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martes, 12 de junio de 2018

San Serafín de Sarov, vida


San Serafín de Sarov, vida:


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El Hombre
El 19 de julio de 1759, un niño nació en la familia del mercader Isidoro Mochnine, en Kursk, y recibió el nombre de Prokhore.
Kursk era una ciudad de provincia como había muchas en Rusia, con las casas bajas flanqueadas por empalizadas que bordeaban calles mal pavimentadas, pero a menudo sombreadas por bellos árboles.
Isabel, hija de Pedro el Grande, reinaba entonces sobre un país que se recuperaba lentamente de las sacudidas terribles que le había infligido, a principios de siglo, su padre, implacable revolucionario imperial. En la corte se bailaba mucho. Pero en Moscú, se fundaba la Academia de Ciencias así como la de Bellas Artes. Los pabellones de caza, las “ermitas” románticas, los palacios con muros verde manzana, con pilares blancos y cornisas doradas, debidos a la imaginación desbordante del arquitecto italiano Rastrelli, salían de la tierra por orden de la gozosa Emperatriz. En sus horas de arrepentimiento – ya que las tenía – la devota soberana reclamaba iglesias y conventos.
Fue, entonces, una iglesia, cuyo plano fue diseñado por el célebre Rastrelli, lo que la ciudad de Kursk decidió ofrecer. Los trabajos se confiaron a Isidoro Mochnine, padre del pequeño Prokhore, quien poseía una fábrica de ladrillos y tenía reputación de ser un empresario de la construcción, integro y consciente. Joven aún, murió antes de terminar su obra. Su viuda se encargó de ello.
¿Qué se sabe de esta mujer a la que Prokhore (él no tenia más de tres años a la muerte de su padre) deberá lo mejor de sí mismo? Careciendo de su retrato, uno se la imagina como una de esas matronas rusas, ligeramente obesa, los rasgos regulares, la frente serena, firme con dulzura, inteligente sin ostentación, trabajadora sin ruido y sin descanso. No sólo encontraba el tiempo de administrar su comercio y su casa, de enseñar a sus dos hijos, Alexis y Prokhore, de vigilar la construcción de la iglesia, sino que además gozaba con llevar a su casa, instruir, dotar y casar convenientemente a las huérfanas cuya suerte, en esos tiempos, era muy triste.
Probablemente él heredó de su madre su amor por el trabajo bien realizado, su horror por la pereza y sus ojos de un azul muy puro.
Prokhore tenía siete años cuando, por primera vez, lo “sobrenatural” lo toca en esta calma existencia provinciana. Durante una visita, en compañía de su madre, a la iglesia en construcción, cayó de lo alto del andamiaje que rodeaba el campanario y se levantó indemne.
A los diez años – ya iba a la escuela – una enfermedad cuya naturaleza se ignora, amenazaba con llevarlo. Agata estaba preocupada por la vida de su hijo cuando éste la hizo partícipe de un hermoso sueño que acababa de tener: la Santa Virgen se le había aparecido para anunciarle que ella vendría a curarlo en persona. Ahora bien, algunos días más tarde, un icono de Nuestra Señora de Kursk, estimado como milagroso, fue llevado en procesión por las calles de la ciudad. Cuando se aproximaba a la casa de los Mochnine, estalló una tormenta, acompañada de una lluvia diluviana. Para proteger al icono, se la entra en el patio. Agata le lleva su hijo y el enfermo se cura. ¿Diversos hechos como se lee a veces en los periódicos? ¿Pequeños “milagros” anodinos con los que los creyentes son gratificados al menos una vez en su existencia? Pero había más.
“Eres feliz, viuda, dijo un día a la valiente Agata un “loco en Cristo” que tenía reputación, como muchos de ellos de conocer el porvenir, “eres feliz de tener un hijo que se tornará un poderoso intercesor delante de la Santa Trinidad, un hombre de oración para el mundo entero.” Se sintió ella impresionada por su predicción. ¿Su hijo era un “niño predestinado”? El carácter de Prokhore se afirmaba. El pertenecía a una raza viril. La ciudad de Kursk está situada en la frontera de las estepas. Desde siempre, sus habitantes fueron llamados a luchar contra los invasores.
Avido de heroísmo, sin embargo, no se entusiasmaba con las hazañas de los guerreros el joven Prokhore Mochnine. El soñaba con otras luchas. Lo atraían combates más peligrosos: las hazañas ascéticas de los santos oponiéndose a las fuerzas del demonio.
¿Se sorprendió Agata cuando él pide su bendición para ir, en compañía de otros cinco, en peregrinaje a Kiev, para orar en el monasterio de las Grutas a fin de conocer la voluntad de Dios sobre su porvenir? Probablemente no. ¿Sabía ella que aquel loco en Cristo del que su hijo se había hecho amigo, ejercía sobre él una influencia siempre creciente? Una cosa era clara: el comercio familiar del que se ocupaba el mayor de los Mochnine, no interesaba al menor. Kiev era una ciudad santa, “la madre de las ciudades rusas,” donde, en 989, el Príncipe Vladimir bautizó a su pueblo en el Dnieper; donde un dependiente del Monte Athos fundó el célebre “Monasterio de las Grutas,” matriz de la cultura cristiana de todo el país. Allí encontró Prokhore la respuesta que buscaba; se la dio un anciano “staretz” llamado Dositeo; quien aprobó su deseo de entrar en religión y lo orientó hacia un monasterio del que el joven había escuchado hablar ya: el “Desierto de Sarov.”
“Ve sin temor, habría dicho Dositeo, y permaneced. Allí es donde salvarás tu alma y terminarás tu peregrinaje terrenal. Familiarízate con el recuerdo constante de Dios. Apela a su Santo Nombre, y el Espíritu Santo vendrá a habitar en ti y guiará tu vida con toda santidad.”
Prokhore estaba gozoso. Precisamente se sentía atraído hacia el Desierto de Sarov. Muchos de sus conciudadanos se encontraban ya allí. Pero la separación de su madre fue dolorosa. El se arrojó a sus pies. Llorando ella le dio a besar los iconos familiares y pasó por su cuello una cruz de cobre de forma octogonal sobre la que estaba representado el Señor crucificado. Jamás dejó esta cruz el hijo de Agata. La llevo hasta su muerte sobre el pecho y pidió que después de ésta, la pusieran en su ataúd. Luego, el bastón de viajero en la mano, en compañía de dos de los cinco amigos con que había hecho el peregrinaje a Kiev, emprendió la ruta. Alrededor de seiscientos kilómetros separaban Sarov de Kursk.
El Desierto
La palabra “desierto” en hebreo significa algo o alguien abandonado – a la naturaleza a las bestias – una “tierra que no está sembrada” (Jr. 2:2). En ruso, “pustynia”: desierto, viene de “pusto,” “pustota”: lo vacío. El sentido profundo de los dos términos es idéntico. En el desierto, se puede estar abandonado por Dios, o abandonar todo para Dios. En el vacío de todo, y particularmente de sí mismo, uno se aproxima a Dios después de haber rechazado las tentaciones propuestas por el Adversario.
En este sentido, el desierto no es obligatoriamente una extensión de arena como el Sahara. El bosque de Sarov, situado al norte de la Gobernación de Tambov y al sur de aquel de Nizhni-Novgorod, en el centro de Rusia, poseía todo lo que se requiere para servir de “desierto.” El bosque se cierra sobre sí mismo, sirviendo de protección a los ladrones y a los fuera de la ley. Sólo en el siglo XVII un monje de nombre Teodosio osó levantar una cabaña sobre el terraplén del viejo campamento. Asolado por malhechores, debió partir. Otro, Gerósimo, tomó su lugar. Fue un tercero, Isaac, quien, a principios del reinado de Pedro el Grande, fundó un monasterio, al que dotó con una severa regla. El permiso de construir una iglesia lo dio el último Patriarca de Moscú. Entusiasmados, los monjes lo erigieron en cincuenta días. Se cuenta que durante su consagración, alegres repiques sacudieron el bosque. ¿De donde venían? Ni en el nuevo monasterio, ni en los alrededores, había una sola campana.
El Novicio
Una fría tarde de noviembre, – el 20 de noviembre de 1778 -, Prokhore y sus compañeros percibieron finalmente, a través de los grandes abetos negros, los muros blancos del monasterio. En la iglesia, se cantaban las vísperas. En la dulce penumbra, los cirios se quemaban frente a los iconos.
Al día siguiente, día de la Presentación en el Templo, el joven se presenta al higúmeno. Tenía diecinueve años y era hermoso: alto, ancho de hombros, la tez clara, los pómulos ligeramente salientes, la nariz afilada, los ojos muy azules. Todo su ser presentaba algo de sano, de virginal y de fuerte. Originario como él de la ciudad de Kursk, el Padre lo recibió con bondad. Seducido por la franqueza del joven, por la claridad de su mirada, le tomó afecto desde el principio.
Como novicio, Prokhore fue nombrado, en primer lugar, sirviente de la celda del Padre ecónomo. Luego, fue asignado a diferentes trabajos, a los que, en los monasterios de Oriente, se llama “obediencias.” Alternativamente fue panadero, carpintero y sacristán. Como san Sergio, prefería el oficio de carpintero, el de Cristo en Nazaret. Por su habilidad se lo apodó “Prokhore el Carpintero.” Artesano de alma, como muchos rusos, fabricaba con amor pequeñas cruces de madera de ciprés que los peregrinos compraban gustosamente. Dotado de una fuerza física poco común, ayudaba a los monjes en la tala y transporte de los abetos por el río. “El trabajo físico y el estudio de las Santas Escrituras contribuyen a guardar la pureza,” decía, siguiendo a san Isaac el Sirio, uno de sus autores preferidos.
Se lo amaba en el monasterio por su entusiasmo y su buen humor. “¡Entonces yo era alegre!.. dirá más tarde a una religiosa. La alegría no es un pecado, Madrecita, al contrario, Ella aleja la fatiga; y ya que de la fatiga proviene el desaliento, ¡nada peor que ella para el alma!”
“Cuando yo entré en el monasterio, cantaba en el coro. Sucedía, a veces, que los hermanos estaban muy fatigados, entonces el canto se resentía. Algunos ni siquiera acudían. En cuanto a mí, mi goce, como estaba siempre tan alegre, cuando ellos se reunían, yo les decía algo gracioso, y ellos olvidaban su cansancio. En la casa de Dios, es desagradable hablar o hacer algo inconveniente, no es correcto, pero una palabra afable, divertida, animosa, no es un pecado, Madrecita. Ayuda al espíritu del hombre a mantenerse en el goce delante del rostro de Dios.”
