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martes, 5 de abril de 2016

Amma Sara, la imitadora de Abba Antonio


Amma Sara, la imitadora de Abba Antonio


Lucien Regnault
 
 
Después de Abba Antonio, el primero de todos los eremitas –si no cronológicamente, por lo menos por el innegable prestigio y la paternidad universalmente reconocida por todos los monjes cristianos, eremitas y cenobitas-, una amma merece ser reconocida, admirada e imitada. Es la única que emerge con más relieve en las colecciones de los apotegmas. Teodora y Sinclética nos han dejado algunos bellos dichos, pero no nos cuentan nada de su persona. Amma Sara, en cambio, muestra una personalidad original en la decena de apotegmas que tenemos de ella. La vemos vivir, es una figura muy vivaz.
Probablemente Sara no es la primera, la más antigua entre las monjas cristianas, entre las mujeres eremitas que han vivido en Egipto, pero se puede ver a menudo en los apotegmas como encabeza la fila de todas las mujeres que, sobre las huellas de Cristo y de su madre, han vencido al demonio y aplastado la cabeza de la serpiente.
Amma Sara presa de la lujuria
Los primeros dos apotegmas de Sara en la Serie alfabética  la muestran en la tentación y en la oración, y el tercero la ubica no en pleno desierto - cosa inconcebible para una mujer del siglo IV -, sino sobre la rivera del Nilo:
Se cuenta de ella que habitó durante  60 años junto al río y no se asomó nunca para mirarlo. [1]
Sara es verdaderamente una imitadora de Antonio por su fuerza de ánimo, su perseverancia y su capacidad de resistencia. Esto es lo que muestran sobre todo los primeros dos apotegmas de la serie: “se cuenta de amma Sara…”; pero el contenido no puede más que venir de una confidencia de la amma, que cuenta con gran simplicidad y humildad los asaltos que ha sufrido por parte del demonio de la lujuria:
Cuentan que por trece años amma Sara fue violentamente atacada por el espíritu de fornicación y no oró nunca para que el combate cesara; decía más bien: “¡Oh Dios, dame fuerzas!”
Ignoramos en qué consistieron exactamente estas tentaciones y si fueron continuas. Lo que sí es seguro que los ataques fueron violentos y que la lucha duró mucho tiempo. Trece años, no es ni siquiera un cuarto de los sesentas años que Sara vivió junto al Nilo, pero es de todos modos un largo tiempo cuando se sufren los asaltos de las tentaciones. Sara habría podido buscar obtener un poco de tregua, pero prefirió no pedir a Dios que le alejara de la lucha. No, simplemente decía: “¡Oh Dios, dame fuerzas!”.
Muchas veces en los apotegmas sucede que un monje en la tentación pide a un anciano que ore para que le obtenga la cesación de la prueba. Entonces, o el anciano accede al pedido del discípulo y obtiene que sea liberado, pero sucede que el discípulo se deja llevar por el orgullo y la negligencia y llega al final a esperarse el retorno de la tentación [3]; o bien el anciano responde rápidamente que no es deseable ser liberado, porque el discípulo en la tentación puede progresar. Pero en la mayor parte de los casos se trata de una tentación que no dura mucho tiempo. Aquí, en el caso de Sara, hay asaltos violentos que se prolongan en el tiempo. Ciertamente el Señor conocía la fuerza de ánimo de su sierva, si ha podido permitir que el demonio se ensañe contra ella. Y es evidentemente a Cristo, al que ella se dirige, como veremos dentro de poco.
No todos los monjes y las monjas pasan a través de este género de pruebas. Sin embargo, si el Señor ahorra tales tentaciones, por lo menos en la forma de los asaltos violentos que Sara ha conocido, es necesario ser conscientes que esto no viene de los propios méritos, sino de la gracia del Señor que sabe mejor que nosotros qué somos capaces de llevar y soportar.
El cristiano que no tiene la fuerza de ánimo de Sara, si es violentamente tentado, pude pedir un aligeramiento de la tentación y repetirse a sí mismo de que ésta no es nunca mayor a sus fuerzas y que Dios le da siempre la fuerza necesaria. Al final también a él le concederá la victoria, como a Sara.
Una extraordinaria familiaridad con Cristo
El segundo apotegma, que describe la victoria final de Sara sobre el demonio, revela también el poder de su oración y de su humildad.
Un día este mismo espíritu de fornicación le asaltó con especial violencia, insinuándole la vanidad del mundo. Ella, que por temor a Dios y por su ascesis no cedía, subió rápido a una pequeña terraza a orar. Se le apareció entonces el espíritu de fornicación en forma corpórea y le dijo: “tú me has vencido, Sara”. Pero ella dijo: “Yo no te he vencido, sino Cristo, mi Señor.”[4]
Parece que el demonio, exasperado por la resistencia de la valerosa monja, intentó un último asalto más violento que los otros “insinuándole la vanidad del mundo”, con la evidente intención  de lograr que Sara renunciase a su voto de virginidad y hacerla desistir con los halagos mundanos. Pero ella no cede, sin disminuir ni un poco el temor de Dios y la ascesis. El temor de Dios es evidentemente aquel casto temor que la detiene para no disgustar a aquel que ella ama. Y queriendo orar con más ardor e intensidad, Sara sube a su pequeña terraza. En Egipto las celdas monásticas, como la mayor parte de las habitaciones, tienen un techo plano al cual se puede subir. En muchas ocasiones en los apotegmas hay monjes que salen a la terraza, especialmente a orar. Es lo que hace también Sara y entonces el demonio, ante la inutilidad de sus fuerzas, termina por rendirse, o mejor, según una táctica usual, confiesa su propia derrota, esperando de ese modo hacer caer a su presa en la trampa del orgullo: “Tú me has vencido, Sara”. Pero ella rápidamente y con su habitual vivacidad exclama: “Yo no te he vencido, sino Cristo, mi Señor”.
