La Iglesia celta de Irlanda | |
La obra que llevaron a cabo los monjes irlandeses constituye un hecho singular en la historia de la Iglesia | |
|
HISTORIA DE LA ORDEN BENEDICTINA
EL ENFRENTAMIENTO CON EL MONAQUISMO CÉLTICO
El papa Gregorio, al dirigir una misión al país de los anglos, ignoraba la complejidad de una situación política que dependía de circunstancias especiales.
La Bretaña, que llamamos Gran Bretaña para distinguirla de la Bretaña armoricana, había sido celta por completo. Evacuada por las tropas de ocupación en los primeros años del siglo V, de hecho se había ofrecido a los piratas o a los primeros ocupantes. No era cristiana más que superficialmente, desde comienzos del siglo IV. A mediados del V, san Germán de Auxerre había estado allí por dos veces. Poblaciones germánicas, anglos, jutos, sajones y frisones habían comenzado una penetración a partir de la costa sudoriental que rechazaría hacia el oeste a la mayor parte de las poblaciones célticas y formaría una organización duradera de siete estados que pronto llamará Heptarquía.
Hacia el año 600, tras la reagrupación de los celtas bretones hacia el oeste, el reparto de poblaciones ofrece un cuadro cuyos límites son bastante claros. Los que se llamarán anglosajones ocupan más de la mitad sureste de la isla. El éxodo de las poblaciones célticas no ha vaciado por completo el país, pero su influencia ha disminuido considerablemente cuando no ha desaparecido. Los celtas no pueblan ya entonces más que Strathclyde, Cambria, el país de Gales y Cornualles. Otros bretones del sur prefirieron pasar el mar y serán los padres de la Bretaña armoricana. Los escotos pueblan Irlanda. Una de sus tribus desembarcó en la costa occidental de la actual Escocia, echando hacia el este a las poblaciones pictas. Por dispersas que aparezcan, estas regiones están unidas por “una civilización cuyo vínculo es el mar” (O. Loyer).
Acorralados por el invasor, emigrados dentro de su propio país, desmoralizados por su derrota, los bretones se llevaron consigo sus costumbres religiosas, que tenían la marca romana en el alba de la evangelización y cuyo particularismo se había transformado rápidamente en actitudes y prácticas que iban a hacer del mundo celta una cristiandad aparte. La Iglesia celta, aún permaneciendo fielmente adherida a la lejana Sede de Roma, había perdido el carácter episcopal de las primeras estructuras para hacerse casi exclusivamente monástica.
Descentralizada, tenía por base el clan, del que los monjes aceptaban con naturalidad las afinidades, hostilidades o prejuicios. Las comunidades que contaban con sacerdotes eran de tipo cenobítico. Cada una de ellas formaba una aglomeración repartida en cabañas individuales cuyos ocupantes se encontraban varias veces al día en la iglesia y en los sitios regulares, refectorio y scriptorium. Al margen, eran numerosos los eremitas. La instrucción se daba en latín, un latín que había habido que aprender, conservar y cuidar como una lengua muerta. La ascesis implacable y reforzada por el rigor del clima, no tenía comparación con la de los monjes legendarios en los desiertos egipcios o sirios. Una vez conocidas, las
hazañas de los campeones podían ser materia de rivalidad entre monasterios. Las comunidades a menudo muy densas (se han llegado a dar cifras de dos o tres mil) estaban regidas por un abad salido frecuentemente de una familia de jefes de clan y que como tal actuaba. Los indispensables obispos eran monjes designados por el abad y sometidos a su obediencia, cuando no era obispo él mismo.
En tierra celta y más allá, esta dura y aguerrida raza de ascetas se encastillaba en sus peculiaridades: una tonsura extraña, un cómputo pascual del cómputo romano (con riesgo efectivo de conflictos entre los diferentes calendarios litúrgicos), ritos especiales para la administración del bautismo y la consagración del obispo. Estas prácticas, que pueden parecer detalles eran reivindicadas con aspereza como la señal específica del monaquismo céltico.