Estas descripciones nos muestran una reproducción casi fiel del futuro Padre Serafín: su hablar tan característico, intencionalmente popular; su hábito de tutear a sus interlocutores llamándolos “mi alegría,” (lo que en ruso suena bien), horror por el desaliento y el pesimismo.
No se debe creer que el noviciado de este joven desbordante de vida, amante del canto, sensible a la belleza, se desarrollaba sin choques. “Hasta los treinta y cinco años, es decir hasta la mitad de nuestra vida terrenal, confesará más tarde, grande es el esfuerzo que se necesita realizar para defenderse, del mal. Muchos no lo logran y se alejan del camino recto para seguir sus propias inclinaciones.” Qué hacer para perseverar? Una serie de consejos prodigados a un postulante, arrojan cierta luz sobre los años jóvenes de Prokhore el Carpintero. Helos aquí:
“Sea cual fuera la manera por la que has entrado a este monasterio, no pierdas valor: Dios está aquí. La vida monástica no es fácil. A la primer decepción, es necesario no desear dejar el monasterio. El novicio debe tener la voluntad de perseverar.
“Viviendo en esta santa casa, haz esto: permanece atento en la iglesia, familiarízate con los oficios, vísperas, completas, vigilias nocturnas, maitines, lecturas de las horas. Durante la Liturgia, permanece de pie, los ojos fijos sobre un icono o un cirio. Que la hediondez de tus distracciones no se mezcle con el incienso de la salmodia. En tu celda, aplícate a la lectura, sobre todo del Salterio. Relee cada versículo muchas veces, a fin de grabarlo en tu memoria. Si tienes trabajo, hazlo. Si se te llama para una obediencia, ve. Trabajando, repite continuamente la plegaria:
“Señor Jesucristo, Hijo de Dios,
ten piedad de mí, pecador.”
Orando, escúchate a ti mismo, es decir, une tu espíritu al corazón. Al principio, un día o dos, o más, ora con tu razón, pronunciando separadamente cada palabra. Luego, cuando el Señor haya reconfortado tu corazón, por su gracia, en unión con el Espíritu, tu plegaria fluirá sin interrupción y estará siempre contigo, regocijándote y alimentándote. Cuando obtengas este alimento espiritual, es decir el diálogo con el mismo Señor, ¿para qué ir a las celdas de los hermanos aun cuando te inviten? En verdad os digo: el amor por la charlatanería es también el amor de la pereza. Si no te comprendes a ti mismo, ¿dé qué puedes discutir con los otros? ¿qué puedes aprender de ellos? Calla. Calla todo el tiempo, recuerda siempre la presencia de Dios y de su Nombre. No entres en conversación con nadie, cuídate de criticar a los burlones y a los parlanchines. Sé sordo y mudo.
“En el refectorio, no mires lo que comen los demás y no juzgues, presta, en cambio, atención a ti mismo, alimentando tu alma con la plegaria. Al mediodía, come según tu apetito. A la noche, abstenete. La glotonería no es para el monje. Miércoles y viernes, si es posible, no tomes más que una sola comida, y el Angel del Señor se acercará a ti. Es necesario, sin embargo, alimentarse lo suficiente para que el cuerpo, reconfortado, sea un auxiliar para el hombre en el cumplimiento de su deber. De lo contrario, puede pasar que, estando debilitado el cuerpo, el alma flaquee. El ayuno no consiste solamente en comer raramente, sino en comer poco. No es razonable ayunar para quien, habiendo esperado con impaciencia la hora de la comida, se vuelca con voracidad – corporal y mental – al consumo del alimento. El verdadero ayuno, por otra parte no consiste sólo en domar el propio cuerpo, sino en privarse, a fin de dar pan a quien no lo tiene.”
“Todas las noches no duermas menos de cuatro horas: la décima, la undécima, la duodécima y una hora después de medianoche. Si te sientes fatigado, puedes, después del mediodía, hacer una siesta… Es lo que hice desde mi juventud. Conduciéndote así, no estarás triste sino en buena salud y alegre. Y permanecerás en el monasterio hasta el fin de tus días.”
“La primera virtud del novicio será la obediencia; ella es el mejor remedio para el enojo, enfermedad peligrosa y difícil de evitar si no se siguen estrictamente las disposiciones del superior. Al mismo tiempo que la obediencia, el joven monje ha de practicar la paciencia. Sin murmurar, debe soportar vejaciones e injurias.”
“El hábito monástico es la aceptación de las ofensas y las calumnias. Un monje debe ser semejante a una vieja chancleta, utilizada hasta la cuerda.”
“Sin pruebas, no hay salvación. No se convierte uno en monje sin la plegaria y la paciencia, como no se va a la guerra sin llevar armas.”
Un escollo: las mujeres.
“Huye como del fuego de estas cornejas pintadas. Con frecuencia, ellas transforman a un guerrero del rey en esclavo de Satanás. Las virtuosas deben evitarse tanto como las otras.”
El corazón del monje se debilita siempre por el trato con el sexo femenino.
“Desde la entrada al monasterio, y hasta su muerte, la vida del monje no es más que una lucha terrible contra lo mundano, la carne y el diablo. No es monje aquel que en tiempo de guerra cae a tierra y se rinde sin combatir.”
Estos consejos son los de un hombre maduro. Pero reflejan los problemas de los jóvenes religiosos de todos los tiempos.
Viniendo del fondo de las edades, una voz parece responder: “Es monje aquel que guarda su corazón y aspira a amoldar lo Incorporal en una morada de carne.” Quien habla es san Juan Clímaco, higúmeno del siglo VII del monasterio de Santa Catalina en el Sinaí. Los años no cambiaron en nada los preceptos de la ascesis, al menos en la ortodoxia.
La Herencia del Hesicasmo
Trabajando, repite continuamente la plegaria: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mi, pecador…” “Acuérdate siempre de la presencia de Dios y de su santo Nombre.” En Kiev, el “Anciano” Dositeo, ¿no había pronunciado las mismas palabras?
El recuerdo constante de la presencia divina y la invocación del santo Nombre de Dios remonta a la más alta antigüedad bíblica. En la oración enseñada por Cristo a sus discípulos, la primera invocación es: “Que tu Nombre sea santificado.” Los Apóstoles, desde el principio de su predicación, habían puesto el acento sobre el nombre de Jesús, a1 que invocaban para curar a los enfermos y representaba tanto una fuerza como una fuente de salvación.
Al Nombre de Jesús, expresando su gloria, pertenece una fuerza salvadora y vivificante, de allí la difusión progresiva entre los monjes, luego entre todos los cristianos, de la “oración de Jesús.”
El Nombre de Jesús implica su presencia. “Entre el Nombre y aquel que el Nombre invoca no se podría introducir una navaja de afeitar” dijo un teólogo ruso contemporáneo.
Ella tiene dos cimas. Una se alcanza cuando la plegaria convertida en parte integrante del hombre deja de ser algo que el hombre dice, para transformarse en algo que se dice en él. Cuando el Espíritu establece su morada en el hombre, este no puede dejar de orar, ya que el Espíritu no cesa de orar en él… En lo sucesivo, él no domina la plegaria durante períodos de tiempo determinados, sino en todo tiempo. Incluso cuando descansa, la plegaria está en él secretamente, ya que “El silencio de la impasibilidad es plegaria” dijo Isaac el Sirio. “Sus pensamientos son mociones divinas, los movimientos del intelecto purificado, son voces mudas que cantan en el secreto esta salmodia a lo invisible.” Pero el Sirio se apresura a agregar: “Difícilmente se encontraría en toda una generación un hombre que se haya aproximado a este conocimiento de la gloria de Dios.”
La segunda cima está inundada por una luz que la ortodoxia califica como no creada. Pese a la prohibición que se les hizo de “meditar” sobre algunos episodios de la vida de Cristo, de tomarse imágenes en sus espíritus, los adeptos a la “oración de Jesús,” se beneficiaban, a veces, con visiones luminosas que no eran, ni efecto de su imaginación, ni el efecto de una luz meteorológica simbólicamente interpretada, sino una teofania – una revelación divina – tan real como la del Monte Tabor prefigurando la gloria del Resucitado, tal como la luz sin fin que iluminará a la Jerusalén Celestial y cuya luminaria será el Cordero (Ap. 2:23).
¿Estaban los monjes de Sarov al corriente de la doctrina y las prácticas hesicastas? De acuerdo con los consejos prodigados al postulante, y que acabamos de citar, la respuesta es afirmativa. Desde principios del siglo XIV, los escritos sobre el hesicasmo se propagaron a través de los países eslavos y ganaron Rusia. San Sergio de Radonez tenía conocimientos de ellos. La experiencia de luz no creada no le era extraña. En el siglo XV, un Nil de la Sora, eremita de la “Tebaida del Norte” allende el Volga, erudito que hablaba corrientemente el griego, habiendo permanecido largo tiempo en el Monte Athos, dejó a sus descendientes espirituales una Regla inspirada por los grandes maestros de la doctrina hesicasta: Juan Clímaco, Isaac de Nínive, Simeón el Nuevo Teólogo. Los textos que restan “constituyen a la vez un ejemplo importante de fidelidad absoluta a la tradición hesicasta bizantina y de una remarcable simplicidad espiritual que caracterizaba a la persona misma de Nil y que constituirá el rasgo más destacado de los santos rusos posteriores.” Esto se debe recordar. Los santos rusos restando interés a la especulación teológica, contribuyeron con frecuencia, por un cierto lirismo cósmico, a humanizar la mística hesicasta; ellos acentuaron, mucho más que los griegos, las implicaciones sociales del monaquismo eremita.
