EL MONACATO ORIENTAL
Entre las comunidades cristianas primitivas, la forma más extendida y
admirada de tender a la perfección cristiana era la práctica de la
continencia, libremente abrazada por un cierto número de cristianos de
ambos sexos. Se los conocía en las iglesias como gentes más austeras que
las otras al hacer profesión de virginidad. Formaban un grupo aparte y
se les trataba con veneración y respeto en las asambleas cristianas.
Los vírgenes o continentes vivían, sin embargo, en medio del mundo. Permanecían en el seno de sus respectivas familias y participaban en la vida común de la sociedad cristiana. Fue únicamente mas tarde (a finales del s. III y principios del IV) cuando comenzaron a retirarse a la soledad del desierto o a vivir en comunidades cenobíticas.
En muchas iglesias, para preservar a los ascetas y a las vírgenes de los peligros que les amenazaban en medio del siglo, se les impuso a principios del s. IV una regla más severa que la que habían observado en los siglos precedentes. En muchos aspectos se parecía a la de los futuros monjes. Someterse a ella era como una garantía de perseverancia. Esta regla se expone principalmente en el tratado Sobre la virginidad, atribuido falsamente a San Atanasio, en los escritos de San Ambrosio destinados a las vírgenes y en varias cartas de San Jerónimo.
Según esta regla, las vírgenes podían continuar en sus casas particulares, pero debían evitar las salidas inútiles, orar en los momentos prescritos, ayunar y hacer limosnas.
Las oraciones prescritas consistían en la recitación de salmos a las horas tradicionales de tercia, sexta y nona, en honor de la condenación a muerte del Salvador, de su crucifixión y de su muerte en la cruz. Por la noche, a la hora en que Cristo resucitó, debían levantarse para cantar salmos.
Todos estos ejercicios se celebraban en común, a ser posible, por varias vírgenes, que se reunían para ello. En Jerusalén, los continentes de ambos sexos se reunían en la iglesia del Anastasio, en los mismos momentos del día y de la noche, para recitar los salmos juntamente con el clero. En Roma, a mediados del s. IV, dos ilustres matronas, Asela y Marcela, reunían en su casa del Aventino a vírgenes y viudas para la salmodia y la lectura de los libros santos.
A estas plegarias, reglamentadas y obligadas en cierto modo, unían las vírgenes otras varias a titulo voluntario y privado. Una virgen debía orar, en efecto, constantemente; de pie o sentada, trabajando, comiendo, al entregarse al descanso y al levantarse. Debía meditar la Sagrada Escritura, especialmente el salterio, libro que el sol naciente debería encontrar siempre entre las manos de una virgen.
Los vestidos de las vírgenes debían ser de color negro. Sobre la cabeza llevaban un velo del mimo color, que les había sido impuesto solemnemente por el obispo en la ceremonia de su consagración a Dios. Se les prescribía cubrir sus brazos hasta los dedos de las manos y cortarse el pelo alrededor de la cabeza.
El ayuno era riguroso, a no ser que las necesidades de la salud lo suavizaran un poco. Duraba todo el año. La comida única se tomaba después de nona (tres de la tarde) y consistía en pan y legumbres cocidas con aceite. La comida, precedida de oraciones y seguida de acción de gracias, la tomaban frecuentemente en común con otras vírgenes.
En cuanto a la limosna, la hacia la virgen partiendo su comida con mujeres pobres. Se la exhortaba también a visitar a los enfermos y a prestarles los servicios que les fueran necesarios.
Como se ve, la mayor parte de los ejercicios religiosos de los ascetas y las vírgenes se hacían en comunidad. Es porque a la observancia de una regla está mucho mas asegurada bajo el impulso de la vida común que cuando se la deja a la simple iniciativa privada.
Por la creación de estas comunidades y los reglamentos impuestos a los continentes que vivían en el mundo, no aparecían a los ojos de muchos de ellos como medios suficientes de preservación. Los que querían salvarse a toda costa y reducir al mínimo los peligros de perderse sentían la necesidad de poner entre ellos y las seducciones del mundo una barrera infranqueable. Por otra parte, permaneciendo con sus propias familias, apenas les era posible practicar con perfección el renunciamiento evangélico y vivir como verdaderos ascetas. Poco a poco formaron el proyecto de despojarse de todos sus bienes, abandonar su familia y su patria y retirarse a la soledad. Allí, en la más completa pobreza, al abrigo de los peligros del siglo, no se ocuparían más que de Dios y de su salvación eterna.
Los primeros anacoretas vivían alrededor de las ciudades y aldeas. El mismo San Antonio, al principio de su vida eremitita, vivió durante cierto tiempo cerca de Queman, su pueblo natal.
Pero esto estaba todavía demasiado cerca de la sociedad de los hombres. Numerosos visitantes venían a turbar la paz de los solitarios. Sus parientes acudían a visitarles con frecuencia y, a veces, les acusaban de haberles abandonado en sus necesidades. En el mundo (les decían) hubiera sido posible, e incluso fácil, adquirir grandes riquezas y un nombre famoso. El cebo, en fin, de los placeres paganos, demasiado cercano para pasar inadvertido, ponía la virtud de los jóvenes eremitas en un verdadero peligro. En le desierto, lejos del mundo habitado, estos obstáculos desaparecían. Había que refugiarse en él.
Ilustres precursores habían, por otra parte, precedido a los solitarios. El profeta Elías y San Juan Bautista (por no citar más que dos famosos) habían habitado en los desiertos y se habían elevado por la oración y las austeridades a una muy alta santidad. Había que esforzarse en imitarlos.
En el desierto, en fin, se pondrían al abrigo de las persecuciones. Era una prueba tan temible la de los suplicios. Habían apostatado tantos cristianos en la terrible persecución de Decio en los años 249-251. ¿No seria más sabio y prudente, cuando se pudiera hacer sin traicionar ningún deber, huir al desierto para no exponer al peligro de renegar de la fe?
