
hundimos, nos limpie del pecado y de sus causas, y nos levante hasta él.
Con estas buenas disposiciones, aún más que por la rebusca minuciosa de
nuestras faltas, poco a poco el alma se transforma con la acción de la gracia.
CONCLUSIÓN
Así, pues, el conocimiento de sí mismo, junto con el conocimiento de Dios,
no puede menos de favorecer la unión íntima y afectuosa del alma con Dios.
Él es la perfección infinita, y nosotros la
extrema pobreza; hay, pues, cierta connaturalidad y proporción entre los dos:
en Él hallamos todo lo que a nosotros nos falta. Bájase Él hasta nosotros para
darnos su amor, y llenarnos de beneficios; tendemos nosotros hacia Él, como
hacia el Ser único que puede subsanar nuestro déficit, que puede remediar
nuestra irremediable flaqueza. Sedientos de felicidad y de amor, en Él
hallamos el uno y la otra; que por el amor que nos tiene, cumple todos los
deseos de nuestro corazón, y nos da a la vez la perfección y la felicidad.
Digamos una vez más aquello tan sabido:
Noverim te, Domine, ut amem te, noverim me ut despiciam me.
.(Tanquerey)
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