Además éste se presentaba con auténticas cartas de nobleza. Eran célebres los nombres de los padres fundadores, citándose a san Ninniano (después del 400, quizá hacia el 500) y su monasterio de Cada Candida (Whithorn, a la entrada del Solvay Firth) y sobre todo san Iltud (V 527) en Caldey (País de Gales). Además de estos dos centros, en el País de Gales florecían Bangor, Isco, Menevia, Lancarvan y Crediton en Cornualles.
Es distinto el caso de la Bretaña Armoricana. Se sabe que las poblaciones célticas, rechazadas hacia el oeste por el empuje anglosajón, salieron al mar para desembarcar en el continente. Unos fueron hasta Galicia. Otros, más numerosos, se detuvieron en las costas de la actual Bretaña.
Ansiosos por conservar su originalidad, los emigrantes se negaron a entrar en los cuadros religiosos que hallaban en el sitio. Preferían vivir en comunidades separadas, estrictamente monásticas como en Landévennec o en parroquias flanqueadas por monasterios y regidas por monjes obispos en Saint-Pol, Tréguier, Saint-Brieuc, Dol. Todos rehusaban la obediencia a la metrópolis de Tours. Ambas Bretañas se enorgullecían de grandes nombres: Gildas, David, Pol, Samson, Tugdual, Malo.
En estos años en que el monaquismo bretón vivía heroicamente, Irlanda, patria de los escotos, protegida de las invasiones por el mar, era una especia de paraíso o también, podríamos decir, una palestra para sus cristiandades. San Patricia (V461) no era monje, pero su actividad fue a la vez episcopal y monástica. Parece que había sido modelada sobre el tipo continental heredado de Roma. En todo caso, cincuenta años después de su muerte, la Iglesia episcopal de Patricio se había convertido en una iglesia monástica. Proliferan nombres como los de san Enna en Killecany (isla de Aran), clonmacnois con Ciaran, Clonfert con Brendan, Moville con Finan, Bangor con Comgall, Clendalough con Goenigen, Kildare con santa Brígida, Derry Durrow, Kells, tres fundaciones de Columba, formado en Clonar y que acabará en lona desde donde evangelizará a los pictos de Escocia. Su discípulo Aidan fundará hacia el 636 ó 655, Lindisfare en Northumbria; citemos por último a Columbano, monje de considerable talla; después de haber militado en Bangor de Irlanda bajo el abad Comgall, Columbano emprendió un periplo digno de los más grandes viajeros: después de haber evangelizado Borgoña (fundación de Annegray, Fontaines y Luxcuil), recorrió Neustria y Austrasia sembrando monasterios por todas partes y terminó en Bobbio bajo la protección de los reyes lombardos (615).
Columbano es el jefe de lo que se ha llamado justamente invasión irlandesa, que procuró al continente una selección de pioneros de evangelización y de cultura. Es notable el área de su actividad. Se puede situar dentro de un vasto triángulo uno de cuyos lados va, de oeste a este, desde Rouen hasta Colonia y Ratisbona y los otros dos respectivamente de Rouen y de Ratisbona hacia el sur, uniéndose en Bobbio, en la Italia lombarda. Este rincón hundido en el continente cumplió un importante papel para preparar la evangelización de los monjes anglosajones. Bajo los emperadores del siglo IX, los monjes irlandeses figurarán con honor en los fastos carolingios.
Los célebres monjes del monaquismo céltico y su esplendor del siglo VI son un poco más antiguos que Agustín (V605) o sus contemporáneos. Uno de los últimos en fecha de esa gran época es precisamente Columbano, muerto diez años más tarde. Estos monjes de gran estilo iban a causar muchas dificultades a los misioneros romanos. Los éxitos del principio cerca de las poblaciones paganas, jutos y anglosajones, provocaron paradójicamente obstáculos cristianos. Los monjes bretones pretendían conservar sus ritos y costumbres así como las estructuras monásticas de su iglesia, al margen de toda especie de centralización. No sólo rehusaban la obediencia al monje romano convertido por voluntad del pontífice romano en “obispo de los anglos”, sino que de ningún modo querían colaborar con él para salvar las almas de los opresores anglosajones.