Las dificultades, y las persecuciones que la Iglesia rusa conoció en el curso del siglo XVIII, no lograron vaciar el alma rusa de su deseo de Dios. Más numerosos que nunca, los peregrinos surcaron el imperio a la búsqueda de esta Verdad-Justicia que la vida sobre la tierra parecía negar. Y he aquí, que algunos de entre ellos se dedicaron a traer de Moldavia excelentes noticias: había allí, en los confines de Rumania, un monje ruso, un verdadero “staretz,” Paissy Velitchkovsky, alrededor del cual la vida monástica, conforme a las más auténticas tradiciones, se reorganizó. Millares de monjes se habían reunido ya en su monasterio. En cuanto a Paissy mismo, hablando muchas lenguas, él traducía incansablemente del griego las obras de la literatura patrística y sobre todo, las obras de los santos hesicastas con los cuales se había familiarizado durante una prolongada permanencia en el Monte Athos. El único retrato que se tiene de él lo representa frágil bajo los amplios pliegues de un manto monacal, su dulce rostro absorbido por un par de ojos enormes. Se decía que con frecuencia estaba enfermo. Encogido sobre su lecho como un niño, pero rodeado de diccionarios, él dictaba a numerosos secretarios sus traducciones. Su influencia en Rusia fue enorme. Por todas partes a fines del siglo XVIII, a principios del XIV, se encuentran a sus discípulos, o los discípulos de estos últimos. Dositeo de Kiev, quien orientó a Prokhore Mochnine hacia el Desierto de Sarov, fue uno. Pero nada de lo que Paissy tradujo tuvo un éxito comparable al de la Filocalia – en griego “amor a lo Bello” en ruso “Dobrotolubiye”; “Amor al Bien” – recopilación de adagios patrísticos, publicada en 1782 en Venecia por un obispo griego en estado de rebelión contra las autoridades otomanas de su diócesis, Macario de Corinto (1731-1805), en colaboración con un monje de la Montaña Santa, Nicodemo el Hagiorita (1749-1809). Sin preocuparse por las repeticiones, esta recopilación reunía una entidad de textos cuyos autores fueron los grandes contemplativos. Comenzaba por los Padres del Desierto del silgo IV y llegaba hasta los restauradores del siglo 14 una larga cadena de autores. La traducción rusa apareció en San Petersburgo en 1793, a fines del reinado de Catalina II, gracias a los esfuerzos del eminente metropolitano Gabriel. Pero se sabe que dieciséis años antes de su aparición oficial, Dositeo de Kiev estaba ya familiarizado con el espíritu de su contenido.
La oración hesicasta que el eremita de Sarov practicaba incansablemente se convierte, en, “una llave que abre el mundo, un instrumento de ofrenda secreta, una aplicación del sello divino sobre todo lo que existe.” “La invocación del Nombre de Jesús es un método de transfiguración del universo.” Aquel que ora sin cesar adquiere el conocimiento del lenguaje de la creación. El escucha la alabanza de las criaturas y comprende cómo es posible conversar con ellas.
La Enfermedad
Hesicasta consciente o no, el celo que Prokhore el Carpintero desplegó en el Desierto de Sarov casi termina por conducirlo a la tumba. Se piensa que su enfermedad era una hidropesía; la sufre durante tres años y ella termina por postrarlo en cama. El recurrir a la medicina no existe en la tradición monástica. No hay doctores en el Monte Athos. Pero desesperado por la vida de su preferido, el Padre Abad que no dejaba nunca su celda, estaba dispuesto a enviar por un médico, cuando, ante el asombro de todos, el enfermo curó. ¿Qué habrá pasado? Se supo mucho más tarde.
La Santa Virgen que en Kursk había llegado bajo el aspecto de un icono, para salvar al niño enfermo, regresaba, esta vez en Persona para salvar al joven novicio del Desierto de Sarov. Llegó en compañía de los Apóstoles Pedro y Juan. Volviéndose hacia ellos, ella pronunció extrañas palabras: “El es de nuestra raza” dijo, refiriéndose al moribundo. Cosas así no se inventan. ¿Cómo habrían llegado el espíritu de un aspirante a la humildad? “Ella posó sobre mi frente su mano derecha, contaba en su vejez; en su mano izquierda llevaba un cetro con el cual, tocó al pobre Serafín. En este jugar – sobre mi cadera derecha – se formó un hueco. Por allí corrió el agua. Y es así como la Reina del Cielo salvó al humilde Serafín.” Una profunda cicatriz en la cadera testimoniaba el milagro.
Monje-Sacerdote
Serafín… Ocho años después de su entrada al Desierto de Sarov, Prokhore, de veintisiete años de edad, considerado digno de llevar el hábito monástico, fue recibido el 13 de agosto de 1786 en la comunidad del Desierto. Sin pedir su aprobación se le impuso el nombre de Serafín que, en hebreo, quiere decir: “Reluciente.” Muy tempranamente sería ordenado diácono. Pero, antes, tenia que pagar una deuda de gratitud: con la bendición de sus superiores partió a recaudar fondos para construir una pequeña iglesia, testimonio de sus sufrimientos, en el lugar donde fue visitado y curado.
Demás está decir que en el curso de este fatigante viaje a través del país, había ido hasta Kursk, abrazado una última vez a su madre y predicho a su hermano Alexis que lo seguiría de cerca a la tumba, lo que, pasado el tiempo, sucedió. Pero no se pensó jamás en la impresión que esta larga caminata a través de la tierra rusa pudo dejar en un hombre joven marcado por el sufrimiento, y, de hecho, particularmente receptivo.
Más tarde fue ordenado diácono. Nuevamente, desplegó su celo; demasiado, pensaban algunos monjes. No se había visto jamás a un diácono prepararse para la Liturgia dominical orando toda la noche en la iglesia. Terminado el oficio, aún dudaba en partir. ¿Habría amado, como un puro de espíritu, servir continuamente al Señor olvidándose de comer y beber? Mientras cantaba el coro, le sucedía, decía, ver pasar a los ángeles; vestidos con ropas blancas, brillantes como relámpagos, ellos atravesaban la iglesia cantando mejor que los monjes. En verdad, pensaban estos últimos, los ángeles toman parte en la celebración de la eucaristía. Durante la Gran Cuaresma, en las liturgias de los presantificados, ¿no se proclama: “Hoy las fuerzas celestiales concelebran invisiblemente con nosotros”? Pero el Padre Serafín ¿no exageraba pretendiendo verlos? Este hombre calmo, sólido, equilibrado, este buen obrero que había sido Prokhore el Carpintero, ¿se transformaba en uno de esos “místicos” de los que desconfía, como de la peste, la severa sobriedad tradicional del monaquismo oriental?
Un día, durante la solemne liturgia del Jueves Santo, después de haber bendecido a la asistencia y pronunciado las palabras: “y por los siglos de los siglos,” en lugar de retirarse, como lo exigía el desarrollo del oficio, el Padre Serafín permaneció fijo en su lugar, inmóvil, ausente de todo. Comprendiendo que le había pasado algo insólito, dos jerodiáconos lo tomaron de los brazos y lo condujeron detrás del altar. Su inmovilidad duró tres horas. “Estaba deslumbrado como por un rayo de sol, explicó a su confesor y al Padre Pacomio. Volviendo los ojos hacia esa luz vi a Nuestro Señor y Dios, Jesucristo, con el aspecto del Hijo del Hombre en su Gloria, brillando con una luz inefable y rodeado por los ejércitos celestiales: ángeles, arcángeles, querubines y serafines. Viniendo de la puerta oeste, caminando en los aires, El bendijo a los celebrantes y a los asistentes. Luego, entrando en su icono cerca de la puerta real, El cambió de aspecto, siempre rodeado por las órdenes celestiales que con su brillo iluminaban toda la iglesia. En cuanto a mí, tierra y ceniza, fui objeto de una bendición especial.” Los viejos monjes escuchaban atentamente. Después, sabios y experimentados como eran, lo pusieron severamente en guardia contra las visiones en general y las tentaciones del orgullo en particular. Pero el Padre Serafín ya no era un novicio. El sabía que la humildad es el cimiento que sostiene el edificio de la perfección espiritual. Pero sabía también que una vez comprometido en el camino de la unión con Dios, el hombre no puede detenerse más.
El Padre Serafín había entrado en ese mundo invisible al que pocos hombres tienen acceso. Pero él no decía: soy rico. Al contrario, su sed de contemplación no hacía más que crecer. Ordenado sacerdote, no se sentía menos atraído por la gran soledad del desierto verdadero. La contemplación de un anacoreta es más preciosa de “lo que fue jamás el sacerdocio, según la orden de Melquisedec.” Allí hay un misterio.
El higúmeno Pacomio murió. Su enfermedad retuvo al Padre Serafín en el monasterio. Una vez desaparecido el anciano al que había cuidado como a un hijo, pidió a su sucesor, el Padre Isaías, permiso para retirarse al bosque y dejó el monasterio con una dispensa oficial. Se conoce la fecha de su partida: el 20 de noviembre de 1794, vísperas de la Presentación en el Templo de la Santa Virgen, exactamente dieciséis años después de su entrada. Tenía treinta y cinco años, etapa importante, según sus propias palabras, en la vida de un hombre.
El Eremita
Existe una carta escrita a un amigo por el staretz Paissy Velichkovsky con respecto a la vida eremítica de la que dijo: “Debes saber, amigo muy querido, que el Espíritu Santo dividió la vida monástica en tres categorías: la vida eremítica; la vida en compañía de dos o tres hermanos en un skit y la vida cenobítica. La vida eremítica debe comprenderse como una existencia lejos de los hombres, en el desierto. El eremita se remite sólo a Dios, a El le concierne la salvación de su alma, el alimento, la vestimenta, y toda necesidad terrenal. El no espera más que en El en todos los combates del alma y del cuerpo, sólo El es su ayuda y su esperanza en este mundo. Pero esta existencia es posible para los maduros espiritualmente, los que viven en paz consigo mismos. En cuanto a los novicios que no se comprometen: si 1o hacen frívolamente, cuidado con ellos, si caen en la apatía, la distracción o la duda; ningún hombre se encontrará cerca de ellos para levantarlos.” El Padre Serafín hizo la experiencia.
“Los que viven en los monasterios, dirá, luchan con los enemigos del género humano como si lo hicieran con palomas; los anacoretas – como si lo hicieran con leones y leopardos.”
Pero ¿quiénes son estos “enemigos del género humano”? ¿Contra quién se entabla esta lucha en el vacío? El hombre del siglo XX sabe todavía que su destino, en gran parte, depende de ella. En la opinión de los antiguos, el Universo estaba administrado por espíritus que gobernaban los astros y residían “en los cielos” o “en los aires.” Ellos coincidían en parte con lo que San Pablo llamó “los rudimentos del mundo” (Gá. 4:3). Infieles a Dios, quisieron – y lo lograron – sojuzgar al hombre en el Pecado. Pero Cristo vino a liberar a la humanidad de su esclavitud, a arrancarla del imperio de las tinieblas. “El es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten; y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia; por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col. 1:15-20).