El historiador entrevé así algunos de los motivos que impulsaron a tantos cristianos del siglo IV a poblar los desiertos. El monaquismo fue una transformación del antiguo ascetismo, perfectamente explicable por las circunstancias históricas y que no debe nada (como pretenden ciertos críticos) a instituciones extrañas al cristianismo.
El monacato oriental floreció, sobre todo, en Egipto. Como es sabido, Egipto se divide en tres partes principales: el Bajo-Egipto, al norte, cerca del delta del Nilo, donde se encuentran Alejandría, El Cairo y Menfis; al sur de Menfis; Licópolis y Panopolis; hacia la región tebaida, y al sur el Alto-Egipto o Tebaida, región de Tebas, capital de la comarca, que confina con Etiopia. El monacato floreció en las tres regiones.
II. LOS ANACORETAS
1. San Antonio de Egipto.
De pocos santos de la antigüedad se conocen tantos datos biográficos como de San Antonio Abad, gracias a la Vida del santo que escribió su gran amigo San Atanasio. Por ella sabemos que San Antonio había nacido el año 250 en Queman, en la región del Egipto Medio, cerca de Heracleópolis. De familia acomodada, al morir sus padres quedó al frente de la casa con una hermanita menor. Seis meses más tarde, al entrar un día en una iglesia, oyó al predicador repetir las palabras evangélicas: si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes y dalo a los pobres…; y viendo en ello un aviso del cielo dirigido particularmente a él mismo, ejecutó al punto el consejo evangélico: vendió todos sus bienes, dejó a su hermanita al cuidado de un grupo de vírgenes y rompiendo todas las cadenas que le ataban al mundo, a imitación de un asceta que vivía en las afueras del pueblo, comenzó en una como pequeña ermita una vida del todo retirada y penitente.
Quince años más tarde se retiró más profundamente del contacto con los hombres a las montañas de Pispir, todavía en el Egipto-Medio, cerca del mar Rojo. Se instaló en una vieja fortaleza abandonada en medio de un espantoso desierto, si bien provista de abundante agua. Convino Antonio con un amigo que le trajese pan dos veces al año (en Tebas duraba el pan incorrupto hasta un año y era costumbre tebana guardarlo para seis meses). Inmediatamente procedió a defender su soledad levantando un muro que le aislase por completo de la vista y trato de los hombres, de tal forma que ni aun hablaba con su amigo, quien le arrojaba el pan por encima del muro y de igual forma recogía las espuertas que hacia Antonio para huir de la ociosidad con el trabajo de sus manos. Tenía entonces treinta y cinco años y corría el 282 de nuestra era.
Allí pasó veinte años sin interrupción. Las gentes venían a pedirle consejos, consuelos y milagros, aunque no se dejaba ver de nadie. Un día ya no pudo contenerle la impaciencia de sus admiradores y derribaron el muro construido por Antonio. Habían pasado veinte años y no se notaban en su rostro ni en su aspecto huellas de la extrema dureza de su ascesis. Todo él respiraba serenidad e íntima pureza.
Pronto se llenó la montaña de hombres que iban a pedirle alientos y fuerzas para llevar una vida semejante a la suya. Constantemente resonaban en ella las divinas alabanzas. Se practicaba una pobreza heroica, una caridad perfecta. Los eremitas vivían solos o en pequeños grupos. Antonio nunca fue propiamente su superior; era, simplemente, una norma de vida, un ejemplo a imitar. Curaba enfermos, expulsaba demonios, enseñaba a amar al prójimo con perfección; amaestraba en la lucha contra el diablo, cuyos ardides y la forma de protegerse de ellos conocía perfectamente a través de las grandes luchas que tuvo que librar contra el espíritu del mal.
Pero sus ansias de completa soledad no se habían extinguido, sino antes se habían robustecido con el trato no buscado de los hombres. Hacia el año 323, teniendo ya setenta y tres años de edad, se retiró mas profundamente en los desiertos de la Tebaida oriental, hacia el mar Rojo, donde permaneció solitario durante dieciocho años, hasta quince años antes de su muerte, en que admitió la presencia estable de sus dos discípulos, Amathas y Macario.
Este gran solitario, tan ávido de reclusión completa, no permaneció, sin embargo, extraño a las necesidades de la Iglesia. Durante la persecución del Maximino descendió a Alejandría para animar a los mártires, esperando ser él uno de ellos. Otra vez volvió a Alejandría el año 338 para ver a San Atanasio, su amigo y antiguo discípulo, que regresaba de su primer destierro. Antonio fue un gran adversario del arrianismo y un gran defensor y poderoso sostén de San Atanasio, quien escribió su vida esparciendo por el mundo los ideales de su maestro.
El año 340 fue Antonio a visitar a San Pablo, el primer ermitaño. A su llegada, el cuervo que todos los días llevaba a San Pablo medio pan como alimento, trajo un pan entero para los solitarios.
Finalmente, el 17 de enero del año 356, luego de haber anunciado su muerte, haberse hecho prometer por sus dos discípulos que a nadie revelarían el secreto de su tumba, a fin de evitar honores póstumos, entregó santísimamente su alma a Dios. Contaba al morir ciento seis años de edad.
-Doctrina de San Antonio. San Atanasio nos ha recogido la doctrina de San Antonio en forma de un largo discurso. Enseñaba que la meditación de los novísimos fortalece al alma contra las pasiones y el demonio, contra la impureza. Si viviésemos, decía, como si hubiésemos de morir cada día, no pecaríamos jamás. Para luchar contra el demonio son infalibles la fe, la oración, el ayuno, y la señal de la cruz. El demonio teme los ayunos de los ascetas, sus vigilias y oraciones, la mansedumbre, la paz interior, el desprecio de las riquezas y del las glorias vanas del mundo, la humildad, el amor a los pobres, las limosnas, la suavidad de costumbres y, sobre todo, el ardiente amor a Cristo.