¿Es posible que Sara hubiera conocido la Vida de Antonio?  También Antonio había sido violentamente atacado por el demonio de la fornicación. Resistía pensando que Cristo estaba presente en su corazón y es a él a quien al final le atribuye la victoria: “No yo, sino la gracia de Dios que está conmigo” [5]. Su biógrafo Atanasio cita a Pablo y concluye: “Esta fue la primera lucha de Antonio contra el diablo o mejor la primera victoria que obtuvo en Antonio el Salvador” [6]. Sara dice lo mismo: “Yo no te he vencido, sino Cristo, mi Señor”.
Existen también otros apotegmas de amma Sara. Cito a continuación el relato asombroso que encontramos en la colección traducida en latín de Pascasio di Dumio en el siglo VI. Seguramente es auténtico porque corresponde al temperamento y a la santidad de la amma. Se encuentra en el capítulo 80, titulado: “Si los santos hombres saben cuándo viene a ellos la gracia de Dios”.
Amma Sara caminando por un sendero, atravesó con un salto un arroyo. Un hombre del mundo, viéndola se puso a reír. Ella, no consciente de la gracia de Dios que había venido sobre ella, dijo a aquel hombre: ¡Calla si no quieres reventar! (en latín: “Tace, rumparis” al conjuntivo). Y volteándose lo vio con el vientre destrozado. Llena de angustia, oró: “¡Jesús mío, resucítalo y de ahora en adelante no pronunciaré más palabras de este género!” [7]
Ya sólo este relato de pocas líneas bastaría para colocar a Sara en una posición en la estirpe espiritual de los amantes de Jesucristo, que saben relacionarse con él en el modo más simple y familiar del mundo. Y nosotros la vemos también muy humana, para nada afectada y acompasada. Es vivaz y desenvuelta, en el acto de agarrarse el vestido para saltar una acequia. Es comprensible que aquel hombre –como buen egipcio siempre propenso a la risa y a tomar el pelo- se halla matado de risa. Ciertamente no se esperaba la respuesta de la monja con sus terribles consecuencias. Él muere literalmente: el Señor no aprueba que se burlen impunemente de su sierva y el castigo es inmediato. Al instante la pobre Sara toma conciencia del homicidio que ha cometido sin querer y pide a Jesús que repare su ligereza. Le promete no hacerlo más.
Vienen a la mente ciertos milagros realizados por Benito, con el mismo poder y con la misma inconsciencia [8]. El santo o la santa están tan identificados con Cristo que la mínima palabra por ellos pronunciada obtiene de inmediato un efecto. Sin embargo, con una diferencia: Benito pronuncia solo palabras de cierta importancia; Sara en cambio no mide todo lo que dice… ¡es su modo de no tomarse tan en serio!
En el apotegma en cuestión, la santa dice a Cristo: “Jesús mío”, invocación con el posesivo absolutamente único en los apotegmas (mientras la invocación: “Jesús” es bastante rara, si bien se lo encuentra de todos modos diversas veces, sobre todo en los apotegmas conservados en copto y en etiópico). “Jesús mío”, como también “mi Cristo, Señor”, son perlas únicas, y el hecho que sean únicas no debe inducir a poner en duda su autenticidad. ¡Al contrario!
En la literatura cristiana de los primeros siglos es raro que un autor exprese de modo tan personal, íntimo y familiar su vínculo con Cristo Jesús. Orígenes se distingue entre todos por la costumbre que tiene de hablar así en sus homilías [9]. Pero Orígenes era egipcio, y en general los coptos tienen una ferviente y tierna devoción hacia Cristo Jesús. Entonces, no se necesita asombrarse demasiado que un amma egipcia del siglo IV deje transparentar en su lenguaje algunos de sus sentimientos íntimos en las relaciones con Cristo.
Volviendo al segundo apotegma de la Serie alfabética, en la versión árabe éste termina así: “Y a partir de aquel momento la lucha se retiro de ella”, en otros términos no debió más luchar contra el demonio de la lujuria. Bastante a menudo en los documentos monásticos de la época – la Vida de Antonio, la Historia lausiaca, las obras de Casiano- se encuentran monjes liberados definitivamente de las tentaciones carnales, después de haber sufrido por largo tiempo sus ataques [10]. Le sucede también a Benito, después que se arrojó completamente desnudo entre las espinas [11]. Pero los padres del desierto recuerdan también a sus discípulos que no se deben creer nunca preservados para siempre de los ataques de este demonio.
Los dos apotegmas que nos relatan la lucha de amma Sara y su victoria, corresponden exactamente al título del quinto capítulo de la Serie sistemática donde los encontramos: “Diversos relatos para restituir el coraje en las luchas que suscita en nosotros la lujuria”. Por la sobriedad y la fuerza de evocación estos dos apotegmas valen toda una conferencia de Casiano sobre este argumento. Son un bello ejemplo, una imagen que impresiona, un ícono fácil de tener en mente para los períodos de lucha que se deben atravesar y también para los momentos de calma, para conservar el coraje en la lucha y para no enorgullecerse de las victorias.
A través de los pocos apotegmas que conservamos de amma Sara, podemos entrever toda una vida de ocultamiento de esta monja consagrada a Cristo en los umbrales del desierto: vida de oración y de ascesis, de lucha espiritual, pero sobre todo de intimidad y familiaridad extraordinaria con Jesús: “¡Jesús mío, resucítalo y de ahora en adelante no pronunciaré más palabras de este tipo!”. ¡Ojalá la hagiografía cristiana hubiese siempre conservado la sobriedad, la simplicidad y el vigor de los apotegmas!
Lucien Regnault
El desierto habla
Ed. Qiqajon. Comunitá di Bose
Págs. 31-37