En consecuencia he aquí el trabajo para un místico, para un anacoreta. La salvación del mundo depende de él. Volviéndose sobre sí mismo, él se encerrará en la “celda interior” de su corazón, para encontrar allí, “más profundamente que el pecado,” el comienzo de un ascenso en el curso del cual, el universo se le aparecerá más y más unido, más y más coherente, impregnado por fuerzas espirituales, tomando un todo en la mano de Dios.
El “Desierto Lejano”
El bosque que sirvió de “desierto” al Padre Serafín era inmenso y sombrío. Los abetos se levantaban como mástiles de navíos. Algunos tenían muchos metros de circunferencia. En una modesta “isba” situada sobre una orilla escarpada del río Sarovca, a seis kilómetros aproximadamente del monasterio, tenía lugar su eremita. Un icono en un rincón, una sartén en el otro, un pedazo de tronco a manera de silla – era todo. ¿Un lecho? Inútil. El bautizó el conjunto “Monte Athos.”
Un eremita, para preservarse del tedio, tiene necesidad de un estricto empleo del tiempo. La jornada del Padre Serafín comenzaba a medianoche; seguía la regla de San Pacomio el Grande, en vigor entre los Padres del Desierto. Para comenzar, recitaba el Oficio, los maitines y las alabanzas. A las nueve, era el momento del tercio, la sexta y la novena. Finalmente, después del mediodía, cantaba las vísperas y las completas. A la caída de la noche, recitaba las oraciones preludiando el sueño, acompañadas de numerosas prosternaciones como habitualmente hacen los monjes orientales. En cl intermedio, la oración del corazón, ininterrumpida, rimaba sus actividades. En su inmenso deseo de vincular todo a Jesús, él había dado a los alrededores nombres bíblicos. En “Nazaret,” cantaba los himnos “akathistes” a la Virgen; recitaba la sexta y la novena en el “Gólgota”; leía el evangelio de la Transfiguración en el “Monte Tabor, y entonaba en “Belén” la “Gloria a Dios en lo más alto de los cielos.”
El Padre Serafín cultivaba una huerta. Como abono, utilizaba el musgo húmedo que, con el torso desnudo, iba a buscar a los pantanos, ofreciendo “la carne rebelde” a las picaduras de los tábanos y los mosquitos. Así pasaba el invierno y llegaba la primavera, con el aire tibio trayendo el olor de la nieve que se funde, de 1a savia que sube. Era la primavera – la Resurrección – Pascuas: Abandonando su ermita, el Padre Serafín pasaba la primer semana de Gran Cuaresma en el monasterio, privándose completamente de alimento, repitiendo con sus hermanos la plegaria de penitencia de San Efrén el Sirio.
“La plegaria y el ayuno, la soledad y la abstinencia, forman el cuarteto que conduce al alma hacia el Reino de Dios” decía el habitante del “Pequeño Desierto Lejano.” La lectura era una de las ocupaciones favoritas de este hombre de aire libre. El Evangelio que llevaba en un bolso, detrás de su espalda, lo acompañaba a todas partes. Cada día leía algunos capítulos, “aprovisionando” de este modo su alma. Ya que el alma debe alimentarse con la palabra de Dios.” “Es necesario habituar al espíritu a que se sumerja en la ley de Dios,” enseñará. Su conversación, en efecto, no será a menudo más que una serie de paráfrasis de textos bíblicos libremente aplicados a situaciones dadas.
La soledad de un ermita llama y facilita la llegada del Espíritu. “Para el descenso del Espíritu, dirá Serafín de Sarov, conviene estar escuchando el absoluto silencio. Como la lectura se toma superflua, una vez que el Espíritu se posesionó del hombre, la plegaria no necesita más de palabras.” ¿Había llegado al estado señalado por Isaac el Sino, donde “el silencio de la impasibilidad es plegaria”?
Las Bestias
“A medianoche, cuenta el Padre José, un testigo ocular, los osos, los lobos, las liebres y los zorros, los lagartos y los reptiles de todo tipo, rodeaban la ermita. Habiendo terminado sus plegarias, el asceta salía de su celda y se dedicaba a alimentarlas.” Otro testigo, el Padre Alejandro, intrigado, había preguntado una vez cómo el poco pan seco contenido en su bolsa podía ser suficiente al Padre Serafín para satisfacer a tal cantidad de animales. “Hay siempre bastante” fue la tranquila respuesta. Un gran oso, en particular, gozaba de la intimidad del santo hombre. Los relatos referidos a su encuentro, a primera vista poco tranquilizante, con este habitante de los bosques, fueron dejados por el Padre Alejandro así como por otras personas. Lo que los asombraba sobre todo, era el goce, que el Padre Serafín irradiaba entonces. Sonriendo, enviaba al oso con un encargo, y el animal regresaba, caminando sobre sus patas traseras, portador de un panal de miel que el anacoreta ofrecía amablemente a sus visitantes. Entre las representaciones póstumas de Serafín de Sarov, las más populares fueron aquellas en las que se lo ve sentado bajo un abeto, dando un pedazo de pan a un oso.
“¿Qué es un corazón caritativo? se preguntó san Isaac el Sirio. Es un corazón que se inflama de caridad por la creación entera, por los hombres, por los pájaros, por las bestias, por los demonios, por todas las criaturas. Es por eso que tal hombre no cesa de orar, tanto por los animales y los enemigos de la Verdad, como por quienes le hacen mal, a fin de que sean conservados y purificados. Incluso ora por los reptiles, movido por esa piedad que se despierta en el corazón de los que se asimilan a Dios.”
Después de Macario de Egipto, de san Francisco de Asís, de Sergio de Radonez, Serafín de Sarov actualizaba este magnífico texto.
La Oración
Cuando era tentado por el demonio él ayunaba y oraba sin cesar durante mil días y mil noches, de pie o arrodillado sobre una gruesa piedra plana, o en una cueva cavada bajo su isba, Serafín de Sarov exclamó, como el publicano del Evangelio: “¡Señor Jesús, ten piedad de mí, pecador!” Nadie sabrá jamás a qué imágenes horribles, a qué tentaciones, tan sutiles como atroces, respondía ese grito de alarma. Pero Cristo estaba allí. “¿Quién nos separará del amor de Cristo? exclamó san Pablo, ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?.. Por la cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles ni los príncipes, ni potestades, ni el presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 8-35-38).
El Recluso
“La obediencia, para el monje, es más importante que el ayuno y la plegaria.” El Padre Serafín lo había afirmado y actuaba en consecuencia. Por obediencia, este hombre que había pasado los cincuenta años, asceta brioso, dejaba su retiro forestal donde durante dieciséis años se había complacido en alabar a su Señor y su Dios. Sin embargo, el período de silencio que el Espíritu le había impuesto no había terminado todavía. ¿Cómo perseverar en un monasterio en plena actividad, ruidoso, lleno de visitantes y peregrinos? El pidió al higúmeno la bendición para enclaustrarse en su antigua celda y recibir allí los sacramentos.
Así pasaron cinco años. Un día, el recluso abrió su puerta, sin salir de su celda. Los que querían verlo podían entrar. Siempre mudo, se ocupaba en sus actividades cotidianas. Cinco años después comenzó a responder preguntas, a dar consejos. Al principio, sólo los monjes lo visitaban. Rápidamente fueron seguidos por los laicos. La Virgen misma había dado la orden al recluso de recibirlos. Su carisma no se agotaba más. Pero él, no dejaba su sombrío reducto. La falta de aire y de ejercicio le causaba dolores de cabeza insoportables. El salía a la noche, ocultamente. Una o dos veces se lo vio así, cerca del cementerio, transportando algo pesado y murmurando la plegaria de Jesús. “Soy yo, soy yo, el pobre Serafín… ¡Cállate, mi goce!” decía. Sintiendo que sus fuerzas se debilitaban, él pidió a Dios el permiso para terminar su reclusión. Y el permiso llegó. La noche del 25 de noviembre, fecha que conmemora a los Santos Clemente de Roma y Pedro de Alejandría, la Virgen María se le apareció mientras dormía y lo autorizó a dirigirse a su ermita. Habiendo obtenido la bendición del higúmeno, el recluso, después de dieciséis años de prisión voluntaria, salió y se dirigió hacia el bosque.
A Plena Luz
“Viene tanta gente a ver al Padre Serafín” decía, no sin humor, el higúmeno Nifonte, “que no se cierran las puertas del monasterio, antes de medianoche.”
A partir del momento en que Serafín de Sarov dividió su tiempo entre el bosque y su celda monástica dejó de pertenecerse. De ahora en adelante pertenecía a las multitudes. Tenía sesenta y seis años. Los primeros dieciséis años de su vida religiosa los había pasado en el monasterio. El hombre maduro -a partir de los treinta y cinco años – se había ocultado en el bosque, había elegido enclaustrarse durante dieciséis años en su celda monacal. Un medio siglo casi de preparación para un ministerio que debía durar ocho años. ¿Había vivido fuera del tiempo ese medio siglo? Nada indica, en las pocas informaciones que se posee al respecto, la menor influencia de los acontecimientos contemporáneos sobre la formación espiritual de Serafín de Sarov.
Era 1825, año en el que Serafín de Sarov daba fin a su reclusión. Un monje que, más tarde, debía contar la historia a un oficial de marina que ingresó en la religión en el Desierto de Sarov, vio, cierta vez, que al caer la tarde, una “troica” se detenía frente a la escalinata. Llegando a su encuentro, el staretz saludó, inclinándose, al oficial que descendió del carruaje. Los dos se retiraron luego a la celda del Padre y permanecieron allí encerrados durante casi tres horas. Era de noche cuando el desconocido salió para retomar su lugar en el carruaje. El staretz que lo acompañaba pronunció, desde lo alto de la escalinata, a manera de adiós, estas misteriosas palabras: “Recuerda, Señor, lo que te dije, y hazlo.” El monje que, intrigado, se habría ocultado para escuchar: vio que se trataba del Emperador.
El “humilde” Serafín, en posesión de la paz de Cristo, había prodigado sus consejos y dado su bendición al soberano, dueño de una sexta parte del globo; desde la cima de su gloria ¿habría visto el abismo de todas las vanidades?