Cuenta San Atanasio, que le conoció bien, cómo, a pesar de sus ayunos, de su austeridad, jamás exageró. Supo guardar siempre la justa medida. Prohibió las demasías en la mortificación entre sus discípulos. Enseñó a valorar sobre las cosas exteriores la pureza de corazón y la confianza en Dios. De ordinario mostraba un faz tan resplandeciente de alegría, que por ella le conocían quienes no le habían visto nunca antes. Murió sonriendo.
A pesar de haberse criado y haber envejecido en el desierto, nada se observaba de agreste en sus maneras, sino que todo él respiraba una exquisita educación.
Sorprende su intrépido espíritu apostólico y la integridad de su fe, que le constituyeron en uno de los paladines de la ortodoxia de su tiempo.
No prescribió reglas ni hábitos especiales a sus discípulos, pero su influjo personal fue tan hondo que pronto se pobló Egipto, en sus lugares mas desérticos y apartados (Celdas, Escete, Nitria), la Siria y el Asia Menor, de monjes que de una forma y otra copiaron su género de vida, que aun perdura en cierto modo entre los monjes de monte Athos, los cartujos y los camaldulenses.
Sin embargo la vida de San Antonio encierra una ejemplaridad superior. Es todo un símbolo. Nos dice que los peores enemigos del hombre no son los externos. En la soledad más estricta, el hombre lleva consigo su naturaleza caída, propensa al orgullo, a la soberbia interior, a la lujuria, a la que es preciso vigilar y mortificar constantemente si el alma quiere verse libre de sus flaquezas y encontrar a Dios en la paz. Por otro lado el, demonio se encarga de afligir con sus tentaciones (presunción, soberbia, desánimo, falta de fe y confianza) al más retirado de los ermitaños. Es decir, que la vida cristiana es, esencialmente, lucha. Podremos huir del mundo, pero no podemos despojarnos de nosotros mismos, no podemos evitar los asaltos del demonio, que da vueltas en torno a nosotros buscando a quien devorar (1Pe 5, 8). Por eso el desierto se ha convertido en símbolo de lugar de tentaciones y los antiguos lo identificaron muchas veces cual morada de espíritus malignos.
Otra lección del santo es el inestimable precio de la soledad interior para quien de veras desea darse del todo a Dios. Es menester que ninguna criatura ocupe indebidamente nuestro corazón, que sepamos tenerlo desprendido de todas, de forma que ninguna nos pueda ser impedimento a nuestra carrera hacia la unión con Dios. Espíritu de soledad que, como veremos en nuestro santo, no es sino una forma superior de caridad, porque solamente el hombre que se ha purificado en soledad, en mortificación, en oración, es capaz de sentir fielmente la caridad y de ejercitarla exponiendo su vida. El solitario (si es autentico discípulo de Cristo) de ninguna manera se desentiende de los demás. Como puede, desde su soledad, lucha por sostenerles en la fe, se inmola por su salvación, socorre las almas y los cuerpos. Pocos hombres de su tiempo hicieron tanto bien como San Antonio. La religión cristiana (como enseñaba a sus discípulos para combatirles una desordenada propensión a la soledad egoísta y cómoda) es una profesión de caridad fraterna.
El solitario no ha de dudar en abandonar su refugio cuando lo piden así las necesidades de la Iglesia y de las almas. Soledad, caridad; éstas son las dos inmortales lecciones de San Antonio. O, lo que es lo mismo, acción y contemplación, oración y apostolado, dos ejes aparentemente opuestos, pero que se conjugan perfectamente cuando el espíritu que les anima es el legítimo espíritu de Cristo. Todos necesitamos ser un poco eremitas (“algunos mas que otros”) si es que, en definitiva, queremos triunfar de los asaltos del demonio y aprender el sublime arte de amar, por Cristo, a nuestros hermanos.
2. Otros anacoretas.
Aún en vida de San Antonio, Egipto entero comenzó a poblarse de monjes. La vida anacoretita floreció también en el Bajo-Egipto, en donde encontramos tres centros principales, al sur de Alejandría, el la dirección del desierto occidental, hacia Libia:
a) El Valle de Nitria.- Es un espantoso valle, llamado así porque contiene yacimientos de nitro. A el se retiró, el año 325, San Ammón, la que se le unieron después sus discípulos.
Casado contra su voluntad, Ammón continuó en su matrimonio guardando virginidad. Después se retiro con su mujer al valle de Nitria. Alrededor de esa última se agruparon varias vírgenes. Por su parte, Ammón contó con un gran número de discípulos. Paladio, que visitó a los solitarios de Nitria, llegó a contar cinco mil.
En el valle de Nitria, como en Pispir con San Antonio, los monjes habitaban en celdas separadas. Nada de regla común. Cada uno organizaba sus ocupaciones como le parecía mejor. El sábado y el domingo todos los monjes se reunían en la iglesia, levantada en el centro del valle, para participar en la eucaristía y escuchar la palabra de Dios. Debía de ser un espectáculo impresionante el de las celdas esparcidas en los flancos del valle y de las que por la mañana y por la tarde se escapaban los ecos de la salmodia. Se creía uno favorecido por una visión del paraíso, cuenta el propio Paladio, testigo presencial. San Atanasio habla también del entusiasmo que arrebataba a los visitantes de la montaña de Pispir cuando veían aquellas largas hileras de celdas llenas de coros celestiales que cantaban las alabanzas divinas. El grito de admiración del profeta (Num 24, 5-6) se escapaba de sus labios: ¡que bellas son tus tiendas, oh Jacob; que bellos tus tabernáculos, Israel! Se extienden como un extenso valle; como un jardín a lo largo de un río, como áloe plantado por Yahvé, como cedro que está junto a las aguas.
b) El desierto de las Celdas.- Remontando el valle de Nitria se encuentra un desierto más abrupto todavía: el de las Celdas. Llevados por un amor creciente a las austeridades, muchos monjes se fijaron en él. Allí vivió el celebre Macario de Alejandría (-394), que quería sobrepasar a todos en la mortificación. El escritor Evagrio Póntico se estableció también allí en 352 y vivió en él hasta su muerte, en 399. Porque también entre los solitarios había letrados. Muchos poseían las obras de Clemente de Alejandría y de Orígenes.
c) El desierto de Escete.- Mas allá todavía del desierto de las Celdas, a la entrada del desierto de Libia, se extendía el gran desierto de Escete, el país de la arena, el desierto mas apartado. Allí se estableció Macario el Grande y vivió en él sesenta años con algunos discípulos. Era sacerdote y había recibido la gracia de la curación y de profecía. Se contaban de él tales prodigios y maravillas, que Paladio vacila en referirlas por miedo de no ser creído.