No se abstenían de confesar que la idea de volver a encontrarlos en el paraíso les resultaba intolerable. Agustín, por su lado, careció de diplomacia en sus aproximaciones, suponiendo que la diplomacia puede tener alguna influencia sobre temperamentos recalcitrantes.
Sólo en 664, sesenta y siete años después del desembarco del contingente romano, comenzó a ceder su rigor el celtismo integral. Existía entonces en Withby un monasterio doble de obediencia céltica regido por la abadesa Hilda, monja de gran prestigio. Allí fue convocado un sínodo por Aswy, rey de Northhumbria, para intentar resolver el antagonismo de las dos corrientes monásticas. Ya se había podido observar que los monjes de Irlanda, cuyo apego a las tradiciones nacionales no estaba exento de testarudez, pero que no habían tenido que sufrir a los anglosajones por razón de su insularidad, ofrecían menos resistencia. El celtismo intransigente no era menos reivindicado por Colman, abad de Lindisfare y por la abadesa Hilda.
Pero tenían ante ellos una personalidad excepcional y algo tumultosa en el abad de Ripon y futuro arzobispo de York, Wilfrid, un celta adicto con lucidez a las observancias romanas.
El rey Oswy que no quería pelearse con san Pedro, portero del cielo, se pronunció por los usos romanos. Whitby y Lindisfare ciudadelas del integrismo céltico, se adhirieron en mayoría a los puntos de vista del soberano. Después de tales ejemplos, la oposición tuvo que calmarse poco a poco, pues sin duda se podía colaborar en un apostolado común sin abandonar las costumbres nacionales. Poco después, en 668, llegaba de Roma el monje griego, Teodoro, que esperaba la silla de Cantorbery. Con él se encaminaba la Iglesia de Inglaterra, no sin dificultades, hacia una organización coherente de tipo romano, donde la cultura había de tener un lugar de privilegio. Si los monjes desembarcados con Agustión no eran hijos de san Benito (se ignora qué observancias seguían los primeros monasterios. Cantorbery, Londres y Rochester), el sínodo de Withby marca un punto de partida para el encauzamiento, difícil de precisar, del monaquismo insular hacia el monaquismo benedictino. Wilfrid (V709) aportó a ello su entusiasmo.
Benito Biscop (V691), al principio abad de San Agustín de Cantorbery, adicto a la regla benedictina que sabía combinar o retocar a conveniencia con otras reglas, peregrino infatigable con seis viajes a Roma en su activo y vueltas por la Galia para completar su información, fundó no lejos de York los dos monasterios de Warmouth y de Yarrow, florones del monaquismo anglosajón. Allí rezaba, enseñaba y escribía aquel a quien seguimos llamando Beda el Venerable (V735), el monje que todo lo sabía y que mereció, entre otros, su título de padre de la historia de Inglaterra. En la misma línea figura el anglosajón Aldhem (V709), abad de Malmesbury, donde formó un centro de cultura intelectual. En York, el obispo y sus clérigos llevaban una vida cenobítica adaptada al apostolado y a la cultura. Este tipo de obispado-monasterios se encontrará con frecuencia.