El Staretz
“Staretz” – así se llamaría en lo sucesivo al eremita de Sarov. Literalmente, “staretz” quiere decir “anciano,” “gerontes” en griego. Tomado en sentido monástico es un padre espiritual, un Maestro. En los monasterios orientales, los “ancianos” dirigían a los novicios. Grandes santos fueron formados por los “staretz.” Simeón el Nuevo Teólogo proclamaba deber todo a su staretz, Simeón el Piadoso. Pero en Rusia, el “starchestvo” – el ministerio del staretz – puesto en vigor nuevamente por Paissy Velichkovsky a fines del siglo XVIII, se convirtió en una verdadera institución que jugó en la historia del país un papel considerable. Serafín de Sarov fue el primero, el más grande de estos hombres de Dios. Después de su muerte, el carisma del “starchestvo” – bajo cuya forma “la santidad de los tiempos pasados regresó a la vida en la santidad moderna de manera tan tradicional, y a la vez tan sorprendente por su novedad” – pasó al “Desierto” de Optina donde, convertida en “hereditaria,” se manifestó en muchas generaciones de “startzi” que se sucedieron hasta la Revolución. Como se sabe, Tolstoi y Dostoievsky fueron a Optina a buscar la sabiduría. Y, convertido por su mujer, el filósofo Kireyevsky escribió: “Todos los libros, todas las obras del espíritu no valen a mis ojos tanto como el ejemplo de un santo staretz.”
El ejemplo, sí. Ya que es por el ejemplo que predicaban estos elegidos del Espíritu. Ellos mismos debían haber hecho sus experiencias y así demostrar dignamente los dones logrados. Un guía inexperto es peligroso. “El Señor no bendice a los que se limitan a enseñar, sino más bien a los que por la práctica interior de los mandamientos merecieron ver y contemplar en sí mismos la luz brillante y rutilante del Espíritu y que, en esta visión, en este conocimiento y este influjo, conocieron por el Espíritu lo que deben decir y lo que deben enseñar a los otros,” escribió Simeón el Nuevo Teólogo.
Con su bondad acostumbrada, muy rusa, Serafín de Sarov confirmaba las palabras del gran bizantino. “Ejecutar lo que se enseña es tan difícil como subir piedras a la cima del campanario. Tal es la diferencia entre la enseñanza y la práctica.”
Como la reputación del staretz Serafín crecía día a día, las multitudes invadían el Desierto de Sarov. ¿Por qué viajaban allí? Buscaban un auténtico staretz, un Maestro espiritual.
Un pequeño viejo, todo blanco, todo encogido, todo seco con los ojos azules y una sonrisa incomprensiblemente radiante. Su acogida para todos, en la misma. “¡Buenos días, mi alegría!” y también: “¡Cristo resucitó!” – Saludo pascual, dado a sus compatriotas.
Resueltamente optimista decía: “No seguimos el camino del desaliento – proclamaba golpeando alegremente el piso – Cristo todo lo vence. El resucitó a Adán. Restauró a Eva en su dignidad. ¡El dio muerte a la muerte!”
El Objetivo de la Ascesis
La coronación de las hazañas ascéticas es el amor.
Encerrado en el silencio perfecto, el recluso intercede con su plegaria por el mundo entero. “Pero aquél, dijo Isaac el Sirio, que entra en relación con los hombres e ignora sus miserias, creyendo ser más fiel de este modo a las austeridades de su regla, no es misericordioso, sino cruel. Quien no visita a un enfermo no verá la luz. Quien aleje su rostro de un afligido, verá entenebrecerse su jornada. Y los hijos que no escuchan la voz del sufrimiento irán, ciegos, tanteando, a buscar sus moradas… Llega para cada existencia su hora, su lugar y su particularidad.”
Hubo un tiempo en que el Padre Serafín hacía barricadas con troncos de árboles en el camino del Pequeño Desierto lejano, rehusaba hablar con sus semejantes y velaba su rostro delante de ellos. Ahora, había llegado a un estado de participación, de ofrenda y de renuncia a sí mismo.
– Admitamos, decía, que yo cierre la puerta de mi celda. Los que vendrán, esperarán una palabra de aliento, me implorarán, en nombre de Dios, que abra. Al no recibir respuesta, ellos se irán tristes. ¿Qué excusa podría darle a Dios, el día de su Terrible Juicio?
Su paciencia era inagotable. Escuchaba a cada uno con atención y dulzura. Pero no abría a todos por igual los tesoros de sus carismas. – No se debe, decía, abrir sin necesidad el corazón a otros. Entre mil habrá tal vez uno sólo, capaz de entrar en su misterio. Con un hombre natural, se debe hablar de cosas humanas. Pero con aquel que tiene la inteligencia abierta a lo sobrenatural, se debe hablar de cosas celestiales.
La Clarividencia
“¡Yo sé!” decía el staretz. Pero, ¿cómo lo sabia? Uno de sus amigos, el Padre Antonio, higúmeno del monasterio de Visokogorsk y asiduo visitante de Sarov, fue un día testigo de la conversación entre el santo hombre y un negociante de Vladimir. Lo veía por primera vez, pero leía su alma como en un libro abierto. El Padre Antonio le preguntó a continuación cómo lograba penetrar en lo más íntimo de cada conciencia sin preguntas, sin esperar confidencias.
La respuesta del staretz nos abre los ojos. “El venta hacia mí, respondió, refiriéndose al mercader, viendo en mí a un servidor de Dios; y como yo, indigno Serafín, me considero un pobre siervo de Dios, lo que Dios ordena a su servidor, yo lo transmito. El primer pensamiento que me llega, estimo que es Dios quien lo envía, y hablo sin saber lo que pasa en el alma de mi interlocutor, pero creyendo que es la voluntad de Dios y que e para su bien. A veces, confiándome en mi propia razón, yo respondía, pensando que era fácil. En ese caso, se producían errores. Como el hierro se da al yunque, yo doy mi voluntad a Dios. Actúo como El quiere. No tengo voluntad propia.” “Pero el Padre Antonio afirmó entonces que el staretz, veía el alma de un hombre, como un rostro en un espejo, a causa de la pureza de su espíritu. El Padre Serafín puso su mano derecha sobre la boca del higúmeno.” “No, mi goce, no se debe hablar así. El corazón humano no está abierto más que para Dios. Si el hombre se acerca, El ve cuán profundo es el corazón del otro” El staretz no iba del hombre a Dios, sino de Dios al hombre. El no hacía psicoanálisis, sino que escuchaba la voz del Espíritu.
Consejos
Entre los visitantes que recibía, había, naturalmente, muchos monjes y clérigos. Uno de ellos, nuestro higúmeno de Visokogork, Antonio, el que había planteado al staretz preguntas concernientes a su clarividencia, corrió un día a hacerlo participe de la angustia que lo inquietaba. Creyendo próxima su muerte, él se despedía de todos en su monasterio. “Tú no entiendes como debieras, mi goce, le dijo afectuosamente el staretz. Tú dejarás tu monasterio, pero no morirás. Serás ubicado a la cabeza de otro gran Monasterio.” La predicción no tardó en realizarse. El Padre Antonio fue designado por el Metropolit Filaret de Moscú para representarlo como vicario en la abadía de La Trinidad de San Sergio. Las recomendaciones que le hizo el Padre Serafín en esa ocasión, fueron sobre el comportamiento de los superiores: “Sé, para tus monjes, una madre antes que un padre. Todo superior debe ser – y permanecer – para sus ovejas como una madre razonable. Una madre amante no vive para ella, sino para sus hijos, sufre sus enfermedades con amor; ella purifica a los que están mancillados, los lava dulcemente, apaciblemente, los viste con ropas limpias y nuevas; los calza, los conforta, los alimenta, los consuela. Y trata de cuidarlos de manera de no escuchar jamás la menor queja de su parte. Tales niños están ligados a su madre. Así, cada superior debe vivir no para él, sino para sus ovejas. Debe ser indulgente con sus debilidades; soportar con amor sus enfermedades; recubrir los males de los pecadores con emplastos de misericordia; levantar con dulzura a los que caen; purificar a los que están mancillados por el vicio, imponiéndoles una penitencia suplementaria de oración y ayuno; vestirlos con la virtud por la enseñanza y el ejemplo; ocuparse constantemente de ellos y salvaguardar su paz interior para no escuchar jamás de su parte ni grito, ni queja. Entonces, ellos harán lo posible para procurar al superior la tranquilidad y la paz.” Las recomendaciones hechas por San Francisco de Asís a los Superiores de sus fundaciones son extrañamente similares. El también empleó el término de “madre.”
Las Mujeres
En esta celda tan frecuentemente visitada, Serafín recibía también muchas mujeres. ¿No había dicho un día que era necesario desconfiar, como de la peste, de “estas cornejas pintadas”? Envejecido, lleno como estaba de fuerza espiritual, su actitud hacia ellas había cambiado. Primero entre los santos rusos, él debía ocuparse de su muerte, prever el papel, que, en el futuro, les estaba reservado.
“No olvidaré jamás, mientras una de ellas, que, habiendo él orado conmigo delante del icono de la Madre de Dios, puso sobre mi cabeza sus manos calientes; yo sentí de pronto una fuerza vivificante expandirse a través de mi cuerpo entero. Levanté los ojos sobre el Padre y vi que lloraba. Una de sus lágrimas cayó sobre mi frente. ¿Lloraba por mí? No osé preguntarle…
¿Lloraba por la suerte de tantas mujeres, esclavas de dueños inhumanos, de maridos cuya brutalidad asesinaba sus almas y sus cuerpos, de los huérfanos sin dote y sin sostén de los que se ocupaba su madre, Agata Mochnine, de santa memoria? Es lo más probable.
Hablando a las personas casadas, el staretz no entraba en los detalles de 1a vida conyugal. Se contentaba con pedir a los esposos la fidelidad recíproca y el amor que aseguran a la familia la estabilidad y la paz.
El Taumaturgo
El Padre Serafín discernía los espíritus, predecía el futuro, mantenía relaciones telepáticas con los ermitaños que vivían a millares de kilómetros de distancia, respondía las cartas sin abrirlas jamás. Tenía el don de la levitación y de la bilocación y he aquí que se le acordó el don de hacer milagros y curar a los enfermos. ¿Se regocijó por ello?