La vida de estos monjes era, en efecto, muy extraordinaria, más todavía por sus austeridades que por los hechos maravillosos. Se hablaba mucho en los desiertos de algunos formidables ascetas que, para hacer penitencia, no comían casi nada y apenas dormían.
Uno de ellos, llamado Doroteo, trasportaba durante el día, bajo un sol tórrido, grandes piedras para construir celdas destinadas a los monjes que no las tenían aun. Por la noche, trenzaba hojas de palmera para ganar su sustento: Ante Dios que es mi testigo (declara Paladio, que vivió algún tiempo a su lado), no tengo conocimiento de que haya extendido los pies, ni dormido sobre una estera de junco, ni sobre un lecho. En su juventud tenia esta manera de vivir, no habiendo jamás dormido deliberadamente, a no ser que, ocupado en alguna cosa o comiendo, cerrase los ojos derribado por el sueño. Y así vivió durante más de sesenta años.
Macario de Alejandría no comió nada cocido al fuego durante siete años y, para vencer el sueño, permaneció fuera de su celda durante veinte días, abrasado por el calor durante el día y transido de frío por la noche. Para castigarse a sí mismo una impaciencia, se expuso durante seis meses en los pantanos de Escete a las picaduras de los mosquitos, fieros en ese país como avispas. Macario se vio bien pronto cubierto de heridas. Un año, permanecio de pie durante toda la cuaresma, sin doblar un solo instante las rodillas, y su alimento se redujo a algunas hojas de col.
Otros solitarios se hicieron célebres por su espantosa reclusión. Una reclusa, de nombre Alejandra, se encerró en un sepulcro y vivió allí durante diez años. Se le proporcionaban alimentos por una pequeña abertura dejada para esa finalidad. Sobre una montaña de los alrededores de Licópolis, villa de la Tebaida, vivía el asceta Juan que pasó más de treinta años emparedado en una gruta de tres compartimentos. Recibía su alimento por una pequeña ventana y gozaba del don de profecía. Paladio cuenta que anunció a Teodosio sus victorias sobre Máximo y Eugenio. Al propio Paladio, que le visitó, le predijo su episcopado.
3. Paladio y su Historia Lausíaca.
Gálata de origen, Paladio se hizo monje hacia el año 386 en Jerusalén, donde residió tres años. Pasó después a Egipto, primero a Alejandría durante tres años, y después a Nitria, donde vivió nueve años, durante los cuales hizo un viaje de exploración religiosa a las soledades monásticas del Alto-Nilo. Alrededor del año 400, por circunstancias desconocidas, era obispo de Helenópolis, en Bitinia. Muy unido a San Juan Crisóstomo, se dirigió a Roma con varios clérigos para interesar a Occidente en su causa. A su regreso fue castigado por su declaración y envidado desterrado a Siena, en la Tebaida, donde pasó todavía seis años (406-412). Vuelto, finalmente, a Galacia, llegó a ser obispo de Aspuda, en su provincia, y murió hacia el año 425 en su propia sede de Aspuda. Se le conoce, sin embargo, como obispo de Helenópolis.
Las obras que le hicieron célebres son: un Dialogo sobre la vida de San Juan Crisóstomo, escrito probablemente en Egipto hacia el año 407, que constituye una de las fuentes mas preciosas sobre los hechos del gran orador de Constantinopla, y la Historia Lausíaca, o sea la historia de los monjes dedicada a Lausus, chambelán de Teodosio II, compuesta en Galacia hacia el 420.
La Historia Lausíaca tuvo, desde su aparición, un éxito inmenso, que se explica por la encantadora naturalidad de sus escritos y por la curiosidad que excitaba a los cristianos del s. V por todo cuanto se refería a la vida monástica. Este éxito comprometió incluso la obra, porque no solamente fue reproducida y traducida, sino amplificada por los copistas y traductores. En época desconocida fue notablemente sobrecargada con la Historia de los monjes de Egipto, y en esta forma se presentaba todavía a finales del s. XIX, hasta que el benedictino Dom Butler restituyó críticamente la obra de Paladio a sus verdaderos límites.
La obra, así restaurada en su prístina autenticidad, tiene un verdadero valor documental. Su autor es un obispo, honrado con la amistad de San Juan Crisóstomo, y es un monje que ha pasado la mayor parte de su vida en medio de los solitarios de quienes habla. Su obra completa y confirma, con excepcional autoridad, los datos que encontramos en la biografías de los fundadores mismos del monacato y nos ayuda a comprender la propia literatura monástica.