Todos los personajes de este brillante período son contemporáneos del monje arzobispo Teodoro que, habiendo muerto a los noventa y ocho (640), tuvo mucho peso. Gracias a ellos empezó a propagarse el monaquismo benedictino, más o menos mezclado con otras observancias. El celtismo continuaba por su lado una carrera paralela, más inclinada a imponer que a proponer, a diferencia de la observancia de Benito. Sin embargo, el antagonismo de los primeros encuentros tendía a convertirse en una emulación al servicio de un ideal común. Por el momento y por mucho tiempo aún, subsiste la práctica de la regula mixta. Uno de los casos más conocidos que afectan a los rigores de la ascesis es el del abad de Luxueil, Walbert o Waldebert (V670), que unió la severidad luxoviana al espíritu de discreción de san Benito. La Regula Benedicti ad norman luxoviensis coenobii fue adoptada, entre otros lugares. San Filiberto (V después del 685), en Jumièges y en Noirmoutier, se refería asiduamente a san Basilio, a san Macario, a san Columbajo y a san Benito. La práctica de la amalgama acabó por eliminar poco a poco el monaquismo columbaniano de estricta observancia. Durante la segunda mitad del siglo VII en Galia muchos nombres, entre ellos los de Lérins (hacia 650) y de Fleury, famoso por el rapto de las reliquias de san Benito (hacia 673). En Italia, Farfa (705) y san Vicente de Vulturno (antes de 710) siguen la regla de Benito. La restauración de Montecassino por Petronax, a partir de 717, contribuye a dar más a conocer la obra del fundador. Las rutas de la peregrinación que conducían a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo no estaban a más de unos 150 kilómetros para visitar una de las grandes cunas del monaquismo occidental. Willibald, un anglosajón, monje de Waltham y peregrino de Palestina, permaneció allí diez años y colaboró eficazmente en la reconstitución de la nueva comunidad. Entre las numerosas fundaciones sembradas en la península, recordaremos Novalese, no lejos de Susa (726) y Nonantola, cerca de Módena (752). Por su parte, los pontífices romanos no perdían de vista la colina de Montecassino.
Las creaciones del monaquisino irlandés
Sólo Irlanda, con Escocia y una parte del norte de Inglaterra, quedó a salvo, en Europa, del torrente de las invasiones bárbaras. En esta reducida área aislada, de tradición cultural celta, se desarrolló durante los primeros siglos medievales una vida monástica en el seno de la cual floreció un arte que refleja, más aún que el bizantino, despego por las formas del realismo. Empleó un estilo decorativo singularmente apto para la expresión lírica, basado por completo en sus producciones de carácter pictórico, en las sabias combinaciones de complicados entrelazos y en el juego de una delicadísima policromía.
Irlanda había tenido, durante la Edad de los Metales, una civilización relativamente brillante. No experimentó, después, la más leve romanización y logró así conservar intacto el estilo céltico originado durante la época de La Tène. El país seguía organizado en clanes, a modo de pequeñas tribus jerarquizadas en forma monárquica. Sus contactos con el cristianismo habían sido muy superficiales, cuando en el año 432 un monje britón, San Patricio, que había vivido en la Galia y conoció en el monasterio de Lerins las normas del monaquismo oriental, introdujo en Irlanda aquel monaquismo primitivo. La vida monástica prosperó bien pronto en la isla, sin abandonar las características raciales célticas, y estos primeros cenobios irlandeses desarrollaron una labor cultural sumamente eficaz y meritoria.
Pronto estos primeros monjes irlandeses se sintieron atraídos por la idea de evangelizar la vecina Escocia; hacia allí se dirigió San Columbano, que en 565 fundó el monasterio de la isla de lona en el suroeste de la costa escocesa. Las predicaciones de San Columbano se extendieron hasta la muralla de Adriano, límite meridional de la Northumbria, en territorio inglés. La fundación del monasterio de Lin-disfarne el año 653, por Aidan, monje de lona, coincidió con el apogeo de este primer monaquismo independiente de Roma en el norte de Gran Bretaña.
El celo evangelizador de San Columbano le había llevado a predicar también en el norte de la Galia, e incluso a fundar cerca de Milán la abadía de Bobbio, en el año 615, bajo la protección de un rey lombardo que estaba en malas relaciones políticas con el Papa.