“Los verdaderos santos no solamente no desean hacer milagros, sino que, cuando este don les es conferido, lo rehusan. No es sólo delante de los hombres que no quieren este don, sino en lo secreto de su corazón. Si algunos aceptaban este don, era por necesidad… otros por orden del Espíritu Santo que actuaba en ellos, ninguno por azar, sin necesidad.”
El primero tocado por el milagro se llamaba Miguel Mansurov. Propietario territorial del poblado de Noutch en la provincia de Nizhni-Novgorod, joven, alegre, de un físico agradable, la vida le sonreía cuando una extraña enfermedad lo postró. Perdió el uso de sus piernas, pedazos de huesos caían de sus pies. Desalentado por tratamientos médicos ineficaces, se hizo transportar a Sarov y, con lágrimas en los ojos, suplicó al staretz que lo curara.
“¿Crees en Dios?” preguntó por tres veces el santo hombre. “Si tú crees, mi goce, todo es posible a aquel que cree.”
Habiendo obtenido una respuesta afirmativa, entró en celda, y regresó portando un poco de aceite proveniente de la lámpara que quemaba delante del icono de la Virgen. Con este aceite, friccionó los pies y las piernas del enfermo repitiendo: “Por la gracia recibida de Dios, yo te curo.” A continuación, colocó en los pies de Mansurov medias de tela; trajo de su celda una cantidad de pequeños trozos de pan seco, llenó con ellos los bolsillos de la levita del joven hombre, y le ordenó entrar a pie en la hostería.
Mansurov no se sentía seguro. Por largo tiempo había perdido el uso de sus piernas. Pero una vez puesto de pie, sintió que tenía fuerzas para mantenerse. Lleno de gozo, se prosternó delante del staretz Serafín. Este lo levantó y, severamente, le dijo que no era a él, sino a Dios a quien debía agradecer.
Feliz, Mansurov regresó a su casa, hacia su joven mujer alemana que había desposado durante su servicio militar en las Provincias Bálticas. Pero al poco tiempo él se puso a reflexionar: ¿Agradecer a Dios? ¿Cómo? Regresó a Sarov y le planteó su inquietud al staretz Serafín. El “anciano” lo miraba con amor infinito. Pero la respuesta que dio llenó a Mansurov de consternación.
-He aquí, mi goce, dijo alegremente, tú darás todo lo que posees a Dios y guardarás para ti la mendicidad voluntaria.
¿Era aquella “la terrible dulzura del Evangelio”? Miguel pensó en su joven mujer, habituada a una vida fácil, amante del lujo. El precio exigido por su cura, ¿no era excesivo?
-No tengas miedo, agregaba el staretz. El Señor no te abandonará jamás, ni en esta vida, ni en la otra. Ora. Reflexiona. Y regresa a verme.
Contrariamente al joven hombre rico del Evangelio, Miguel Mansurov aceptó.
Habiéndose propagado la cura del joven propietario territorial, los enfermos afluyeron a Sarov, tanto más cuanto la misma Santa Virgen parecía bendecir e impulsar esta nueva actividad de su elegido. El día en que abandonó su prisión voluntaria para dirigirse al bosque, Ella le apareció en el camino acompañada por San Juan, golpeó el suelo con su cetro y “una fuente de agua clara brotó.” El agua de esta fuente sería más curativa que la de la piscina de Bethesda, dijo Ella. El Padre Serafín cercó esta fuente con un muro, e hizo allí un pozo. Más tarde, se construyó encima de este pozo, una capilla y se canalizó el agua en dos pabellones diferentes, uno para uso de los hombres y otro para las mujeres. La semejanza con Lourdes (donde la Virgen apareció veintitrés años más tarde) es sorprendente. El agua de Sarov tenía todas las propiedades del agua de Lourdes, pero era aun más fría, su temperatura no pasaba de los 4 grados. Sin embargo, como en Lourdes, no se registró jamás un caso de enfriamiento, y los bañistas, al salir, proclamaban experimentar un bienestar extraordinario.
El higúmeno Nifonte
“Nadie es profeta en su tierra,” dice la Biblia. Cuando más se abría al mundo el Padre Serafín, más milagros hacía; pero los monjes del Desierto de Sarov lo miraban con suspicacia y animosidad. El Padre Abad, sobre todos, desaprobaba a este Anciano no-conformista, cuya presencia modificaba la marcha normal de la vida monástica. Una “instantánea,” cuyo autor es el Padre Antonio, higúmeno del monasterio de Visokogorsk, asiduo visitante del Desierto, es reveladora en este sentido.
“Llegué una vez a Sarov, comenta, a visitar al higúmeno Nifonte al que se consideraba seriamente enfermo. Grande fue mi asombro, cuando lo encontré con perfecta salud. Viendo mi sorpresa, me hizo el siguiente relato : El Padre Serafín vino a buscarme y trajo con él un pedazo de pan negro que me tendió diciendo: “Tú estás enfermo, Padre. Ordena que te preparen una sopa de pescado y bébela comiendo este pan; esto te dará fuerzas y, con la ayuda de Dios, te curarás” – ¡Que dices, staretz! Hace ya bastante tiempo que no como nada, que no puedo comer nada, y el pan negro me fue prohibido por los doctores.- “Tus doctores no leen el salterio. Y en el salterio está escrito: el pan fortificará el corazón del hombre. Entonces come un poco de este pan.” E insistió de tal modo que no pude rehusar. Se procuró un poco de pescado y se hizo una sopa con él. Yo comencé a sorberla comiendo el pan que trajo el Padre Serafín; él vigilaba para que comiera todo. Cuando hube terminado, dijo: “Ahora está bien, con la ayuda de Dios, recobrarás tu salud.” Apenas hubo partido, sentí un fuerte deseo de dormir, y yo, que desde hacía tiempo estaba privado del sueño, dormí profundamente. Cuando desperté, estaba bañado en sudor. La enfermedad había desaparecido. Ahora, me siento bien.
– Qué piensas, Padre Antonio, concluyó el higúmeno de Sarov ¿ será realmente un taumaturgo nuestro Padre Serafín?
Diveyevo
Pero nada de lo que hizo o dijo el staretz exasperó tanto a los monjes del Desierto de Sarov, como la fundación de un convento de mujeres. Sin embargo, él ¡lo había actuado por su propia voluntad!. “En Diveyevo, dirá, no di un paso, ni clavé un clavo sin la voluntad de la Madre de Dios, la muy Santa Virgen María.”
Todo comenzó cuando aun era Diácono. Dirigiéndose una vez al entierro de un rico benefactor del monasterio, junto con el Padre Pacomio, éste último se detuvo en Diveyevo procurando noticias de una enferma, la piadosa viuda Agata Melgunov quien, durante años, había vivido en ese pobre poblado, convirtiéndose en su benefactora. Ella había construido una iglesia para sus habitantes y, con la bendición del higúmeno de Sarov, había fundado allí una pequeña comunidad. Sintiendo la proximidad de su muerte, Agata pidió la extrema unción y envió al Superior del Desierto tres pequeños bolsos – uno lleno de oro, otro de plata, y el tercero con monedas de cobre – todo lo que quedaba de su fortuna. Confiándole su pequeño peculio, la moribunda suplicó al Padre Pacomio no abandonar a sus “huerfanitas,” las hermanas de su joven comunidad.
“Madre mía, habría respondido el viejo hombre, yo no pido más que hacer tu voluntad… Pero soy viejo y sólo Dios sabe cuánto tiempo me resta para vivir. En tanto que el jerodiácono Serafín, que está aquí, es joven y vivirá el tiempo necesario para ver crecer y desarrollarse tu comunidad. A él debes confiarla. La misma Santa Virgen lo instruirá y le mostrará lo que se debe hacer.”
Pasando por Diveyevo dos días más tarde, los Padres encontraron a la santa mujer en su ataúd. Era el 13 de junio de 1789. Llovía muchísimo. Pero antes de compartir, después del entierro, una comida con las mujeres, el joven jerodiácono Serafín, aún misógino, partió bajo el chaparrón para recorrer a pie los doce kilómetros que separaban Diveyevo de Sarov, y, sin preocuparse, aparentemente por las monjas se retiró al bosque y se enclaustró.
Pero he aquí que un día – era en 1823 – el Padre Serafín, de sesenta y cuatro años, envió a buscar a Miguel Mansurov que acababa de curarse. Miguel había vendido todos sus bienes y, dejando de lado el dinero como lo deseaba el staretz, se instaló, en compañía de su mujer alemana, en una casita comprada en Diveyevo, soportando pacientemente las burlas de sus amigos y el mal humor de su esposa.
Habiéndose presentado el joven hombre, el staretz, tomó una pequeña estaca, hizo el signo de la cruz, bajó la estaca y pidió a Mansurov que hiciera lo mismo. Luego saludó y dijo: “Ve, batiushka, a Diveyevo. Al llegar, te pondrás frente a la ventana del ábside central de la iglesia de Nuestra Señora de Kazán (construida por la Madre Agata). Luego darás 10 pasos (el número exacto fue olvidado), te encontrarás en un sendero-límite; de allí, contarás 10 pasos y 1legarás a un campo; darás aún 10 pasos y te encontrarás en un prado; allí, en el centro – bien en el centro – plantarás esta estaca. He aquí, batiushka, lo que te pido que hagas.”
Mansurov partió y, llegado a Diveyevo, se sorprendió al encontrar, todo exactamente como el staretz le indicó. Plantó la estaca y regresó a Sarov, donde el Padre Serafín lo recibió exultante de gozo.
Pasó un año. Como el staretz, no hablaba de la pequeña estaca, Miguel Mansurov concluyó que la había olvidado. Pero un hermoso día el Padre Serafín lo llamó y, esta vez, le confió cuatro pequeñas estacas.
– Acércate, batiushka. “Ve de nuevo a Diveyevo y allí, alrededor de la pequeña estaca plantada el último año, clava, a igual distancia, estas cuatro estacas. Y para mayor seguridad – a fin de que quede bien marcado el emplazamiento – reúne piedras y rodea cada estaca con un montón de ellas.”
Cuando Mansurov regresó, el staretz, sin una palabra, lo saludó. Nuevamente, la extraordinaria luminosidad de su rostro asombró al joven hombre.
¿Qué significaba esta extraña pantomima? ¿Cómo el Padre Serafín, que no había puesto los pies en Diveyevo desde el entierro de la Madre Agata en 1789, podía conocer, treinta y cuatro años más tarde, la distancia exacta entre los campos y los prados detrás de la iglesia? En todo caso, es a partir de este momento que comenzó todo.