4. La literatura ascética de los monjes orientales.
No hablamos aquí de las colecciones anónimas de Apotegmas o sentencias espirituales pronunciadas por los maestros del desierto, porque estas compilaciones, en su mayor parte, no estuvieron definitivamente constituidas hasta el periodo siguiente. Por otra parte, encontraremos lo esencial de ellas en las obras de Casiano. Pero debemos recordar las obras de algunos monjes escritores de Oriente, particularmente célebres, que, con San Efrén, San Basilio o San Juan Crisóstomo, son los representantes titulares de la doctrina ascética oriental del s. IV. Citaremos los cinco más importantes:
a) San Macario el Grande, llamado también el Viejo y el Egipcio (300-390), pasó sesenta años de su vida en el espantoso desierto de Escete y adquirió entre los monjes del Bajo-Egipto una excepcional celebridad por su sabiduría y elocuencia. Nos ha quedado, con su nombre, una obra considerable, que, por desgracia, está fuertemente discutida. Apenas queda seguramente de él mas que una carta dirigida a los monjes jóvenes (Ad filios Dei) y una serie de Apotegmas, que representan su doctrina si es que no los escribió personalmente.
No hay que confundir este Macario el Grande con otro Macario, llamado de Alejandría, sacerdote como él, pero monje en Nitria, célebre por sus austeridades, que no dejó ningún escrito. Las reglas para la vida cenobítica, atribuidas a veces a alguno de los dos Macario, son evidentemente falsas.
b) Evagrio Póntico, nació en Ibora (345-399), en el Póntico, y fue ordenado diácono por San Gregorio Nacianceno. Reunió muchos discípulos en Constantinopla, atraídos por su elocuencia. Asistió el primer concilio ecuménico de Constantinopla, el año 381. Al año siguiente visitó Palestina, donde conoció a Santa Melania la Mayor, quien le persuadió a que rompiera de una vez para siempre con el mundo y se retirara a Egipto con los monjes del desierto. Se retiró, efectivamente, a Nitria donde pasó los últimos años de su vida (383-399), hasta morir en él a los cincuenta y cuatro años de edad. Se ganaba la vida copiando libros.
Espíritu cultivado, tuvo una gran influencia. Fue un ardiente origenista. Por esta razón fue condenado junto con Orígenes en el concilio de Constantinopla de año 553. A pesar de ello, sus obras han podido salvarse, en parte, por las traducciones. Escribió mucho, pero exclusivamente para los monjes, lo que da a sus obras un carácter particular. Entre ellas se conocen sus Antirreticós, que agrupan en ocho libros textos bíblicos sobre los ocho vicios que el hombre debe combatir para rechazar al demonio; cuatro series de Sentencias espirituales; los Problemas agnósticos o científicos, en seis grupos de cien máximas cada uno, que constituyen una especie de teología dogmática y moral. Se ha perdido un tratado sobre la apateia.
Divide la vida espiritual en dos partes, a una de las cuales llama “práctica”, y en lo fundamental corresponde a lo que posteriormente se llamará ascética; y la otra “gnóstica”, en el sentido de San Clemente de Alejandría, es decir, mística o contemplativa. El estadio contemplativo, a su vez, se divide en dos: la gnosis inferior, la contemplación de los seres creados en sus causas (esto es, el reflejo de los atributos divinos en las criaturas), y la gnosis superior, la contemplación del mismo Dios.
En muchas de sus sentencias monásticas distingue, entre la multitud de nuestros pensamientos y aspiraciones, los que son favorables a la virtud y los que conducen al pecado, mostrando como hay que fomentar los primeros y apartarnos de los segundos. Evagrio enseña abiertamente la apateia estoica, de la que hace uno de los fundamentos de su espiritualidad. Por eso su doctrina fue muy discutida. San Jerónimo acusa a Evagrio de origenismo y le señala como precursor de Pelagio. Y San Juan Clímaco, a pesar de que se inspira en los escritos de Evagrio, está muy lejos de aceptar sin restricción las opiniones del monje póntico.
c) San Nilo el Sinaíta, Es el autor espiritual mas importante de esta época. Ocupaba un lugar relevante en al corte de Bizancio, pero renunció al mundo y se retiró a la soledad del monte Sinaí con su hijo Teódulo. La reputación de su santidad y de su ciencia se extendió muy lejos. Fue muy consultado, como lo indica su voluminosa correspondencia. Dirigió y consoló a las personas tentadas o afligidas, combatió a los herejes y reprendió a los obispos que administraban mal sus iglesias. Su retiro fue turbado por una invasión de sarracenos que hicieron una incursión en el monte Sinaí, mataron muchos monjes e hicieron prisioneros a otros muchos, entre ellos a su hijo Teódulo. Nilo fue perdonado. Se dedicó a buscar a su hijo, a quien encontró, finalmente, en Elusa, donde fueron los dos ordenados sacerdotes por el obispo de la ciudad. Murió San Nilo en el monte Sinaí hacia el año 430.
d) Marcos el Ermitaño, Contemporaneo de San Nilo, discípulo como él, probablemente, de San Juan Crisóstomo, parece que fue superior de un convento de Ancira. Acabó su vida en plan de ermitaño en una soledad, que se cree fue el desierto de Judá, en Palestina. Escribió mucho. Un tratado teológico contra los nestorianos parece dudoso, pero es ciertamente suya una obra sobre Melquisedech, escrita contra los que identificaban este personaje bíblico con la persona misma del Verbo. Pero su obra principal la constituyen una serie de opúsculos ascéticos muy hermosos, cuya autenticidad parece solidamente establecida. Los principales son:
- dos series de sentencias, que recuerdan al monje la necesidad de tender a la perfección espiritual, y, por otra parte, la gratuidad de la justificación y de la gracia (donde a veces se ha visto, equivocadamente, la doctrina de los protestantes o de los quietistas).
- el dialogo de De bautismo enseña que si el germen de la perfección es depositado en el alma por el bautismo, que destruye el pecado, este germen (la gracia santificante) no produce todos sus efectos sino por la cooperación de fiel que cumple los mandamientos.
- los medios de perseverancia y de progreso, que estudia aparte, son: el pensamiento frecuente de Dios, el ayuno y la penitencia, que consiste menos en las obras exteriores que en la contrición del corazón.