Este Papa no era otro que San Gregorio Magno, quien, inquieto ante la independencia demostrada por esta iglesia monástica irlandesa, en el año 596 había enviado a Inglaterra una misión dirigida por el monje Agustín (San Agustín de Canterbury), integrada por treinta y nueve benedictinos. Su propósito era lograr la conversión de los anglosajones recientemente instalados en el país. No tardó en estallar una fuerte rivalidad entre los misioneros romanos y los irlandeses que se habían establecido en Nortumbria, y las desavenencias se exacerbaron a consecuencia de las discrepancias en cuestiones de rito (forma de la tonsura y cómputo pascual).
Entre tanto, el proselitismo irlandés proseguía en Inglaterra. El monje inglés Willibrord, que llegó a Irlanda a los veinte años de edad, partió en 690 (después de doce años de estudio) para evangelizar la Frisia acompañado de un grupo de monjes irlandeses y sajones. El monasterio que fundaron en Ech-ternach (Luxemburgo) se convirtió en un foco de irradiación religiosa y cultural sobre todo el centro y norte de Europa.
Por su parte, los romanos crearon en Inglaterra, además de las sedes episcopales de Canterbury y Chester, centros monacales gobernados por normas distintas de las que se seguían en los cenobios que en el Norte habían fundado los irlandeses discípulos de San Columbano. Estos nuevos centros, radicados en York, Harrow y Wearmouth, fueron verdaderos bastiones del monaquismo italiano que había sido definido por San Benito. En el año 761, lona, el centro irlandés de la resistencia a estas nuevas normas, se tuvo que someter.
Los monjes irlandeses habían aportado a la Nortumbria el cristianismo y la instrucción, y recibieron allí ciertas influencias artísticas característicamente nórdicas o germánicas, debidas a los invasores anglos y sajones que, contemporáneamente a la llegada de San Patricio a Irlanda, se habían establecido en el suelo inglés. Estos invasores habían traído consigo su estilo decorativo germánico, una de cuyas más brillantes muestras la constituyen los objetos con adornos de esmalte cloisonné que integran el hallazgo de la tumba real de Sutton Hoo, que data del siglo VII.
La talla escultórica en piedra se había manifestado primeramente en Irlanda, en el adorno de en-trelazos célticos que presentan cierto número de pilares y estelas; los ejemplares más notables son las cruces pétreas que, como las de Clonmacnoise, Muiredach, Ahenny y Bealin, se yerguen junto a las altas torres cilindricas o ligeramente cónicas de los antiguos monasterios. Estas cruces, en su mayoría fechadas en el siglo VIII, son imponentes monumentos que en general sobrepasan los tres metros de altura y están completamente recubiertas por una decoración esculpida, que destaca sobre el fondo recortado por la sombra oscura. Parece ser que, diseminadas en torno a los monasterios, estas cruces jugaban el papel de guardianes contra las potencias infernales que amenazaban a los monjes desde todos los puntos del horizonte.
Cruz de las Escrituras (Clonmacnoise, Offaly). La más antigua de las cruces de este monasterio, datada en el siglo vill, mide más de tres metros y conserva muchos de los rasgos escultóricos heredados del arte céltico. Los relieves que decoran el pie y los brazos rectangulares representan escenas bíblicas diversas, mientras que el centro del círculo perforado está dedicado a Cristo y San Patricio. Se considera que es una de las primeras muestras de escritura grabada de la escultura irlandesa.