Nació una nueva comunidad. La “Comunidad Molinera” (llamada a causa del molino “alimentador de las huérfana,” que se construyó sobre el emplazamiento marcado por las pequeñas estacas), debía diferenciarse netamente de la antigua comunidad de la Madre Agata. Sólo las vírgenes podrían formar parte de ella, y la Misma Virgen María sería la Superiora.
Las reclutas del Padre Serafín no estaban tan entusiasmadas. Las penurias de la comunidad donde estarían llamadas a vivir atemorizaban su buen sentido campesino. ¿A qué aventura las empujaba el staretz?
– ¡No, Batiushka, no! ¡Yo no quiero, no puedo! exclamaba Xenia Poutkov, hija de cultivadores ricos, comprometida con un joven al que amaba, y a la que el staretz pedía que tomara el velo.
– Escucha, mi alegría. Yo te diré un secreto. Por el momento, no lo reveles a nadie: es la misma Madre de Dios la que eligió el lugar para esta comunidad. Todo lo que Ella quiera darnos, lo tendremos: un molino, luego una iglesia…
-Y, en su vejez contaba Xenia, convertida en Madre Capitolina, que al poco tiempo llegó una señorita – Elena Mansurov, la hermana de Miguel. Niña mimada de grandes ojos negros – alegre, viva, agradable – prometida a los diecisiete años, que había roto sin razón su compromiso. Al regreso del entierro de su abuelo, una visión aterrorizante la orientó hacia la vida religiosa: le pareció ver un enorme dragón negro arrojarse sobre ella, escupiendo llamas. Es verdad que estaba bajo la impresión de su primer contacto con la muerte, presa de una fuerte fiebre. Sin embargo, tomó la visión seriamente, abandonó su vida mundana, se sumergió en lecturas piadosas y no soñó más que en tomar el velo y la vida monástica. Pero el Padre Serafín, al que fue a consultar, la recibió haciéndole bromas:
-Eh, Matushka, ¿que son esas historias? Entrar al convento ¿de dónde sacas esa idea? ¡Tú debes casarte, mi alegría!
Elena lloró, oró a la Santa Virgen y su deseo de entrar al convento no hizo más que crecer. Después de haberla puesto a prueba, el staretz la envió, finalmente, a Diveyevo y la nombró “superiora terrenal” de la comunidad virginal.
Las Iglesias
Sólo faltaba a la Comunidad Molinera una iglesia. Nuevamente, el staretz hizo venir a Miguel Mansurov. “Mí alegría, dijo, nuestra pobre pequeña comunidad no tiene iglesia,” las hermanas están obligadas a frecuentar la iglesia parroquial donde se celebran matrimonios y bautismos. La Reina de los Cielos desea que tengan una iglesia para ellas. Entonces, mi alegría, construyamos, para mis huerfanitas, una iglesia en honor de la Natividad del Hijo de la Virgen.
– Bendecidnos, Batiushka, respondió alegremente Miguel, siempre presto para ejecutar la voluntad de su bienamado staretz; era feliz sabiendo que el dinero que había dejado de lado después de la venta de sus bienes, serviría para la construcción de una casa de Dios. Muchas personas habían propuesto al Padre Serafín ayudarlo a construir una iglesia en Diveyevo – pero él siempre se había negado.
-Recuerda, una vez por todas, le decía a Xenia que venía a comunicarle un ofrecimiento, que no todo dinero es agradable al Señor y a su Santa Madre. No todo lo que se quiere donar entrará en mi convento, Matushka. La Reina del Cielo no acepta todo lo que se le ofrece; hay dinero y dinero. A menudo él es el fruto de la violencia, de las lágrimas y de la sangre. No tenemos nada que hacer con ese dinero. No debemos aceptarlo.
La iglesia se terminó en 1829 y se consagró, como lo quería expresamente el staretz, el 6 de agosto, fiesta de Transfiguración del Señor. Una cripta, dedicada a al Santa Madre de Dios, se agregó y consagró el año siguiente, en la fiesta de la Natividad de la Virgen.
Pero, ¿Para qué, se podría preguntar, tantas iglesias? Es que ellas son los centros, no geográficos sino cósmicos, de un universo destinado a hacer eucaristía. Partiendo de la iglesia, la bendición del aceite, del pan, del vino y del trigo, consagra los elementos de toda la superficie del planeta.
– La tierra bajo nuestros pies es santa, decía el staretz. Todos los que viven aquí se salvarán. ¿Sabíais que el enemigo eligió por domicilio este lugar y sus alrededores? Pero el Señor misericordioso me permitió expulsar a esa tropa de Satán.
Después que Elena Mansurov pronunció sus votos ante el jeromonje Hilarión de Sarov, el staretz la nombró sacristana, con Xenia Poutkov como adjunta. En presencia del cura, Padre Basilio les dio instrucciones precisas concernientes a los oficios y el mantenimiento interior. Dos monjes de Sarov debían ayudar al Padre Basilio a enseñar a las hermanas las rúbricas y el canto litúrgico. Si bien jamás iba él mismo a Diveyevo, el staretz, de lejos, vigilaba todo; deseaba que todo fuera impecable. El quería un cirio encendido, noche y día, delante del icono del Salvador, y que una lamparilla permaneciera eternamente iluminando 1a cripta, delante del icono de la Madre del Verbo. El simbolismo de estas pequeñas luces que él decía le era agradable a Dios y que hacía remontar a Moisés, le era muy querido. Mientras él vivió, contaba Xenia, no sabíamos qué era comprar cirios. Se le llevaban muchos y él, nuestro Batiushka, los guardaba todos para Diveyevo.
La Regla de la Comunidad
La regla con la que la Soberana del Cielo dotó a la joven comunidad era de las más simples: la oración de Jesús y la obediencia eran sus fundamentos. Tres “Padre Nuestros,” tres “Yo os saludo, María” y el recitado del Credo eran suficientes, mañana, mediodía y tarde, para la práctica cotidiana de estas campesinas que, para alimentarse, continuaban trabajando en sus campos, acompañando sin embargo – y esto era lo más difícil – sus actividades cotidianas con la ininterrumpida oración del corazón. Hesicasta convencido, el Padre Serafín no había dudado, pese a las críticas, en hacer de esta conversación a solas con el Señor, la base misma del nuevo edificio. La lectura ininterrumpida del Salterio en la iglesia, por doce hermanas especialmente asignadas a esta tarea, era sin embargo obligatoria, así como el canto al Paráclito, el Espíritu Santo, un oficio a la Virgen – el domingo antes de la liturgia.
Las múltiples obediencias que él imponía a las hermanas de la Comunión Molinera, tocaban a menudo el absurdo. Así, apenas llegadas a Diveyevo, provenientes de Sarov donde habían trabajado toda la jornada, él las hacía regresar al “Desierto,” obligándolas a recorrer muchos kilómetros a pie, sin haber tenido tiempo de descansar ni de comer. A veces, caminando toda la noche, ellas llegaban al alba delante de la celda del staretz cuya puerta estaba cerrada.
Pero sucedía también que las jóvenes monjas, sacudiéndose bajo el yugo, decidían dejar la Comunidad Molinera. Siempre misteriosamente llamadas en el mismo momento en que se aprestaban a partir, iban a arrojarse a los pies del Padre al que no era necesario confesar su tentación, él la conocía.
A la obediencia ciega – acto de fe – respondía el milagro. Así, durante la epidemia de cólera que atacó en 1830, el staretz predijo que nadie caería enfermo ni en el convento, ni en el exterior, a condición de no salir sin bendición. La vida cotidiana de las hermanas estaba tejida de pequeños milagros que terminaron por aceptar como formando parte de su existencia bajo la conducción de su Batiustka. Ya se tratase de un caballo, pesadamente cargado, incapaz de trepar una pendiente; de una cosecha de papas; del molino que, en un día de fuerte viento giraba peligrosamente rápido – el milagro intervenía siempre.
La Muerte
El Gólgota ya proyectaba su sombra sobre esta obra. Rusia estaba en guerra con Polonia. Mientras marchaba en pos de los ejércitos, el General Kuiprianov se detuvo en Sarov, conoció a Miguel Mansurov y, encantado por su personalidad abierta y agradable, impresionado por el sentido práctico y el desinterés con que se ocupaba de los asuntos del staretz, pensó que sería un intendente ideal para administrar sus dominios mientras él guerreaba en el Oeste. El staretz, por razones diferentes, fue de la misma opinión.
-Si quiere arrebatarte, mi goce, dijo a su fiel “Mishenka” -¿qué hacer? Me has servido bien. Ve ahora a servir a otra parte. Los campesinos del general son pobres, desamparados, su vida es dura. Es necesario no abandonarlos. Ocúpate de ellos, mi goce. Se bueno y trátalos con dulzura. Ellos te amarán, te escucharán y regresarán a Cristo. Es por eso, sobre todo, que te envío. Lleva a tu mujer contigo; y volviéndose hacia Ana Mansurov le dijo:
– Sé para él una mujer sabia; no le permitas encolerizarse, es necesario que te escuche. Y partieron contentos.
Sin embargo, la tragedia los aguardaba en la región hacia la cual se dirigían. Una epidemia asolaba el lugar. Era la malaria que, siendo esa zona pantanosa, alcanzaba allí estado endémico.
Al cabo de dos años también Miguel cayó enfermo. Entonces, escribió a su hermana rogándole pedir la ayuda del staretz. Ella, acompañada de Xenia, se dirigió a Sarov.
-Tú siempre me obedeciste, le dijo el “Anciano.” Y he aquí , mi goce, que debo darte una orden para que obedezcas.
– Os escucho , Batiushka.
– Tu hermano Miguel está muy enfermo. El debe morir. Pero aun tengo necesidad de él para el convento, para las huerfanitas. Entonces, lo que debo pedirte es lo siguiente: muérete, en su lugar.
-Bendecidnos, Batiushka, respondió Elena, muy calma.
El la miró largo tiempo, hablándole de la vida eterna. Ella escuchaba sin decir palabra.
– ¡Batiushka! gritó ella. ¡Tengo temor de la muerte!
Al grito desesperado de Elena: “¡Batiushka! Tengo miedo de morir” él respondió dulcemente: “No es para nosotros sentir temor, mi goce. Para ti y para mí, esto será la felicidad.” Ella pidió permiso para retirarse, pero, apenas franqueado el umbral de la puerta, cayó desvanecida. El staretz la acostó, la mojó con agua bendita y le dio de beber.