Si estas obras son, como se cree, de principios de s. V, hay que notar como digno de interés, junto a un ascetismo muy sabio, una doctrina de la gracia muy precisa, y más todavía la del pecado original, cuyos efectos son estudiados a propósito del bautismo en el opúsculo consagrado a este sacramento.
e) San Efrén el Sirio, Nació en Nisiba (Mesopotámica), alrededor del año 306, muy probablemente de padres cristianos que le educaron en el temor de Dios. Muy joven resolvió darse del todo a Dios y comenzó una vida de anacoreta, ocupado únicamente en el estudio y la contemplación. Fue ordenado diácono antes del año 338 y permaneció los diez últimos años de su vida. Después de la conquista persa de Nisiba, el año 363, Efrén abandonó la ciudad y se estableció en Edesa, en territorio romano, y allí permaneció los diez últimos años de su vida. En esta época escribió la mayor parte de las obras que han llegado hasta nosotros. Vivía ordinariamente en plan de anacoreta en una montaña cercana a la ciudad, lo que no le impedía tener discípulos que se agrupaban en torno a él en Edesa. Es probable que, en unión con otros doctores llegados de Nisiba, sea Efrén el fundador de la célebre Escuela de Edesa, conocida como escuela de los persas. Es posible que visitara las instituciones monásticas de Egipto hacia el año 370 en su viaje a Cesárea para ver a San Basilio, pero no es del todo seguro. Murió el año 373, probablemente del día 9 de junio, en que se celebra su fiesta liturgia. En 1920 fue declarado doctor de la Iglesia por el papa Benedicto XV.
Sus numerosos escritos se componen de comentarios bíblicos, de discursos y, sobre todo, de himnos, donde abundan las consideraciones ascético-místicas.
San Efrén considera la vida cristiana como un combate espiritual. Proporciona armas contra todos los vicios, sobre todo contra los ocho vicios capitales, recomendando especialmente el ayuno, la templanza, la oración y la lectura de los libros santos. Entre las virtudes que parece preferir sobresalen la caridad, la virginidad, la paciencia, la humildad y la penitencia, de las que trata con frecuencia. Enseña con vigor la vanidad de los bienes de este mundo, impulsando a las almas fervientes a que lo abandonen retirándose a la soledad. Son muchas las instrucciones dirigidas a los monjes, entre las que destacan un pequeño tratado Sobre la vida espiritual, otro sobre la formación de los monjes y dos opúsculos Sobre la virtud dirigidos a un novicio. Escribió también (siendo un simple diacono) un pequeño escrito exaltando la dignidad del estado sacerdotal y la santidad que exige.
Devotísimo de María, se complace en recordar sus privilegios, principalmente su virginidad (que la maternidad divina no comprometió en lo mas mínimo) y su santidad, que Efrén no duda en comparar con la de Cristo: Tú sólo y tu Madre sois absolutamente puros en todos los sentidos, porque en ti no hay ninguna tacha y en tu madre ninguna mancha.
Si María es la madre de Cristo, la Iglesia se su mística esposa. San Efrén ve en ella la distribuidora de la gracia y de la verdad.
Exaltó el sacerdocio, especialmente el de Pedro, que es el príncipe de los sacerdotes, de quien reciben los demás su poder de santificación. Pedro es el fundamento de la Iglesia y tiene el derecho de vigilancia sobre todos los apóstoles y obispos que construyen la Iglesia por su enseñanza; es la fuente primera de la verdad y el jefe de todos los discípulos. Tal es la doctrina que el doctor sirio, tan lejos de Roma, ha tomado de la Sagrada Escritura y de la tradición de su Iglesia.
III. EL CENOBITISMO
1. San Pacomio.
Nació el año 292 en la Tebaida superior, de padres paganos. Se alistó en los ejércitos imperiales, y, siendo soldado, conoció el cristianismo hacia el año 313, en los albores de su libertad militar. Apenas convertido y bautizado, se entregó a la vida anacoretita al lado del solitario Palemón. Pero al ver la desorientación de muchos anacoretas y los peligros que encerraba la vida solitaria sin ningún aliciente humano, reunió en torno suyo gran número de discípulos, y con ellos organizo el primer cenobio con todas las características de la vida monástica de comunidad. El primer monasterio pacomiano se fundó alrededor del año 320 en Tabenesia, localidad de la Tebaida. Todos vivían en un lugar cercado y bajo una misma regla, obligándose a obedecer a un superior y observando una distribución y regla determinada, escrita por el propio San Pacomio. Se entregaban al trabajo manual y al estudio de la Sagrada Escritura.
El cenobitismo pacomiano se desarrolló rápidamente. Los monjes acudían en gran número al monasterio de Tabenesia. Muy pronto se construyeron otros monasterios que formaron, con la casa madre de la que dependían, lo equivalente a lo que se llamará mas tarde una orden religiosa. El propio Pacomio dirigió ocho monasterios de los cuales era el abad. En vida del santo llegó a contar esta congregación unos 7.000 monjes, y como este tipo de vida fue generalizándose en todo el Oriente y llegó a suplantar en gran parte el anacoretismo, a fines del s. V los cenobitas eran unos cincuenta mil. El abad que dirigía la congregación o un número grande de monjes era denominado archimadrita. La admisión en el monasterio se hacia después de una serie de pruebas muy rigurosas, que constituían el noviciado. Al ingresar en el instituto hacían voto de observar la regla.
En sus 192 preceptos, la regla de San Pacomio daba las normas prácticas de vida monástica, que sirvieron luego de pauta para otras reglas posteriores. Existía un abad general y otro que se hallaba al frente de cada cenobio y era designado como Pater monasterio. Nombrándose diversos monjes al frente de los varios empleos: ministro, hebdomadario, ecónomo, enfermero, etc. Se procuraba con esmero la debida instrucción espiritual y el progreso ascético de los monjes, para lo cual se establecía la más estricta puntualidad, riguroso silencio, determinadas preces, etc. Todo ello estaba basado sobre la guarda perfecta de la castidad, de la pobreza y de la obediencia a los superiores, así como también sobre el ejercicio de una rigurosa penitencia. Se impuso también una serie de castigos a los transgresores de los preceptos de la regla.