Notas:
[1] Sara 3, en Vita e detti II, p. 190.
[2] Sara 1, ibid.
[3] Cf. Juan el Enano 13, ibid, p. 247; José de Panefo 3, ibid I, pp. 271-272; Serie anónima n 584, en Detti inediti dei padri del deserto, a cargo de L. Cremaschi, Qiqajon, Bose 1986, p. 229.
[4] Sara 2, en Vita e detti II, p. 190.
[5] Atanasio de Alejandría, Vita di Antonio 5,7, p.90
[6] Ibid 7,1 p. 92
[7] Pascasio de Dumio, Vite dei padri 80,2, en J. Geraldes Freire, A Versao latina por Pascasio de Dume dos Apophtegmata Patrum I, Instituto de Estudos Classicos, Coimbra 1971, p. 305.
[8] Cf. Gregorio Magno, Dialoghi II, 6-7.23.32-33, a cargo de las hermanas benedictinas de la isla de San Jorge y A. Stendardi, Cittá Nuova, Roma 2000, pp. 153-157, 184-187,198-203.
[9] Cf. F. Bertrand, Mystique de Jésus chez Origène, Aubier, Paris 1951
[10] Cf. Atanasio de Alejandría, Vita di Antonio 6, pp. 90-92; Paladio, Storia lausiaca 29, 5, a cargo de G. J. M. Bartelink, Fondazione Lorenzo Valla-Mondadori, Milano 1974, p. 147; Juan Casiano, Le istituzioni cenobitiche VI, 23, pp. 203-204.
[11] Cf. Gregorio Magno, Dialoghi II, 2 pp. 142-145.

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