Habiendo regresado a Diveyevo, Elena guardó cama. “No me levantaré más” dijo. Impresionable como era, no es sorprendente que el shock que acababa de sufrir precipitara su deceso. Ella partió con buen aspecto, munida de los sacramentos de la Iglesia, rodeada de visiones celestiales. Era la víspera de Pentecostés. Se contaba que, al día siguiente, en tanto se cantaba en la liturgia el Himno de los Querubines, Elena, a la vista de toda la asistencia, habría sonreído tres veces, el rostro radiante, en su ataúd descubierto.
-¿Por qué llorar? No seáis necias, mis goces – decía el staretz a Xenia y a las hermanas, inconsolables por la pérdida de su “superiora terrenal” – debierais haberla visto volar hacia el Reino de Dios.
Tristes Presentimientos
Grande es el poder del hombre, del hombre guiado por el Espíritu. Ya lo dijo Jesús: “De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre” (Jn. 14:12). Serafín de Sarov había penetrado varias veces en el “otro mundo,” desde donde a éste se lo ve diferente, desde donde se lo juzga de otro modo, donde uno se regocija, en tanto que aquí se llora, y donde desaparecen, para el común de los mortales, las almas de los difuntos. El oraba mucho por los muertos. A veces sucedía, según sus propias palabras, que arrancaba del furor de los demonios, a las almas a las que ellos impedían subir hacia las esferas celestiales.
Su propia muerte se aproximaba. El staretz lo había advertido. Se sentía envejecer. Las multitudes, que en número siempre creciente invadían el Desierto y lo perseguían en el bosque, lo cansaban. Penosa también era la animosidad del higúmeno Nifonte y de la mayoría de los monjes hacia su obra preferida – el convento de Diveyevo. Pero, lo peor de todo era la actitud falsa y melosa de quien habría de mostrarse como el enemigo número uno de la bienamada fundación: Iván Tijonovich Tolstosheyev.
Pequeño burgués de la ciudad de Tambov, Tolstosheyev, dotado para la pintura, poseedor de una bella voz, no estaba desprovisto ni de cualidades, ni de encanto. Se lo llamaba “el pintor.” ¿Se había equivocado, por una vez, el staretz? ¿Había hecho del joven su confidente? Los recuerdos que, más tarde, este último publicó, podrían dejarlo creer. Clarividente, ¿el Padre Serafim se habría retractado luego, dejando el corazón de Iván presa de una especie de amor-odio? Inteligente y ambicioso, él resolvió hacer carrera presentándose, después de la muerte del staretz, como su discípulo preferido y su sucesor en Diveyevo.
“Cuando iba a Sarov, se lee en las declaraciones de Miguel Mansurov, hecha después de la muerte del staretz y contadas en la Crónica de Diveyevo, no veía nada reprensible en Iván Tijonovich. Lo encontraba poco simpático pero, sin embargo, entraba a su casa, invitado por él, a beber una taza de té. Un día, Batiushka me preguntó de donde venía. “De beber té en lo del pintor de Tambov,” respondí. “Ay, mi goce, ¡no vayas jamás allí!” Eso te será perjudicial. No es de buen corazón que te invita, sino para espiar. “Después de esto, yo suspendí mis visitas.” Es extraordinario como Batiushka sabía las cosas de antemano y cómo nos protegía de todo mal.
También a las hermanas las prevenía:
– Mi alegría, decía a la Madre Eudoxia, yo os puse en el mundo espiritualmente y no os abandonaré. El padre Iván pide que después de mi muerte os entregue a él. Pero, no, ¡yo no os cederé! Su corazón, y los corazones de los que son como él serán fríos hacia vosotras. El dijo: “¡Tú estás viejo, Batiushka, dame tus jóvenes!” y lo pidió con un corazón frío. Tú le responderás, Matushka, en mi nombre, que no sois su problema.”
“Un corazón frío” repetía el staretz con angustia. Iván Tijonovich tendría el corazón frío. ¿Por qué este temor del anciano delante de la frialdad del falso discípulo? Porque el demonio, padre de la mentira, es frío.
En estas horas difíciles, precedentes a su muerte, cuando el staretz sufría con el pensamiento de los perjuicios que, iba a causar al feudo de su Soberana ese hombre falso y sin escrúpulos, la Reina del Cielo acudía a reconfortar a aquél, a quien llamaba “Liubemtz mío” – palabras de ternura popular, algo entre “mi muy amado” o “mi preferido.”
“Una vez, contó en sus memorias el Padre Basilio Sadovsky, tres días después de la fiesta de la Asunción de la Virgen, yo iba a ver al Padre Serafín a Sarov y lo encontré solo en su celda. El me recibió muy graciosamente y me hablo de la vida de los santos agradables a Dios, dignos de diversos carismas, de visiones maravillosas, e incluso de visitas de la Reina del Cielo en persona. Después de conversar largo tiempo de este modo, me preguntó: ¿Tienes un pañuelo, Batiushka?” Yo respondí afirmativamente. “Dámelo.” Yo se lo di. El lo desplegó y, sacando de una cazuela, puñados de pequeños bizcochos, blancos como no los había visto jamás, llenó con ellos mi pañuelo. “Yo también fui visitado por una reina” decía, “esto es lo que resta de su paso.” Mientras pronunciaba estas palabras, su rostro estaba tan alegre tan brillante, que es imposible describirlo. Anudó fuertemente el pañuelo, y dijo: “Ve, Batiushka, a tu casa, come estos bizcochos y ofrécele a tu “amiga” (así llamaba siempre a mi mujer); luego ve a la comunidad y coloca tres bizcochos en la boca de cada una de tus hijas espirituales.”
Yo era joven aún, continuó el Padre Basilio. No comprendí que la Reina de los Cielos lo había visitado. Pensé simplemente que una reina terrenal había ido a verlo de incógnito, y no osaba preguntarle cuál. Más tarde el hombre de Dios me explico de que se trataba. “La Reina del Cielo – la misma Reina del Cielo, Batiushka, visitó al pobre Serafín. ¡Qué goce para nosotros, Batiushka! La Madre de Dios recubrió con su gracia inefable al pobre Serafín. ¡Que goce para nosotros, Batiushka. “Liubimetz mío,” – mi preferido – se digno decir la bendita Soberana, pídeme lo que quieras.” ¿Comprendes, Batiushka? ¡Qué gracia! Pronunciando estas palabras, el hombre de Dios, lleno de alegría, se volvía enteramente luminoso. “Y el pobre, el miserable Serafín pidió a la Madre de Dios por sus huerfanitas, rogando que todas ellas se salven. Y la Madre de Dios prometió al pobre Serafín ese goce inefable.”
Un año y nueve meses antes de su muerte, el staretz tuvo la dicha de recibir una última visita, la duodécima, de la Celestial Visitante. Era en el alba del 25 de marzo de 1831, día de la Anunciación. La Madre Eudoxia fue testigo de esta visión, como antes el monje Miguel, en la Abadía de la Santa Trinidad, lo había sido de la última aparición de la Muy Pura a San Sergio.
Después de haber orado, dijo el staretz a la religiosa: “No tengas miedo. Acércate a mí.” En ese momento, se oyó un ruido semejante al del viento en el bosque. Brilló una luz celestial, se escucharon cantos y la celda se llenó de perfumes. El staretz cayó de rodillas y, con los brazos alzados al cielo exclamó: “¡Oh Virgen bendita! ¡Soberana Toda Pura, Madre de Dios.” Y aparecieron dos ángeles, portadores de palmas.
Después Ella hizo su entrada, precedida por el Precursor y por San Juan el Evangelista, a quien Ella había tomado como hijo al pie de la Cruz y que siempre la acompañaba. La seguían doce vírgenes, con sus cabellos de oro, sueltos sobre sus hombros, brillantes de piedras preciosas. Incapaz de soportar su visión, la religiosa cayó a tierra y perdió el conocimiento. La Virgen María la tomó de la mano y la levantó.
La Madre Eudoxia vio entonces que el staretz no estaba ya de rodillas delante de su Soberana Celestial, sino de pie, conversando con Ella de igual a igual, con toda simplicidad. En cuanto a la Reina del Ciclo, ella le hablaba familiarmente, como a un pariente próximo. La conversación duró largo tiempo, pero la Madre Eudoxia no comprendió más que las últimas palabras:
“Mi Preferido, Liubimetz mío, – dijo la Muy Pura, pronto estarás con nosotros.”
Y la deslumbrante visión se desvaneció.
Semejante intimidad con la Virgen María puede parecer extraña, incluso chocante, hasta el punto de invalidar el testimonio de la Madre Eudoxia. Sin embargo, un hombre Como San Simeón, e1 Nuevo Teólogo, afirma la posibilidad de tal intercambio. “Aquél que se enriqueció con la riqueza Celestial, quiero decir con la presencia de Aquel que dijo: ‘Yo y mi Padre, vendremos y haremos en él nuestra morada,’ ese se mantiene cerca de Dios, conversando con El como un amigo con otro amigo, confiado en presencia de Aquel que habita en la luz inaccesible.”

Nota: Se habla con alguien que está presente. Hablar a Dios es Orar. “Orad sin cesar,” dijo san Pablo. Felizmente, “Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Ro. 8:26). No se puede separar a Jesús y al Espíritu Santo. Pero, ¿el Espíritu haría Su morada en un ser de pensamientos dispersos, con vestimentas mancilladas por el pecado? Seguramente no. Para comenzar, es necesario arrepentirse. A continuación, poner en guardia al corazón para defenderlo del ataque de las tentaciones, de los pensamientos perjudiciales, y de esa loca de la casa, la imaginación, de la que se sirve el enemigo para engañar a los inexpertos con visiones seudo-celestiales. Es por eso que los consejos dados al postulante dicen: “Orando, escúchate a ti mismo, es decir une tu espíritu a tu corazón” (la unión de la inteligencia al corazón, considerado como centro, es indispensable). “Luego, cuando el Señor haya avivado tu corazón con su gracia, en unión con el Espíritu, tu plegaria fluirá sin cesar…” Este modo de plegaria nacido en el desierto, elaborado en los monasterios de Oriente a través de los siglos, convertido en una verdadera doctrina aprobada por la Iglesia, recibe el nombre de Hesicasmo, del griego, paz interior, calma, tranquilidad, quietud, silencio ...

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