San Pacomio fundó también monasterios de monjas, a petición de su hermana María, que quiso consagrarse por entero al Señor. Hacia el año 340 se levantó el primer cenobio para albergar a las vírgenes consagradas a Dios. Fue construido cerca del monasterio masculino de Tabenesia, pero entre ambas construcciones se deslizaba la anchurosa corriente del río Nilo, que a ningún moje era lícito atravesar, a excepción de un sacerdote y un diácono que en los días festivos iban a celebrar ante las vírgenes los divinos oficios. Todavía en vida de San Pacomio fue menester levantar un segundo monasterio para mujeres junto a Tesmine. Según Paladio, solo el primero de aquellos cenobios albergaba, a fines del s. IV y principios del V, alrededor de 400 vírgenes consagradas a Dios. Una misma regla y unas mismas costumbres, salvas las acomodaciones necesarias impuestas por el carácter femenino, dirigía la vida en los conventos de ambos sexos.
2. Las “Lauras” en Palestina.
Este género de vida monacal no quedó circunscrito solamente a Egipto. Bien pronto se extendió a Palestina, aunque con características muy peculiares, que dieron origen a las llamadas lauras.
El primer promotor de las lauras fue San Hilarión, discípulo de San Antonio. Hacia el año 306 inauguró la vida eremitita en Palestina, fijándose al sur de Gaza, donde bien pronto se le unieron numerosos discípulos. Las colonias de San Hilarión, organizadas al estilo de las de San Antonio, se trasformaron poco a poco en verdaderos monasterios con vida regular cenobítica, pero bajo la forma especial de las llamadas lauras. Eran una especie de cabañas separadas e independientes, pero situadas en un recinto cercado. Sus moradores seguían un estricto ascetismo bajo un mismo superior y director espiritual, y llevaban una vida de comunidad a la manera de los cartujos o camaldulenses de la Edad Media y de nuestros días. En los alrededores de Jerusalén y de Belén se organizaron varias célebres lauras.
El maestro mas venerado de las lauras palestinenses fue San Eutimio; pero fue San Teodosio quien contribuyó a darles la forma estricta de grandes cenobios.
3. San Basilio el Grande.
Aunque la vida cenobítica fue inaugurada, por San Pacomio y sus monjes, en realidad fue San Basilio el Grande su definitivo organizador.
San Basilio nació en Cesárea de Capadocia, hacia el año 330, en una familia rica y profundamente cristiana. Su madre, Emelia, gozó de fama de santidad, lo mismo que su hermano menor, San Gregorio Niseno, y su hermana Macrina, que trasformó en monasterio su propiedad de Annesio. Dos de sus hermanos llegaron a obispos, como él: Gregorio, en Nisa, y Pedro, en Sebaste.
Muy joven aun, Basilio sintió una inclinación decidida hacia la vida ascética de renuncia al mundo y retiro a la soledad. Recorrió Egipto, Siria y Mesopotámica, en donde practicó algún tiempo la vida anacoretita y observó la manera de vivir de los monjes. Admiró, según escribe en una de sus cartas, su abstinencia en la comida, su coraje en el trabajo, su constancia en la oración nocturna, su alta e indomable disposición de alma que les hacia despreciar el hambre, la sed, el frío, como si fueran extraños a su cuerpo, verdaderos peregrinos en la tierra y ya ciudadanos del cielo.
Vuelto a su patria, distribuyó entre los pobres todos sus bienes y se dirigió a una soledad cerca de Neocesarea de Capadocia, y allí vivió como monje hasta su elevación al episcopado, el año 370. Tenía una sola túnica y un pequeño manto por todo abrigo, una tabla o una estera extendida en el suelo por lecho, pan, sal y algunas hierbas por alimento y agua clara de la montaña por bebida.
Pronto se esparció su fama en torno suyo, por lo que acudieron numerosos anacoretas a ponerse bajo su dirección. Les agrupó siguiendo el régimen cenobítico de San Pacomio, pero formando conventos mucho menos numerosos. Organizó sabiamente su vida, dándoles una fuerte dirección moral y ascética, a base de sus dos Reglas: la Grande, que data de esta época primera, y la Pequeña, que debió de componer después, cuando ejercía sus funciones sacerdotales en Cesárea. Estos dos escritos obtuvieron gran éxito y le han valido a San Basilio el titulo de legislador del monaquismo oriental. Al trabajo manual y la oración juntaban el estudio: Orígenes era particularmente apreciado, fruto de la colaboración de San Basilio con San Gregorio Nacianceno, su compatriota, durante la breve temporada que éste último pasó, hacia el año 360, entre los monjes basilianos.
No hay duda que la Regla de San Basilio, representa un considerable avance con relación a la de San Pacomio, sobre todo en la organización de los grandes centros monacales. Se concede capital importancia a la obediencia. Por eso se ha podido observar con acierto que San Basilio no estimaba tanto la mortificación del cuerpo como la sujeción del espíritu. Ya en el noviciado se insistía en someter el propio juicio al de los demás, sobre todo al del superior.
De este modo, la Regla de San Basilio, con alguna mayor suavidad en las austeridades corporales, pero con una unión mas intima entre sus miembros y mayor dependencia de sus superiores, tuvo un éxito extraordinario. Su Regla se convirtió en el Código monástico oriental por antonomasia. Así, cuando mas tarde fueron desapareciendo las otras agrupaciones de monjes, los basilianos poblaron Egipto y se extendieron por todo el Oriente. Apoyados por el poder civil en el imperio bizantino, cada vez más fuerte y robustecido, a partir del s. VI fueron ellos los monjes por excelencia del Oriente.
4. Síntesis de la doctrina ascética del monacato oriental.
En síntesis, la doctrina ascética del monacato oriental puede reducirse a tres puntos fundamentales: el combate espiritual, las armas para el mismo y el resultado de la victoria.