Casi todos estos cenobios debidos al proselitismo monacal irlandés desaparecieron a consecuencia de incursiones de los vikingos, durante los siglos VIII y IX. En Gran Bretaña, en Northumbria, el primero que fue destruido por esta misma causa, en el año 793, fue el de Lindisfarne. En 801, los vikingos saquearon Iona y los monjes que lograron salvarse, abandonaron la isla y se refugiaron en el centro de Irlanda, donde fundaron el monasterio de Kells (un poco al norte del actual emplazamiento de Dublín). Por su parte, la acción evangelizadora de los monjes llegados con San Agustín de Canterbury había dejado también, en Inglaterra, monumentos de un arte escultórico en que el estilo anglosajón se revela con toda su potente fantasía. Son altísimas cruces con profuso adorno en relieve, como la de Hirton, en Nortumbria, la de Gosforth o la de Kirk Braddan, en la isla de Man. Pero los dos ejemplares más famosos, ambos del siglo VII, son las cruces de Bewcastle y de Ruthwell, ambas en Nortumbria, donde se combinan el adorno de entrelazos y la talla figurativa, realizada según un estilo que sugiere la influencia del arte prerrománico italiano. Los objetos más antiguos que se poseen de la orfebrería céltica irlandesa revelan una clara supervivencia del arte de La Téne. La forma misma de las fíbulas o broches es característica de las fíbulas célticas de dicho período: están constituidas por un anillo circular que forma el broche con una aguja que lo atraviesa. Algunas de las fíbulas irlandesas parecen muy antiguas; sus ornamentos no son entrelazados rectilíneos, sino espirales, y es posible que sean todavía de la época pagana, anterior a la conversión de Irlanda al cristianismo. Las más antiguas son generalmente de bronce, con los esmaltes e incrustaciones de coral que usaban los pueblos prehistóricos europeos. Más tarde el broche, en lugar de ser un anillo uniforme, se ensanchó por un lado, y en esta superficie plana se dibujaron delicadamente los más complicados motivos de decoración. Los broches servían para prender los mantos, como pueden verse en las figuras de los relieves de las cruces altas y en las miniaturas, y algunos incluso llegaron a ser de dimensiones exageradas. La más hermosa de estas fíbulas es la de Tara, descubierta en 1850. Es de bronce, pero su anillo está recubierto de placas de oro con entrelazados y esmaltes, algunos de ellos hechos con trozos de coral. La riqueza de esta fíbula tiene su rival en el famoso cáliz encontrado en 1868 en Ardagh. Asombra la maravillosa variedad de sus entrelazados, la gracia y elegancia con que están dibujadas las bandas y medallones, que lo convierten en una de las obras más hermosas que se tienen del arte de los metales en todas las épocas. Otra obra maestra de la orfebrería irlandesa es el estuche de plata dorada que sirve de relicario para la histórica campana de San Patricio. La caja tiene, en su cara anterior, cuatro plafones entrelazados combinados con medallones; en la cara posterior hay una bella decoración de cruces, y en su rededor una leyenda en que se pide una oración para el rey Domnell, que encargó tal relicario, otra para el obispo sucesor de Patricio en la mitra de Armagh, para el guardián de la campana, y para Cudilig y su hijo, que hicieron la obra. Es interesante, sobre todo, el remate para coger la joya, donde, entre los motivos de entrelazados se ven aparecer unas cabezas de dragón de estilo escandinavo. Por otro lado, los objetos litúrgicos de metal, fácilmente transportables, fueron indudablemente vehículo principal de las formas célticas en el Continente, en las colonias monásticas irlandesas que se instalaron en toda la Europa occidental. Pero un medio más poderoso aún de difusión del arte céltico de los entrelazados fueron sus manuscritos. Los monjes de Irlanda, que habían recogido la ciencia clásica y cristiana, sentían por los libros un amor raro en aquellos tiempos, y aplicaron gran parte de su actividad a la iluminación de nuevas copias y decoración de los textos con miniaturas. Estos libros, llevados después a los monasterios de monjes de Italia o de Germania, debían de ser la base principal de las bibliotecas de Bobbio, Falda y Saint-Gall.