I- El combate espiritual.- El rasgo que mejor caracteriza la espiritualidad de los monjes orientales es su concepción de la vida cristiana a base de un combate espiritual. Se diría que habían meditado profundamente, comprendido y gustado las palabras con que San Pablo exhortaba a los fieles de Efeso: Revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo… tomad la armadura de Dios, revestíos de la justicia, tomad el escudo de la fe, el yelmo de la salvación la espada del espíritu (Ef 6, 11-17), o también la orden que daba a su discípulo Timoteo: Combate los buenos combates de la fe (1Tim 6, 12), y que había sido la regla de su propia vida: He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe (2Tim 4, 7).
Este espíritu de lucha espiritual y de vigilancia, esencial al cristianismo, se había mantenido constantemente en la Iglesia, y el eco del mismo se encuentra ya en los escritos de los primero Padres. Sin embargo, se manifestó con una fuerza particular en la vida y doctrina de los primeros monjes, que son como su encarnación viviente. Los enemigos contra los que combatían eran los vicios y los demonios.
a) Los vicios- De ordinario hablaban de ocho vicios como fuente y síntesis de todos los males. Eran enumerados por el orden que hay que seguir para triunfar de ellos más seguramente. Tres se refieren al cuerpo o a los bienes exteriores: la gula (o mas bien la glotonería, exceso en el comer o beber), la lujuria y la avaricia. Otros tres residen en el alma sensible: la cólera, la tristeza y la pereza (o disgusto de la vida espiritual, llamada también acedia). Los dos últimos y mas difíciles de desarraigar son la vanagloria o jactancia y el orgullo, que es doble: el orgullo de la carne, propio de los principiantes o carnales, que lleva a la desobediencia, a la envidia a la critica, y el orgullo del espíritu, que ataca a los monjes mas avanzados para impedirles llegar a la perfección llevándoles a presumir de sus fuerzas y a despreciar la gracia. Este fue el pecado de los pelagianos.
b) El demonio- Los monjes atribuían frecuentemente al demonio casi todas sus dificultades espirituales y, sin duda, había en ello no poco de exageración. Pero no puede negarse que el demonio intervenía con frecuencia contra ellos, ya con simples tentaciones (acción sobre los sentidos internos), ya con obsesiones (acción sobre los sentidos externos), ya con ilusiones (representaciones sutiles del mal bajo apariencia de bien). Los monjes experimentados conocían muy bien las costumbres del demonio y enseñaban a los jóvenes la manera de prevenir sus ataques, de reconocerlos (por la turbación e inquietud del alma) y de resistirlos.
II- Las armas.- Tres eran las principales armas recomendadas al monje para triunfar en sus combates espirituales: la oración, el trabajo y el ayuno.
a) La oración- Era su primera obligación. ¿Acaso no se retiraba a la soledad para entregarse, lejos del mundo, al trato continuo con Dios? La oración estaba perfectamente regulada en los monasterios. San Pacomio la prescribió detalladamente para la mañana, mediodía y la tarde de cada día. Fuera de la sinaxis litúrgica hebdomadaria se dejaba a la iniciativa de os anacoretas y consistía, sobre todo, en el canto de los salmos, al que muchos dedicaban varias horas del día y de la noche. El pensamiento de Dios debía acompañar al monje en todas partes y en ello veían una de las principales energías para vencer las pasiones.
b) El trabajo- En realidad, el trabajo no se separaba de la oración y llenaba todas las horas de la jornada, porque el monje debía vivir del trabajo de sus manos. Hubo a veces, sin duda alguna, solitarios desocupados; pero enfriaban la disciplina espiritual del desierto en una de sus leyes fundamentales.
c) El ayuno- La frugalidad era más estimada todavía que el trabajo para sujetar la carne al espíritu. El ayuno consistía en hacer una sola comida al día. Perfectamente regulado por los cenobitas, se dejaba entre los anacoretas al fervor de cada uno, y gran número de ellos ayunaban todos los días. Algunos incluso comían tan solo cada dos, tres, cuatro y hasta cinco días. Los ejemplos de los grandes ascetas arrastraban a los menos ardientes. Si a veces se deslizaba en ello un punto de vanagloria (el deseo de ser el primero), lo más frecuentemente se debía a la generosidad, que les hacia exclamar como San Agustín: ¿No puedes tú lo que pueden todos estos?
III- El fruto de la victoria.- Fortalecidos contra el demonio y contra sí mismos por esta fuerte ascesis, los monjes llegaban poco a poco al pleno dominio de sí mismos, que los antiguos expresaban con una palabra tomada del estoicismo, pero que tiene una significación muy cristiana: la apateia o, la paz espiritual. No se trata de la insensibilidad de los filósofos estoicos ni de la indolencia de los quietistas. Los monjes avanzados en la ascesis, lejos de renunciar a sus austeridades o al trabajo, se entregaban a ello con ahínco para asegurar el pleno desenvolvimiento de la vida del espíritu.
La tranquilidad del alma, adquirida mediante el dominio de sí mismos, les permitía entregarse mas plenamente a la contemplación de los bienes eternos, ya poseídos en esperanza. De ahí proviene esa impresión de alegría profunda o de plenitud espiritual, al mismo tiempo que de fortaleza, que se desprende de los relatos conservados de estas almas tan abiertas y ricas en medio del mas absoluto desprendimiento de los bienes de la tierra. Puede encontrarse la prueba de ellos en la famosa Historia Lausica, de Paladio. Si es cierto que no todos los relatos maravillosos, pintorescos y sorprendentes que contiene ofrecen una plena garantía, es evidente que la psicología que suponen es de primerísimo valor. Esta psicología nos muestra en su conjunto un plantel de almas selectas tendiendo únicamente hacia los bienes del cielo o poseyendo, ya desde aquí abajo, gracias a las ascesis, una cierta anticipación de los mismos.
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