Relicario de la campana de San Patricio (National Gallery, Dublín). El remate de la superficie del relicario, que recuerda la decoración de la orfebrería bizantina, está ornado con motivos entrelazados cuyos cabos superiores representan dos cabezas de dragón de clara influencia escandinava. En la cara frontal, cuatro plafones con arabescos célticos se entrecruzan con medallones y gemas de grandes dimensiones. En la cara opuesta, una inscripción envuelta por cruces pide una oración para el rey, el santo, el obispo sucesor, el guardián de la campana y los autores del relicario, los orfebres Cudiling e hijo.
Esta labor caligráfica y de iluminación de códices comenzó a mediados del siglo VII y perduró hasta poco después del año 800. El manuscrito más antiguo, de los que integran la serie más importante, es el Libro de Durrow (hoy en el Trinity College de Dublín), que se realizó en el cenobio de aquel nombre, fundado por los monjes de San Columbano. En los entrelazados que decoran sus orlas marginales, dispuestas, en algunos casos, en forma de franjas que rodean grandes rosetones, se descubren elementos de estilización animal propios del arte nórdico. Quizá la relativa sobriedad de sus composiciones ornamentales indique también influencia de los manuscritos coptos sobre este arte monástico irlandés.
El texto de cada uno de los Evangelios contenidos en el Libro de Durrow se inicia por una página que contiene el símbolo del Evangelista en el centro de un marco de entrelazados; sigue una página de decoración completamente abstracta y -a continuación- la primera página del texto, que se inicia con una mayúscula monumental. Sólo tres colores han sido empleados a lo largo de todo el manuscrito: un rojo anaranjado, un verde muy intenso y un hermoso amarillo de oro. Los tres colores se reparten en proporciones iguales sobre las superficies marfileñas del pergamino. La ornamentación es más rica y ostentosa en el Libro de Lindisfarne (en el Museo Británico), que fue iluminado en el scriptorium del cenobio de este nombre, en Nortumbria. Es de fin del siglo VII y principios del siglo VIII, y además de hermosísimas capitales y páginas íntegramente ornamentadas en un fulgurante estilo en que los entrelazados se ordenan con admirable inventiva, contiene cuatro páginas con las figuras de los evangelistas, de un elegante diseño que se inspiró, sin duda, en códices benedictinos italianos, y presagia cualidades que serán propias de las mejores miniaturas inglesas posteriores. Este estilo ornamental y caligráfico alcanza su mayor paroxismo barroco en el Libro de Kells, de hacia el 800 (hoy también en el Trinity College de Dublín), obra de los monjes fugitivos de lona. Este códice contiene asimismo algunas composiciones figurativas que se ajustan a la tradición irlandesa orientalizante, con lejanos recuerdos del arte copto, que también se puede observar en las páginas miniadas de otro célebre manuscrito, el Evangeliario de Saint-Gall, de mediados del siglo VIII, y que ya en la antigüedad pasó a la biblioteca de la abadía suiza de este nombre. Parece evidente que el sistema decorativo irlandés -en análoga proporción que las influencias orientales- enseñó a los artistas románicos de los siglos XI y XII a tomar la figura humana y a plegarla, estirarla y retorcerla caprichosamente, según las leyes exigentes de la ornamentación o de la curva de un capitel. El sistema de los orfebres y miniaturistas irlandeses estaba basado, como el de todas las artes abstractas, en una completa independencia de las apariencias del mundo real. La espiral, el trenzado y el círculo crean un mundo de extraños espejismos en el que aparecen y desaparecen cabezas de monstruos y de seres humanos, patas de bestias y colas de pájaros. Las líneas fluidas y los ritmos de colores sabiamente calculados sugieren un extraño repertorio de formas, un mundo paralelo al nuestro, que tiene sus propias leyes.
Águila de San Marcos (Biblioteca del Trintity College, Dublín). Influidos por algunos elementos decorativos coptos, celtas y germánicos, los ilustradores del Libro de Durrow manifestaron en el estilo con el que ¡lustran sus miniaturas la grave crisis que estaba padeciendo la iglesia irlandesa.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.